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Del libro de cuentos "Nada es lo que parece" (Ediciones Beta III Milenio.- Bilbao)
 
 

También puede sucederle a usted
Enrique Arias Vega
ariasvegaenrique@gmail.com

 
 

La verdad es que no recuerdo cómo empezó todo. Ignoro, siquiera, si hubo algún acontecimiento concreto que desencadenase el proceso que habría de seguirlo. Lo único seguro es que yo he llegado hasta aquí, en una evolución que parece irreversible.

Es cierto que nunca he poseído una personalidad arrebatadora. Para ser sincero, los demás han pasado de mí con demasiada frecuencia. De joven, yo era el que menos ligaba de mi pandilla. No es que resulte un tipo mal parecido, en absoluto, ni que aburra a los demás con una conversación tediosa e intrascendente, ni que evite ser sociable con todo el mundo. Lo que seguramente sucede es que la gente debe juzgarme un individuo prescindible, innecesario, sobrante.

Sé que no soy el único a quien le sucede esto. Juan, por ejemplo, es un caso similar al mío. Él, además, siempre lo ha llevado peor que yo. De ahí su animosidad hacia Miguel, el líder de nuestro grupo juvenil, que siempre ligaba más que todos nosotros juntos. Juan, Juanito, como le llamábamos, siempre ha sido un tipo envidioso y huraño, introvertido y receloso, con lo que en realidad no tenía motivos para quejarse de lo que le ocurría, ya que su falta de éxito social la había ganado a pulso gracias a su carácter.

Lo mío, digo, es muy diferente. Yo soy una persona abierta y amable, simpática y cordial. Pero ni por ésas. Por una extraña y recóndita razón, nadie suele tomarme en consideración. No es que a los demás no les interesen mis opiniones: simplemente no me consultan ningún tema. Tampoco es que alguien tenga reproches concretos que hacerme, sino que por lo habitual la gente hasta ignora mi presencia.

Todo eso, en términos generales, claro. No quiero exagerar la nota. Pero no resulta agradable ver cómo ascienden a tus compañeros de negociado mientras tú continúas haciéndote cargo del trabajo menos agradecido, ni cómo se ríen los amigos en las reuniones con los chistes pésimos de otros mientras que a uno ni siquiera le atienden los suyos.

Con todo, como estas cosas me vienen sucediendo al menos desde que tengo uso de razón, ya estoy acostumbrado a ellas. Lo de ahora, sin embargo, es diferente. Lo de ahora resulta algo material; físico, incluso. O metafísico, que aun sería peor. Lo de ahora alcanza caracteres esperpénticos; trágicos, diría, si lo que me ocurre fuese algo humanamente comprensible.

La primera vez que me di cuenta de ello seguramente no sería la primera en que pasó, por supuesto, pero sí es de la que tengo un recuerdo más nítido. Me había cruzado con mi tío Alejandro en la calle, a sólo un metro de distancia. Cuando iba a saludarle, afectuoso, como siempre, él miró hacia donde yo estaba, sin reconocerme, y siguió camino adelante, sin más. Para ser más preciso, miró a través de mí como si yo fuese transparente y él estuviese viendo algo situado mucho más allá.

Pasada mi estupefacción inicial por el aparente desaire, pensé que mi tío iría distraído o que tendría algún problema. Así que cuando coincidimos en casa de mi primo, una semana más tarde, le pregunté por aquel extraño suceso.

—¿Cruzarnos tú y yo en la calle, dices? ¿Y que no te saludé? ¡Cómo no iba a hacerlo, hombre de Dios! Lo que pasa es que te equivocas, Eduardo. Tú y yo no nos hemos encontrado en la calle recientemente.

En aquel momento no le di más importancia al asunto, aunque sabía que no me equivocaba. Pensé que el hermano de mi madre tendría sus buenas razones para fingir que no me había visto y lo dejé correr.

Pero algo similar me sucedió en los días siguientes con otras personas. Como si se hubiese producido una epidemia de ceguera colectiva. Gente conocida coincidía conmigo y no es que no me hablase, que no lo hacía, sino que aparentaba no verme o, lo que es peor, no me veía en realidad.

La cosa fue en aumento. En la oficina, Vicky, la secretaria, pasó varias veces a mi lado, como abstraída, sin decirme ni hola. Una vez, incluso, en que caminaba más decidida, gastando bromas con Antoñito, el de contabilidad, no hizo ni amago de coger los papeles que yo le tendía ni me contestó cuando le abordé:

—Vicky, necesito una copia de este informe.

Menos mal que Antoñito giró la cabeza hacia mí y, sorprendido por lo imprevisto de mi presencia, le dijo a la chica:

—Oye, atiende a Eduardo.

Ella, frunciendo el entrecejo como en un esfuerzo visual, miró un rato a donde yo me encontraba hasta que al fin contestó:

—¡Ay, Eduardo, perdona! No me había dado cuenta de que estabas ahí.

Esa falta de percepción general de mi persona fue agudizándose, al tiempo que se hacía más masiva, como esas enfermedades que se transmiten de uno a otro por contagio y luego no hay forma de controlarlas.

