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Qué pensará mi madre cuando se entere
(Relato Erótico-Humorístico)
Enrique Arias Vega
ariasvegaenrique@gmail.com

 
 

La culpa de todo el lío la tuvo Juan Carlos Alcaraz. Aunque él, en el fondo, no sospechase la que se iba a armar.

Conozco a Juan Carlos desde hace muchos años y nunca he sabido exactamente a qué se dedicaba.

—Negocios —me dijo una vez, con una sonrisa más falsa que una declaración de renta.

Aquel día debía haber intuido que algo insólito iba a suceder. El timbre del teléfono sonó de un modo especial, como un telegrama urgente en el que se sobreponen unas letras a otras.

—Eres un tío con suerte, gordo —soltó, al pronto, la voz de Juan Carlos.

Supe que era él en seguida porque se complace en mortificarme con el sustantivo de gordo, como una barrera de película que separase al hombre blanco, él, del indio navajo, yo.

—Adivina a quién vas a conocer hoy... —seguía monologando Juan Carlos, mientras yo, con la boca pastosa, maldecía aquella llamada tan mañanera— ¡A Celia Lacambra! ¡La misma! ¿Qué te parece, eh, gordazo con suerte?

Como un estúpido, miré el reloj. Las diez... Así que era poco probable que estuviera aún dormido. Se trataría de una broma de Juan Carlos. Los hipertensos madrugadores, ya se sabe... Carraspeé para aclarar la voz.

—¿Celia Lacambra, dices? ¿La locutora de Radio España? —pregunté automáticamente, mientras trataba de ordenar mis ideas, cada una en el piso que le correspondía.

—¡La misma! ¿No has dicho muchas veces que darías el dedo meñique por conocerla? ¡Pues ya lo tienes! El tío Juan Carlos te lo ha conseguido.

—Vamos a ver si lo entiendo —repliqué, mientras me invadía el pánico que precede a la certidumbre del recluta de que los tiros que oye son de verdad—. Tú me has conseguido una cita con Celia Lacambra.

—Casi —me interrumpió Juan Carlos—. He conseguido que te entreviste en directo en su programa Gentes con algo. ¿No has obtenido el premio de arquitectura de no sé qué? Pues eso: que tienes algo. A las doce te espera en la emisora para la entrevista. Recuerda que el programa es en directo...

No oí más. Quise volver a la cama, como cuando había exámenes en el colegio.

—Debo tener fiebre —dije, para justificarme.

Aunque recé al termómetro para que subiese como Martín Bahamontes (¡aquellos años de colegio!), se quedó clavado en un despreciativo treinta y seos con tres. Mientras tanto, yo acababa de desperdiciar cinco preciosos minutos. Me apresuré a vestirme.

A las doce menos siete había llegado a la emisora. Como no sabía que estas cosas fuesen impuntuales, tuve que esperar un cuarto de hora, en el que una señorita con unos pantalones vaqueros y chicle me dijo que era cuestión de segundos y un tío renco me condujo a un locutorio, que es un lugar con micrófonos, poco más grande que una bañera, pero donde hace muchísimo más calor.

—No ponemos el aire acondicionado por el ruido —masculló, a modo de disculpa, el renco.

Noté, durante aquella eternidad, que la sangre de las sienes me golpeaba sádicamente, sin ningún tipo de compás. Al tiempo, intenté torpemente poner en orden mis ideas.

Soy un tipo importante, quise convencerme, al que van a hacer una entrevista porque su proyecto de ampliación del Museo del Prado ha sido el ganador del concurso organizado por el ayuntamiento. O sea, que no tengo por qué temblar. Además, voy a conocer personalmente a Celia Lacambra... Este pensamiento, que por vez primera fluía en mi interior, tuvo la virtud de enervarme. No estés nervioso, pretendí aplacarme, que la radio no es lo mismo que la televisión. Miré el bulto que empezaba a formarse en mi entrepierna y agradecí a quien fuese el que no hubiera nadie conmigo en aquel momento.

