Sor Juana Inés de la Cruz. La resistencia del deseo, libro de Francisco Ramírez Santacruz - Madrid, Cátedra, 2019, 317

Reseña de José María Balcells

Universidad de León

Me parece dudoso que, entre los hispanistas actuales, pueda encontrarse hoy por hoy un filólogo tan cualificado como el mexicano Francisco Ramírez Santacruz para acometer una labor tan exigente y comprometida como la de realizar una biografía incontestable de sor Juana Inés de la Cruz. Siendo así, no extraña que el resultado del proyecto biográfico haya sido el que es: el del libro de segura referencia sobre la monja escritora que editorial Cátedra ha publicado en 2019 con el título de Sor Juana Inés de la Cruz. La resistencia del deseo, y que cuenta con el ingrediente complementario de once ilustraciones, todas de gran interés, y entre las que se hallan hasta cinco retratos de la genial autora de Primero sueño; retratos en los que se la vincula con el universo de los libros, sea leyendo, sea con la escritura. Tiene este libro una importante sección de notas. Son 661. Se trata de informaciones muy eruditas que se valen también de la documentación más reciente disponible, y en las que al biógrafo no le duelen prendas si ha de sincerarse acerca de lo que le parece inseguro.

De la probada cualificación de Rodríguez Santacruz para llevar a cabo este logro habían dado prueba sus aportes anteriores a las letras españolas áureas, con trabajos muy reconocidos sobre Miguel de Cervantes, pero sobre todo con investigaciones acerca de Mateo Alemán. Y justa y precisamente su continuada profundización en el estudio de los vínculos de este autor con México, y de manera singular en su obra Sucesos de fray García Guerra, es donde se adquirió el concienzudo bagaje que le ha servido para contextualizar, desde los ángulos societario, costumbrista, conventual, literario e historio-gráfico, la extraordinaria figura de la biografiada.

En la sección bibliográfica que completa este libro se refieren las distintas biografías de sor Juana Inés de la Cruz aparecidas previamente a la que reseñamos, algunas de gran valor, como las elaboradas por Dario Puccini, que salió en 1967, y por Octavio Paz, que lo hizo en 1982. A ambas se añadiría, en 1994, la aportación de Elías Trabalse en torno a los siete años finales de la vida de la monja je-rónima. Posteriormente, han ido viendo la luz distintos documentos sobre esta criolla. Ni que decir tiene que todas estas fuentes se han utilizado debidamente en este trabajo monográfico, implemen-tándose con muchas otras, y ponderándose siempre con justeza la cuantiosa información manejada.

Ahí reside el rasgo primordial de este libro, el del aprovechamiento de los materiales de una manera fiable, desprovista de posiciones ideológicas de partida, sean las derivadas de un enfoque liberal y laico, sean las que, por el contrario, se asientan en un prisma que enfatiza el catolicismo en la caracterización del comportamiento y de la obra de la autora novohispana. Desmarcándose de ambas opciones, Ramírez Santacruz no ha atendido más que a datos muy contrastados y por tanto rigurosos, y ha evitado caer en apreciaciones propias arriesgadas, asegurándose bien de que cada aserto suyo fuese el asumido con más lógica.

Ramírez Santacruz ha hecho notar las principales diferencias que presenta su trabajo respecto al de otros biógrafos. La primera consiste en haber dado gran valor a la estancia de la futura escritora en Ciudad de México, en casa de sus tíos. En ese lugar tuvo la oportunidad de leer considerablemente, de interesarse por factores financieros, y de descubrir los distintos ambientes capitalinos. Tanta fue la repercusión en su vida de aquellos ocho años que el biógrafo no duda en afirmar que el viaje que hizo, desde la zona rural donde vivía, hasta la gran urbe azteca, “significó para la literatura en México algo tan grande como, para la historia, el descubrimiento de Colón” (p. 38).