Empecé a experimentar una soledad sensorial, palpable, que casi se podía materializar en el aire que me circuía. Pero la sensación verdaderamente angustiosa, como de pánico, me sobrevino un sábado, paseando por la calle Velázquez. Acababa de estar en una cafetería, sentado a metro y medio de un condiscípulo que no había respondido a mi saludo. ¿No me habría oído? ¿Habría pretendido ignorarme de una forma deliberada? ¿Estaría molesto conmigo por algo que yo no recordaba?

Andaba yo en estas cavilaciones cuando me paré ante el escaparate de una tienda de ropa. Detrás de mí hizo lo propio una pareja que se puso a comentar la posible conveniencia de comprarle a ella un abrigo de entretiempo. Las dos personas, de mediana edad, se reflejaban con claridad en la cristalera del establecimiento. Esbocé una tenue sonrisa al comprobar su entusiasmo ante algo tan banal como una prensa de vestir. Pero borré mi gesto de golpe al descubrir un hecho impensable, terrible, demoledor, absurdo, increíble.

En el vidrio del escaparate se reproducía perfectamente la imagen de la pareja, como digo. Algo perfectamente lógico. Lo incomprensible era lo otro: que no se apreciaba la mía. El cristal devolvía con claridad la presencia física de las dos personas que estaban detrás de mí. En cambio, paradójicamente, allí no figuraba yo, a pesar de que, situado delante de mis vecinos, debería poder verme perfectamente, recortando incluso parte de la imagen de la pareja.

Pero no. Allí no se me veía a mí por parte alguna. Al menos, yo no podía hacerlo. Es decir, que ni yo mismo me veía ya. Esa a modo de invisibilidad que estaba padeciendo desde hace semanas a ojos de los demás había llegado a afectarme a mí mismo. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Seguía existiendo o es que me estaba desvaneciendo? ¿Era un ser real o sólo virtual? O al revés: ¿existía pero estaba perdiendo poco a poco la capacidad de materializarme? Más simple que todo eso: ¿no me estaría volviendo loco de remate?

Locura. Sólo la palabra, por sí misma, ya resultaba estremecedora.

Así que me puse de inmediato a buscar la dirección de algún psiquiatra en las páginas amarillas. Me gustó el reclamo de uno que no aludía a posibles enfermedades mentales ni amenazaba a sus clientes con ningún tipo de terapia: ni psicoanálisis, ni conductismo, ni otras zarandajas. Sólo figuraban en letras bien grandes su nombre y su titulación. La dirección, en la calle Orense, presuponía un alto caché por parte del susodicho. Lo comprobé de inmediato, pues demoró la cita mes y medio.

—Es que es urgente —supliqué a la voz femenina que atendió al teléfono.

—Todos los casos lo son —respondió, con una voz impersonal y fría—, pero los doctores tienen la agenda llena.

¿Los doctores? Así que eran varios. Aproveché aquel resquicio en la muralla defensiva de la telefonista para insistir:

—Pues póngame con el doctor que esté menos ocupado y que pueda atenderme antes.

—Veo que usted no lo entiende. Todos los doctores están ocupados —su explicación comenzaba a sonarme a lección de parvulario, seguramente repetida en innumerables ocasiones—, por eso hemos aumentado el número de consultas. Usted no es la única persona con problemas; por desgracia, cada día hay más gente que necesita nuestra ayuda profesional.

No la saqué de ese argumento, aunque lo intenté de nuevo. Así que tuve que esperar seis semanas para ser recibido.

Fueron unas semanas difíciles; aterradoras, más bien. Menos mal que yo fichaba en el trabajo y que quedaba constancia electrónica de que cumplía mis compromisos laborales. Porque, por lo demás, mi situación virtual era de ausencia casi permanente. Por ejemplo: tras varios días de cruzarnos constantemente en el trabajo, Vicky me interpeló de buenas a primeras:

—¡Ah! Veo que hoy sí has venido. ¿Es que has estado enfermo?

Sucesos como éste ya no suponían nada anómalo ni perturbador para mí. Simplemente, contribuían a sumirme más en la depresión en que me hallaba.

Ignoro, siquiera, si en esa época vi a mi padre o, mejor dicho, si él me vio a mí. Mi entorno comenzaba a ser como una nebulosa. En pleno pánico a perder mi último vestigio de identidad personal, yo me tocaba a mí mismo y notaba mi corporeidad, mi materialidad física. A veces, para que la evidenciasen también los demás, me topaba con ellos deliberadamente. En el momento del choque, sí, entonces, al notar el impacto, se daban cuenta de mi presencia que hasta entonces, al parecer, les había pasado inadvertida.

No sé si ustedes han experimentado una sensación semejante. Uno empieza a creerse realmente como ausente, viviendo en la irrealidad mientras los demás se mueven en un plano metafísico diferente. ¿Entienden lo que les cuento? ¿Se dan cuenta, al escucharme, del peligro de inestabilidad emocional y mental que supone todo esto?