¡Celia Lacambra! ¡Cuántas veces había comentado a mis más amigos que una señora así es lo que haría que yo perdiese la cabeza! Era su voz, sin duda. Como un terciopelo denso que amortiguase los pasos de cualquier varón. Como un manto que envolvía el sexo alerta de los oyentes. Y fue también su imagen. Primero, en Lecturas, lo recuerdo perfectamente. Luego, en un programa de televisión. Más tarde, en unas amplias entrevistas publicadas en Gaceta Ilustrada y un suplemento de El Periódico de Catalunya. Celia Lacambra...

En éstas estaba, ensoñándola, cuando su imagen me habló.

—Buenos días. ¿El señor Debido?

Era ella. Y se dirigía a mí. Sólo a mí. En aquel cuarto estrecho como un baño turco. Una pared de vidrio nos separaba de un joven chuleta de color playa, de los artilugios que manipulaba, de un enorme plato giratorio, dos cintas magnetofónicas y unos aparatos sacados de una novela de Isaac Asimov.

Por unos instantes, fantaseé con que mi imagen se había quedado clavada en sus ojos pardos, que su cuerpo armonioso había experimentado la parálisis mínima de la mosca prendida en una invisible tela de araña. Por unos instantes, insisto, creí que la había fascinado.

Para que mi éxtasis fuese completo, sólo faltó que ella dijese lo que dijo:

—Tenía táaantos deseos de conocerle, señor Debido...

Ya sé que, ahora, por culpa de lo que sucedió, soy muy conocido. No ignoro que ustedes han oído hablar de mí hasta la saciedad. De que mis fotos han salido desde Lib hasta Cambio 16. De que, a mi pesar, me he convertido en un hombre popular.

Debo decir, sin embargo, que en aquel momento yo no imaginaba nada de eso. En aquel momento sólo se me ocurrió decir:

—Fafafamanuel Drrrredibo... Encantado... Yo...

Mi imaginación desbocada me hizo creer que ella también farfulló:

—Yo... este... esperaba hace tiempo... No sé... Bueno, usted me comprende...

Y la comprendí.

El chuleta de playa gesticulaba al otro lado del cristal y se encendió una luz roja donde estábamos. Celia (ahora sí que ya puedo decirlo, ¡Celia!) habló frente a uno de los micros:

—Con nosotros, en Gentes con algo, un personaje al que esperábamos desde hace tiempo: el importante arquitecto Juan Manuel Debido...

Lo hizo tan bien , como cuando yo la escuchaba en casa, que apenas si me di cuenta de que debía contestar algo:

—Soy el primer fan de este programa, Celia. Y el estar hoy aquí, contigo, es algo que sé que me envidiarán todos los oyentes —escuché que alguien lo decía. Ese alguien era yo.

No recuerdo qué más cosas dije. Y, después de lo que sucedió, tampoco lo recuerda ningún otro oyente del programa. Lo que nadie ha podido olvidar, en cambio, fue lo otro.

Debió comenzar a los cinco minutos escasos de programa. Al principio pensé que se trataba de mi imaginación desbocada. O del nerviosismo que me producía la entrevista en directo. Pero no. Me encontraba extraña y plácidamente tranquilo con Celia. Mis palabras salían ordenadas, formando frases coherentes. Y quiero pensar que hasta ingeniosas. Si aquello no hubiese tenido término, creo que habría podido hablar indefinidamente.

Algo sucedió, sin embargo. Fue la mano de Celia, que se posó, como por descuido, en mi muslo izquierdo. Ella preguntaba. Y yo contestaba. Mientras ella preguntaba y yo contestaba, su mano se deslizaba rítmicamente en una superficie de cinco centímetros.

Noté que me azoraba primitivamente, justo cuando decía:

—Concibo la arquitectura como a una mujer. Hay que dejarle libertad, para que sueñe fantasías, pero saber poseerla a tiempo, para que nos entregue toda la pasión y la lujuria que encierra.