Después de vivir con dichos familiares, morará en palacio a partir de 1665, en la corte de los virreyes de Mancera, en la que deslumbró por su portentosa inteligencia, e incluso por su belleza y carisma. De ese tiempo data su primer poema, un soneto en memoria de Felipe IV. Debió asistir y participar por entonces en los codificados galanteos palaciegos, una práctica que escenificaría en el “Sainete primero de palacio”, texto previo a su futura comedia de 1683 Los empeños de una casa. En esa corte va a conocer al jesuita Antonio Núñez de Miranda, que sería su confesor, desempeñando un papel fundamental para que se decidiese a hacerse monja. A dar ese paso contribuyó no poco también su deseo de dedicarse al estudio en un medio en el que imperaba el silencio, aunque no siempre. Tampoco le faltaría vocación, ciertamente. Sin embargo, hubo de pesar bastante en ella el que, habiendo descartado el matrimonio, decidiese enclaustrarse para vivir “una espiritualidad pragmática” (52), como puntualiza Ramírez Santacruz.

Primeramente ingresó en el convento de carmelitas descalzas de San José o de Santa Teresa la Antigua. Allí deja de llamarse Juana Ramírez y adopta el nombre de sor Juana Inés de la Cruz. Pero en aquellos muros solo iba a permanecer tres meses, dado que no era conveniente para su salud el rigorismo al que allí se vio sometida. Como consecuencia de tal situación, cambiaría de regla, ingresando en el convento de Santa Paula, sujeto a la orden de San Jerónimo. Unos meses antes de dejar atrás el período carmelitano, había compuesto un soneto que es el único suyo firmado con el nombre seglar de Juana Ramírez. Este poema figuró, junto con otros de diferentes autores, en los liminares elogiosos de un libro de versos de Diego de

Rivera, editado a comienzos de 1668.

En ese mismo año entró en San Jerónimo, donde se hizo monja, no sin un noviciado previo. El biógrafo explana en este punto las condiciones conventuales vividas allí, nada severas. Dispuso de amplios espacios para uso personal en una celda de dos pisos, de varias sirvientas, entre ellas una esclava mulata que le había regalado su madre. Tuvo libertad para cocinarse su comida, y mantuvo tertulias en su locutorio, al que acudieron personajes de gran talla eclesiástica, literaria y política. Tanto fue así que Ramírez Santacruz entiende que en ese locutorio era donde se reunía la “ intelligentsia del virreinato y no en la Real Universidad” (80).

El autor enfatiza haber puesto más de relieve que nunca el influjo que sobre ella ejerció el agustino fray Payo Enríquez de Ribera, arzobispo y virrey durante los años setenta del siglo XVII, y así es. Por mi parte, juzgo relevante asimismo la pericia con la que relata y pondera la vida de la monja en la década siguiente. Durante el virreinato de los marqueses de La Laguna, llegados a México en 1680, sor Juana fue alcanzando su madurez en muchos órdenes de cosas, haciéndose amiga y confidente de la virreina

María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Peredes. La jerónima había sido quien realizó el magnífico arco triunfal de bienvenida al país de la pareja de virreyes, arquitectura a la que puso el nombre de Neptuno alegórico, y con ese mismo nombre titularía un libro en el que explicaba las significaciones de aquel artificio. En esa época también estrechó amistad con Carlos de Sigüenza y Góngora, nacido en Ciudad de México, y sobrino de Luis de Góngora. Ambos formaron “lo que podía haber sido un grupo político donde se discutía fervientemente sobre el destino de los criollos en la Nueva España.” (105), apunta Ramírez Santacruz.

La relación que mantuvieron esos años sor Juana Inés de la Cruz y la virreina María Luisa debió constituir para las dos una de las experiencias más inolvidables de sus vidas, y en la poesía de la jeró-nima se manifiestan distintos sentimientos nacidos de esa relación. Ramírez Santacruz sale al paso de interpretaciones en exceso osadas al respecto recordando que los poemas de carácter amoroso concernidos se anclan tanto en el platonismo como en el petrarquismo, y además responden a códigos cortesanos epocales permitiendo “que mujeres se dirigiesen a otras en los términos más efusivos.” (117)

Aun siendo así, se nota en los versos de Inés a María Luisa que se alberga en ellos algo más que convención y que una mera calidez efusiva. En cualquier supuesto, es lógico que uno se admire cuando lee que la poeta se dirige a la condesa de Paredes con un “Adorado dueño mío”, o con “hermoso dueño”. En uno de los sonetos la llama “Lisi divina”, practicando un petrarquismo interfemenino que a mi juicio rompe moldes áureos y seguiría rompiéndolos en la actualidad del siglo XXI. El antedicho poema finaliza con un endecasílabo que se refiere al contenido poemático como “los conceptos de un alma que es tan tuya.” Y en otros textos figuran líneas muy expresivas que se prestan a cualquier tipo de lectura, más allá de que reconozcamos reelaboraciones de tópicos: “Bien sé que es atrevimiento; / pero el Amor es testigo / que no sé lo que me digo / por saber lo que me siento. // Y en fin, perdonad, por Dios, señora, que os hable así: / que si yo estuviera en mí, / no estuvierais en mí vos.”