Llegado el día, me dirigí a la cita con el psiquiatra noventa minutos antes de lo acordado. Estuve dando vueltas a la manzana como cualquier acechador de colegialas —¿por qué me vino a la mente una metáfora tan sórdida e inquietante?—, mirando una y otra vez mi reloj de pulsera. A la hora en punto estaba llamando al timbre. No me sorprendió lo que ocurrió entonces: después de lo que me estaba pasando era imposible que me asombrase acontecimiento alguno.

—¿Con qué doctor está usted citado? —me preguntó una voz, al abrirse la puerta.

Yo oí las palabras perfectamente, pero no vi a nadie. El hecho no tenía nada de extraño: si en ocasiones era incapaz de verme yo a mí mismo, ¿a cuánta otra gente habría dejado de ver durante aquellos días sin haberme dado cuenta?

Así que no descompuse mi semblante —aunque qué más daba ese absurdo detalle en aquella situación— y di el nombre del psiquiatra con el que tenía convenida la hora. La sala de espera estaba llena de voces quedas, aunque sólo pude ver a una mujer escorada a su lado izquierdo, como si un ser invisible estuviese haciéndole confidencias. El resto, pese a haberlo escudriñado con atención, era un insondable vacío.

El médico me recibió en seguida. Bueno. Supuse que era el médico porque oí su voz, aunque yo no lo veía. ¡Vaya! Ahora los que parecían no materializarse eran los demás aunque, en cambio, debían estar viéndome perfectamente.

Expuse, pues, mi caso al aire que se hallaba al otro lado de la mesa, en la esperanza de que aquello no fuese una pesadilla o que yo, sencillamente, no me hubiese muerto hace tiempo sin haberme percatado de ello.

—¿No le parece una locura todo esto? —pregunté al vacío, al acabar mi exposición.

El hombre invisible me respondió con una voz afable:

—¡En absoluto, por Dios! Su caso es de lo más frecuente y, por desgracia, cada día se dan más casos de ese tipo.

—Pero usted, al menos, me ve —le interrumpí, con un deje de alivio.

—¡Qué va, hombre! ¡Qué va! Yo tampoco le veo, aunque a diferencia de otras personas sé que usted está ahí. ¿No se da cuenta de que yo soy un profesional?

Antes de que pudiese interrumpirle de nuevo, continuó:

—Lo que sucede, ya le digo, cada vez es más común en esta sociedad. Se trata de un fenómeno de solipsismo, de aislamiento social. Cada vez nos distanciamos más unos de otros; en realidad no nos comunicamos en absoluto con nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo, nuestros parientes… Si quiere que le diga la verdad, nos importan un comino. Así que, sencillamente, un buen día dejamos de verlos. No de súbito, ni de forma continuada, pero dejan de estar presentes para nosotros. Los miramos y es como si no los viésemos. Al final, realmente ya no los vemos. Y en su caso de usted, a lo que parece, la gente ha dejado de verle hace tiempo porque debe ser usted menos sociable que la media, o más retraído, o más egoísta o por alguna otra razón de ese tipo.

El psiquiatra debía estar satisfecho con la explicación que acababa de darme porque soltó un ligero bufido, como un gato que se desperezase tras haber dado cuenta de un suculento ratoncillo.

—¿Y eso tiene solución? —inquirí, un poco más tranquilo, al saber que mi caso era compartido por mucha otra gente.

—Pues no. Eso no se arregla tomando ninguna pastilla ni cosa parecida. Se trata de un fenómeno de conducta colectiva en nuestra sociedad de masas. Es producto del individualismo y la tecnología, de la soledad y el egoísmo. ¡Casi nada, amigo mío!

—¿Y qué puedo hacer? —pregunté, nuevamente asustado.

—Tomárselo con calma, como yo. ¿O es que se cree que yo he estado aquí todo el rato mientras usted me contaba premiosamente una historia que ya he oído infinidad de veces? Pues aprovechándome de que no me veía me he permitido ir al lavabo, a hacer mis necesidades.

La verdad es que nunca le agradeceré lo suficiente al doctor su recomendación. No me ha curado, por supuesto, pero desde que sé lo que me sucede procuro prestar más interés a las personas que quiero que me vean y pasar de todas las demás. En el trabajo, por ejemplo, ficho todos los días pero la mayor parte de ellos me los paso en el parque, con las palomas, que ellas sí que me ven.

Claro que aún no domino la técnica de la invisibilidad psicosocial. El otro día, por ejemplo, le di un pellizco a una tía que se había sentado en mi mismo banco, como si yo no existiese. El guantazo que me arreó fue de órdago. Hay otra gente, en cambio, que debe dominar perfectamente esa técnica de pasar inadvertidos, ya que recientemente me han robado dos veces la cartera sin que me haya dado cuenta. No es que yo pretenda hacer lo mismo… pero esto de la invisibilidad psicológica también tiene sus ventajas, no se crean.

Por cierto, ¿ya ha verificado que a usted no le esté pasando lo mismo? Para ser sinceros, le diré que yo no le veo en absoluto. Así que…

Enrique Arias Vega
ariasvegaenrique@gmail.com

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