Quizás eso era muy cursi, pero Celia no pareció darse cuenta.

—En las manos de usted —replicó—, la mujer y la arquitectura deben vibrar hasta perder la cabeza.

Ahora me doy cuenta de que eso también era cursi. Entonces sólo noté que algo se hinchaba en mi entrepierna, hasta que el bulto tropezó con la mano suave de Celia.

No recuerdo exactamente cómo terminó la entrevista. En algún momento, Celia, con la mano libre, movió una clavija y se apagó la luz roja. La otra mano se extasió donde estaba. Una música chabacana comenzó a sonar. Era el disco que acababa de poner el tipo del control de sonido. El chuleta de playa cogió un chicle pegado bajo una mesa, hizo unos gestos simiescos al otro lado del cristal, como diciendo que tenía algo importante que hacer en algún sitio, y Celia y yo quedamos solos en el pequeño recinto a este lado de la pared de vidrio.

—Tengo media hora libre hasta el siguiente programa —dijo Celia, con una voz cadenciosamente baja, mientras su mano continuaba sin retirarse de donde estaba.

—Yo también —balbucí, mirando sin darme cuenta la mano y el bulto que huroneaba bajo ella.

—¿Le molesta mi mano? —preguntó, al atajar mi mirada.

—No. Es una mano muy suave —repliqué, acariciándola tenuemente y corrigiendo con disimulo su posición hasta que se sobrepusiese a parte del montículo.

Ella lo presionó suavemente.

—Me gustan los hombres sensibles —afirmó, mirando mi entrepierna.

—Yo... —empecé a ponerme nervioso— quizá deba marcharme.

—¿Por qué? ¡Si ahora podemos conocernos mejor!

Y, para corroborarlo, aproximó su cuerpo al mío. Su pecho derecho, ceñido por un vestido verde ajustado, chocó con mi brazo. Noté que no llevaba sujetador y dije una estupidez:

—¿Las locutoras no lleváis sostenes?

Al reírse, todo su cuerpo se separó de mí.

—Pues no —comentó, con una sonrisa clara como un día de agosto—. ¿Quieres comprobarlo?

Ante de que pudiese obsequiarle con una evasiva, soltó tres botones de su vestido y un pecho redondo y lozano quedó al borde del precipicio verde, sin atreverse a saltar por él.

—Son de verdad —seguía riéndose—. Ven, compruébalo —y acompañando las palabras con la acción, asió mi mano derecha y la introdujo en aquella dulce grieta.

Mi mano, torpe, tropezó con una forma curva y firme. Espabilándose, se acomodó a aquella suave superficie y se entretuvo con un pezón enhiesto, agresivo, de excitante color cárdeno.

Cuando me di cuenta, los labios de Celia se habían posado en los míos. Un hálito mínimo los agitaba cuando tomaron la forma de un beso. Mi lengua comenzó a juguetear en aquella superficie partida hasta que se abrió como una sima y penetró en ella, agradeciendo a su paso la calidez de la cueva, acariciando sus recovecos.

Mis manos, libres ya de prejuicios y torpezas, revoloteaban por el torso firme de Celia, extasiándose en sus pechos entregados como dos fortines, que se acomodaban felices al hueco de mis manos.

Celia exhalaba un jadeo suave y anhelante. Sus ojos brillaban con un deseo sin hipocresía. El fino olor de nuestros sexos que pedían satisfacción nos envolvía.

Al pronto, el temor puso rigidez a mis músculos.

—Puede venir alguien —dije, intentando recuperar la pose envarada de una visita.

Celia se tendió a lo largo, riéndose burlonamente.

—No seas tonto. Antes de media hora no vendrá nadie. Lo juro.

Al echarse, la falda subida de Celia dejaba entrever una oferta ilimitada de placeres en el lugar donde acababan sus muslos.

Mis dedos corrieron presurosos hacia allí mientras Celia, con una eficacia a prueba de sastres, desataba los botones de mi bragueta.