Ramírez Santacruz selecciona en su libro versos no menos elocuentes que los citados. Por ejemplo los escritos con ocasión de la partida de México de María Luisa, en 1688. Sabían las dos que no iban a verse más, y en esa amarga situación sor Juana Inés de la Cruz quiso dejar constancia de que no se borrarían los sentimientos tan hondos experimentados: “Ser mujer, ni estar ausente, / no es de amarte impedimento, / pues sabes tú que las almas / distancia ignoran y sexo”.

Como preanuncia su título, en el capítulo “El Parnaso en el convento” dedica Ramírez Santacruz bastantes páginas a la creación literaria de la religiosa en San Jerónimo. En páginas precedentes ya se había referido a sus sonetos de circunstancias, algunos de ellos fúnebres, así como a distintos poemas nacidos de su tan especial amistad con la condesa de Paredes, según vimos. También había anticipado el biógrafo el perfil profesional de sor Juana como escritora por encargo, elaborando el citado arco triunfal, y asimismo diferentes villancicos que la convirtieron en una villan-ciquera de renombre. Aquí, en el capítulo antedicho, se recuerdan obras gestadas en los ochenta, entre ellas tres autos sacros, a la cabeza de los cuales ha de mencionarse El divino Narciso. También se pone el acento en haber escrito, acaso entre 1685 y 1690, su creación cumbre, Primero sueño, poema relacionable con las Soledades gongorinas, y que no fue fruto de encargo alguno. La actitud adoptada por ella ante su texto cenital calificándolo como mero “papelillo” nos hace pensar en el fray Luis de León de las obre-cillas que se le caían de las manos, en referencia a los poemas en los que tanto cuidado puso el agustino. Por lo que hace a sus competencias en la vertiente métrica, el filólogo mexicano indica que tal vez fue precursora en el uso del romance pentasílabo, empleado en una canción de Navidad, y sostiene que “En términos de estrofas y metros sor Juana alcanzó una variedad que no tiene parangón; ni siquiera Lope o Góngora mostraron tanta versatilidad.” (149)

Haber intensificado su dedicación literaria, comprendiendo en ese incremento su entrega a la escritura y su voracidad lectora de textos poéticos y teatrales de notables autores españoles (Garcilaso, fray Luis de León, Góngora, Que-vedo, Lope, Calderón, entre otros), tuvo como contrapartida sus conflictos con el jesuita Diego Núñez de Miranda, su padre espiritual y confesor. Y es importante subrayar que Ramírez Santacruz cree muy probable que este religioso en extremo fiscalizador llegase a corregir, a enmendar, no solo el contenido, sino hasta la estética de algunos de los villancicos de la jerónima. La situación de agobio derivaría en que sor Juana Inés de la Cruz tomaría la decisión de separarse de aquella tutela tan asfixiante y limitadora.

El capítulo “El Parnaso en el convento” no se circunscribe a la actividad creativa de la escritora en esos años, sino que abunda en su solvente valía y eficacia en cuestiones pecuniarias. Tanto fue así que Ramírez Santacruz anota que, “en 1695 sor Juana murió siendo una monja muy rica” (130). Y sorprende mucho que lo fuese, siendo tan desprendida, caritativa y limosnera, y habiendo adquirido tantos libros, aparatos científicos e instrumentos musicales. En su caso, no desmereció al talento demostrado en las letras el que mostró reflotan-do las arruinadas arcas conventuales de su comunidad desde el cargo de contadora, en el que fue reelecta en tres oportunidades, y realizando inversiones y llevando a cabo gestiones contractuales de compraventa, además de haber ampliado en 1692 sus estancias incorporándoles una segunda celda. A nuestra mentalidad contemporánea puede parecer impropio conjugar tan bien finanzas y literatura, pero se trata de una realidad de la época que no ha de enjuiciarse con criterios hodiernos que no valen para comprenderla debidamente.