Sus manos cálidas acariciaron amorosamente mi sexo. El pene, libre ya de estrecheces, creció en todo su deseo y a ella se le escapó un amortiguado "oh", preludio de todas sus esperanzas.

Comenzó a besarlo con ternura, con mimo, con una dedicación solícita y cuidadosa, como a un niño delicado. No sé cómo, pero sobre el banco corrido del locutorio invertimos la posición de nuestros cuerpos. La airosa braga de lino se deslizó fácilmente sobre sus nalgas y me encontré ante un montículo húmedo y espeso, en el que los matorrales se abrían como un ejército rendido, mostrando otros labios que me pedían un beso.

Mientras mi boca se acomodaba a aquella nueva abertura, en el otro extremo de mi anatomía el pene retozaba alegre en la humedad de la de Celia, agitándose y agigantándose con las caricias de una lengua que lo recorría amorosamente.

Coincidiendo nuestros impulsos, recuperamos simultáneamente la posición frontal. Sentados, frente a frente, nuestros cuerpos se aproximaron para que nuestros sexos se encontrasen. Y lo hicieron.

Para que mi falo pudiese penetrarla, Celia izó su pubis, apoyándose en el codo izquierdo. No hubo apenas embestida porque la vagina me esperaba como un yermo sediento que aguarda el agua.

—¡Así, así! ¡Penétrame! ¡Fóllame! —jadeaba Celia, atrayendo con sus manos mis caderas.

—¡Te deseo tanto! —exclamé.

—¡Así, así! ¡Más! ¡Oh, cómo noto tu gran polla! —seguía ella, dejándose llevar por el vértigo de la entrega.

—¡Qué buena estás! —dije, poniendo una nota de vulgaridad.

—¡Así, así! ¡Todo! ¡Todo ese pene para mí! —continuó exclamando ella, antes de quebrar sus frases en un grito gutural de placer.

En algún momento me pareció observar la luz roja de cuando habíamos emitido el programa, pero lo atribuí a la ensoñación erótica de que estaba gozando.

Sólo supe que algo grave ocurría cuando al otro lado del cristal irrumpieron como caballos desbocados cuatro tipos. El de delante era el chuleta de playa. Estaba de color verde y se le había caído el chicle de antes. De los otros tres individuos, dos permanecieron callados. Y hasta diría que con cierto recochineo. El que no callaba era un tío gordo y colorado, al borde de la apoplejía. Se desgañotaba como un loco, hacía gestos de lunático con las manos, se mesaba los cabellos y golpeaba frenéticamente el cristal que nos separaba de él. Jamás he comprendido cómo era capaz de hacer todo eso al mismo tiempo.

Celia, pálida, recomponía sus vestidos como podía. Yo, aterrado, ya me veía ante un pelotón de fusilamiento.

Con la bronca que se armó, apenas si me enteré de lo que pasaba. El chuleta de color verde manejó algo y la luz roja del locutorio, que sí estaba encendida, se apagó de golpe.

—¡Inaudito! ¡Terrible! —barbotaba el tipo gordo—. ¡Qué escándalo! ¡Hasta el gobernador civil ha llamado!

—Y justo en medio del programa femenino —se complació uno de sus ayudantes.

—¡Les juro que no sé cómo ha podido ocurrir! —gemía el chuleta de playa, retorciéndose como un ofidio.

Por un momento, todos hablaron simultáneamente, arrancándose las palabras unos a otros, como los niños cuando disputan sobre quién ha hecho la meada más larga.

Por encima de su algarabía, entendí que el coloquio amoroso entre Celia y yo, con jadeos y ruidos anatómicos incluidos, había salido por las ondas, sobreponiéndose a un programa femenino de mucha audiencia en el que trataban de jardinería. El chuleta de los instrumentos de control decía que eso era técnicamente imposible.

—¡Ni técnica ni pollas! —se desgañitaba el gordo.

Yo, como si la historia fuese con otro, recordé que, cuando Celia se acomodó para que la penetrase mi pene, se apoyó en el codo izquierdo. Entonces debió haber tocado algún mando.

No tuve tiempo de pensar más porque una pareja de policías me estaba sacando ya del estudio.

En la puerta, parece increíble, estaban tres fotógrafos que ignoro cómo se habían enterado del asunto, a no ser que fuesen aficionados a la jardinería. A los clicks sucesivos de sus máquinas se superpusieron voces airadas de gentes que iban llegando y amontonándose en la puerta. La vergüenza que sentí me impidió saber qué decían.

Sólo estuve treinta y seis horas en comisaría, aunque la multa fue de órdago. Allí supe en seguida que la cosa no me iba a ir tan mal. Pasado el momento en que vi mi carrera por los suelos, en que pensé en suicidarme, en el que imaginé el rubor y el sofoco de mi madre al enterarse de la noticia, el optimismo me llegó de labios de un inspector:

—¡Qué mano tiene usted para las mujeres! —me dijo, admirativamente— ¿Se le dan siempre así de bien?

Entró otro inspector sonriente y me ofreció un Winston:

—¡Lástima no haber oído el programa! —se disculpó, mientras se presentaba, todo ceremonioso, como Luis Menéndez— ¿Está tan buena como dicen?

—El amigo Debido es un tipo que las encandila —interrumpió el primer inspector, dándome una palmada de complicidad en el hombro—. ¡Llegar y besar el santo!

—Besar y follar —corrigió el otro, en una extraña competencia por ver quién me halagaba más y de quién me hacía yo más amigo.

Cuando salí de comisaría, había conocido ya al comisario, a seis inspectores, cuatro números y dos subalternos que, sistemáticamente, se habían despedido de mí diciéndome:

—Don Juan Manuel, ya sabe dónde me tiene. Quedo a sus órdenes.

Aunque era de noche cuando me soltaron, calculo que en la puerta había doscientas personas esperándome. Prorrumpieron en aplausos y vítores. Oí cómo se descorchaba alguna botella de champán. Gente desconocida me abrazaba. Me pedía autógrafos. Me hacía proposiciones. Casi todo el público que había allí era femenino y me pareció ver muchas miradas febriles y húmedas.

Desde entonces, ya lo saben ustedes, mi vida ha sido así todos los días. Celia dejó la radio y se ha convertido en esa estrella de cine tan conocida. Me llamó el otro día, antes de ir a París para rodar una coproducción con Alain Delon.

—Todo te lo debo a ti, cariño —me dijo—. ¡Y no sabes cómo gocé aquel día! Tengo ganas de volver a encontrar tu pene, de llenar mi boca con él, de estar un largo rato juntos.

—Pero esta vez en la intimidad, sin radiarlo —ironicé.

—Claro —me replicó, con toda la seriedad del mundo—. Mi representante ha dicho que no lo radiemos si no es por tres millones de pesetas.

Al colgar el aparato, calculé quién gana más dinero, si Celia o yo. De momento, no puedo quejarme. He abandonado mi carrera, pero cobro medio millón por cada exclusiva para una revista. Me invitan a todas las fiestas de la alta sociedad, mediante una tarifa fija. Y, cuando una señora quiere pasar un fin de semana conmigo, le sale por un pico. Todo eso, sin tener que declararlo a Hacienda.

Lo único que me preocupaba era la reacción de mi madre. Me llamó por teléfono:

—Juanito —oí su voz—, no sabes lo orgullosa que estoy de ti. Te has convertido en una celebridad y todas las señoras de la peluquería arden en deseos de conocerte.

—¿Nnnnno te importa...? —conseguí decir.

—¿Importarme? ¡Si desde que eres famoso viene el triple de clientes a la peluquería! He puesto una enorme foto tuya en la entrada y ahora cobro el doble.

Así es mi mamá.

Enrique Arias Vega
ariasvegaenrique@gmail.com

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