Tan solo un par largo de años abarca el capítulo VI de esta biografía, titulado “Los aplausos y las calumnias”, los que van desde 1689 a 1691. El gobierno del virreinato lo regía en ese entonces el conde de Galve, cuya cónyuge, Elvira de Toledo, también fue amiga de sor Juana, pero sin que la cercanía llegase tan lejos como con la condesa de Paredes. Los nuevos virreyes eran aficionados a la tauromaquia y al teatro, habiendo tratado en el Palacio Real de Madrid a Calderón de la Barca. A la jerónima se la comisionó para que compusiese una loa y una comedia para festejar el treinta y seis aniversario de ese gobernante. Fue tan parco el tiempo que se le dio para cumplir esos encargos que esa estrechez la llevó a hacer su única comedia colaborada, Amor es más laberinto, ocupándose ella de las jornadas primera y tercera, y Juan de Guevara de la segunda.

La máxima jerarquía eclesiástica la detentaba en esos años el arzobispo de México Francisco Aguiar y Seijas, un asceta de origen coruñés muy severo que, a diferencia del virrey, estaba en contra de las peleas de gallos, de las corridas del toros, y del arte escénico, siendo, además, un misógino exacerbado: su misoginia era de tal calibre que, por el mero hecho de haber entrado una mujer en el Palacio episcopal, mandó cambiar las baldosas que había pisado, amenazando con la excomunión a cualquier otra que osase entrar en el recinto. Lo antedicho no obsta para que su apostolado fuese más que digno en otros aspectos pastorales. Bajo ese prelado hubo de lidiar sor Juana. Ni que decir tiene que llegó a prohibir la publicación de comedias en los ámbitos de su jurisdicción, pero la jerónima se las ingenió para hacerse editar sus obras teatrales en España, donde en 1691 se llevó a las tablas en Barcelona su auto sacro El divino Narciso. Dos años antes, había visto la luz en la península su Inundación castálida, un acopio amplísimo de su obra poética. Y casualmente, o a posta, el volumen se acabó de imprimir el mes de noviembre, cuando ella cumplía años, circunstancia que hace preguntarse a Ramírez Santacruz: “¿Regalo de María Luisa para ella?” (163).

Haya sido como haya sido, lo cierto es que la condesa de Paredes, cuando regresó a España trajo consigo un montón de manuscritos con poemas de su amiga, seguramente porque se había comprometido con ella a hacer que sus versos se editasen, como así fue, publicándose con el título antedicho de Inundación castálida. La titulación completa contenía más informaciones, haciéndose mención de la autora como “la única poetisa, Musa décima, sóror Juana Inés de la Cruz”. Y a continuación, y con tino sobresaliente, se señalaba que los poemas se habían compuesto “en varios metros, idiomas y estilos”, en los que la poeta novo-hispana “fertiliza varios asuntos”, haciéndolo “para enseñanza, recreo y admiración”. De este tomo se habían marginado textos devociona-les, siendo una parte considerable del mismo “un poemario en honor de María Luisa” (166), observa el biógrafo. Al año de editarse la edición primera, es decir en 1690, se publicó una segunda, ya con título menos ampuloso: Poemas de la única poetisa americana, musa décima, sóror Juana Inés de la Cruz. Esta edición, además de haber sido corregida por la autora, que no pudo hacerlo en la primera, incluyó nuevas composiciones, algunas más bien irreverentes, otras devotas.

De la insólita recepción de la obra poética de sor Juana Inés de la Cruz da idea el que fuese reeditada hasta en nueve oportunidades en un período de tiempo de treinta y seis años. Y como tal vez no podía ser de otra manera, semejante éxito editorial supuso, remarca Ramírez Santacruz, que desde finales del XVII y comienzos del XVIII “la monja mexicana era leída en Europa, América y en Asia” (172). Pero tamaño reconocimiento foráneo le acarreó abundantes sinsabores en su propia tierra.

Con los antecedentes del arzobispo Aguiar y Seijas a los que nos hemos referido, era de temer que los contratiempos principales que sobrevinieron a sor Juana a raíz de su decidida entrega a la literatura, sancionada con tanta repercusión allende México, proviniesen de él, y aun de otros miembros del estamento eclesial. El prelado recurrió a la taimada añagaza de valerse de un nombre femenino para el pergeño de una Carta de sor Filotea de la Cruz que antepuso, editándolo sin su consentimiento, el único texto teológico de la jerónima, conocido como Carta atenagórica. Este escrito iba a constituir, según Ramírez Santacruz, “el capítulo más fascinante de la historia de la recepción de una obra en la Nueva España” (182), deteniéndose en cuanto atañe a esa controversial recepción. A esas páginas remito. No obviaré, en cambio, que en Puebla, a fines de 1691, se imprimieron los Villancicos de Santa Catarina, en los que sor Juana no solo muestra su visión de una mujer docta, sino que, al decir de su biógrafo, en esos textos “reconocía parte de su biografía en la vida de la mártir.” (195)

“La resistencia del deseo” es el último de los capítulos de esta biografía. Comprende desde 1692 hasta el año del fallecimiento de sor Juana Inés de la Cruz, ocurrido a mediados de abril de 1695, víctima al parecer de la enfermedad del tabardillo. Tenía probablemente cuarenta y tres años, tal vez alguno más. En este capítulo efectúa Ramírez Santacruz una interpretación plausible del gran cambio personal operado en la monja en el período postrero de su vida. Al respecto, ha de recordarse que en 1692 salió el Segundo volumen de sus obras, y su éxito fue apabullante, acentuándose las presiones del arzobispo, así como de otros eclesiásticos, para que abandonase sus desvelos humanísticos, trocándolos por las letras sacras. Con todo, aún iba a componer textos de carácter lúdico, como las redondillas que conforman sus Enigmas ofrecidos a la Casa del Placer, composiciones escritas a petición de unas monjas lusitanas para su academia literaria, a la que denominaban “Casa do Prazer”.

Sin embargo, y en contrapunto, en febrero de 1693 determinó la jerónima realizar otra vez un noviciado, recuperando a su antiguo confesor, cortando de manera drástica cualesquiera relaciones exteriores al convento, y empleándose rigurosamente en la mortificación. Cambio tan radical obedecería a una decisión propia, motivada, según su biógrafo, por su éxito literario, el cual le ocasionó “una crisis en su identidad de poeta y la orilló a tomar la decisión de cambiar su vida” (224). La hipótesis hay que tenerla muy en cuenta, aun cuando habrá que ver en su momento, cuando se recopile el epistolario de la escritora, si se reconfirma. Será entonces, como reconoce el filólogo mexicano, cuando “se entienda a cabalidad lo que sucedió en sus años finales.” (236)

Procede poner de relieve en la biografía que Ramírez Santacruz sostiene que las circunstancias contextuales entre las que hubo de desenvolverse este personaje explicarían por qué fue monja, y por qué fue después escritora. Vertientes son, las dos, que no habría desarrollado pese a su época, sino gracias a ella. Uno llega a captar bien, a lo largo de estas páginas, que sor Juana, como toda monja, estuvo, sí, casada con Dios, pero en modo alguno puede decirse que no lo estuvo también, y grandemente, con sus libros, y en especial con su obra literaria.

Tras esa magnífica contribución al mejor conocimiento de la vida de sor Juana, sería esperanzador que Ramírez Santacruz se involucrase en firme en otros retos pendientes en este campo de investigación que, desde su monografía, tanto le concierne ya. Y el más acuciante de todos estriba en realizar una edición crítica de las obras completas de la autora. Para tan necesario empeño, sin duda su aporte habrá de ser decisivo. El mismo investigador insinúa que está predispuesto a participar en esta deuda que los estudiosos de la escritora criolla han de saldar aún, y entre los que él será indispensable, para que, y refiero palabras suyas, “podamos muy pronto ocuparnos de la des-iderata más urgente de la filología mexicana” (p. 14).

 

Ensayo de José María Balcells

Universidad de Extremadura

angmanso@unex.es 
 

Publicado, originalmente, en: Creneida. Anuario de Literaturas Hispánicas Nº 7 (2019)

Creneida. Anuario de Literaturas Hispánicas es publicada por el Departamento de Estudios Filológicos y Literarios de la Universidad de Córdoba (Españá)

Link del texto: https://www.uco.es/ucopress/ojs/index.php/creneida/article/view/12500

 

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