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Del libro de cuentos "Nada es lo que parece" (Ediciones Beta III Milenio.- Bilbao)
 
 

El Cibercafé
Enrique Arias Vega
ariasvegaenrique@gmail.com

 
 

A ella no le gustaba la informática, ni la tecnología, ni la comunicación on-line. Por eso, cuando él le propuso entrar en aquel minúsculo cibercafé para ver su correo electrónico, ella prefirió volver al hotel.

—Te espero allí. Leeré una revista o miraré la tele y así no me aburriré. No sabes lo pesado que te pones con tus chats dichosos.

—Pero mujer...

La del marido sólo fue un esbozo de disculpa. Desde que había visto el coqueto ciber, con su reclamo rutilante en la fachada, deseó fervientemente pasar un rato navegando en internet. No importaba que estuviesen haciendo turismo en aquella ciudad. Total, sólo iba a ser un rato.

Cuando ella, camino de la parada de taxis de la esquina, se giró para ver a su esposo, éste entraba con determinación en el diminuto establecimiento informático.

No volvió a verlo nunca más.

Al anochecer se quedó dormida encima de la cama. No se había cambiado de ropa ni había cenado, esperando que Luis volviese a recogerla. Cuando se dio cuenta de dónde estaba eran más de las 2 de la mañana. Su marido no había regresado al hotel.

Preguntó en recepción. Nada.

Inquieta, pidió un taxi. No recordaba a ciencia cierta la ubicación del establecimiento por delante del cual habían pasado, pero sí la zona donde había dejado a su marido. Empezó, pues, un patético peregrinar en coche por una ciudad desconocida, cambiante, con perfiles hostiles, más inquietante cuanto menos familiar le resultaba.

Tras dos horas de desquiciado deambular en coche, le pareció reconocer el lugar.

—¡Allí! ¡Allí! ¡Al doblar aquella esquina!

—Oiga, que es dirección prohibida...

—No importa, pare en la entrada de la calle.

El taxista, con una obediencia estólida y cansina, dio un giro de volante y se detuvo donde ella le señalaba.

—No puede ser —dijo la mujer, tras un instante de desconcierto.

—Perdón —le respondió el taxista, sin entender lo que quería transmitirle su pasajera.

—¡Si esta tarde estaba aquí...!

—¿El qué?

—El cibercafé.

—Habrán echado el cierre —replicó el hombre.

—No, no. Había un rótulo llamativo y un pequeño escaparate con ordenadores y esas cosas.

—Lo que le digo. Habrán echado el cierre para que nos les roben, que ésta es una zona peligrosa a estas horas.

Desconcertada, la mujer decidió volver allí cuando fuese pleno día. Las cosas se ven más claras entonces que a las cuatro y media de la madrugada. Tomó nota de la dirección y esperó en el hotel, despierta, a que se iniciase el horario comercial.

Su marido no regresó en lo que quedaba de noche.

A las diez en punto de la mañana, tras una ducha y tres cafés, sin ningún síntoma de fatiga, ella estaba allí, donde la víspera había un cibercafé y ahora sólo quedaba un pequeño local vacío y deteriorado, con un modesto cartel: "Por alquilar"

Preguntó a una mujer que pasaba:

—No recuerdo que haya habido aquí una tienda como la que usted dice –contestó la otra--, pero yo no frecuento mucho este lugar.

El portero de una casa en la manzana contigua tampoco fue más explícito.

—No creo. Me suena que ese local lleva vacío bastante tiempo. Una vez hubo allí una mercería.

Más que cansancio le entró una súbita sensación de impotencia. De desánimo. Nadie de los que pasaban por allí le aclaró nada de nada.

Llamó al hotel. No había ninguna noticia de su marido. Notó un ligero desfallecimiento. La policía. ¡Eso es! ¡Tenía que acudir a la policía!

En la comisaría debió esperar que atendiesen a otras personas. A esas alturas, el cansancio, el nerviosismo y el desconcierto le hicieron expresarse con dificultad cuando le llegó el turno:

—Ha desaparecido... La tienda ya no está allí.

Al final, alguien pareció entender lo que estaba sucediendo.

—O sea, que usted ha perdido a su marido.

—No, no. Él ha desaparecido dentro de un cibercafé que no existe.

La frase no podía ser más absurda.

Vuelta a empezar. Percibió el cruce de miradas de su interlocutor con otra persona que debía estar a su espalda. Era evidente que no la tomaban en serio. Para salir de aquel atolladero absurdo, preguntó finalmente al policía:

—¿Pueden venir ustedes conmigo al lugar donde ha desaparecido mi marido?

Un coche patrulla la llevó a la dirección que tenía apuntada en un papel arrugado y casi ilegible por su manoseo nervioso. El triste y abandonado local no dio ninguna pista.

—Aquí abren comercios y los cierran en dos días, qué quieren que les diga —obtuvieron del propietario de una tienda próxima.

—Sí, allí hubo hace poco una librería esotérica —dijo un vecino.

Fue todo lo que consiguieron.

De vuelta en la comisaría, el policía de antes —¿un inspector?— estuvo más amable. La mujer había envejecido varios años en pocas horas. Era evidente. De ahí, quizás, la compasión del paciente funcionario.

—Aparecerá, no se preocupe. Estas cosas ocurren...

—Pero el cibercafé estaba allí —repetía la mujer como un sonsonete, estrujando entre sus manos lo que quedaba del papelito con la dirección del establecimiento que se había desvanecido en el aire.

—Pondremos el nombre de su marido entre los de las personas desaparecidas y eso será definitivo para resolver el caso.

El hombre trataba de insuflar alguna esperanza, aunque maldito si lo parecía. Otro compañero que acababa de entrar en la oficina se volvió, movido por la curiosidad.

—¿De qué se trata? —inquirió.

El inspector que atendía a la mujer se lo llevó a un aparte, donde ella no pudiera oírlos:

—Nada. Una pobre mujer que dice que su marido ha desaparecido en un cibercafé que resulta que no existe. Ya ves

—¿Cómo que no existe?

—Pues que ella dice que él estaba allí, en la calle del Serrallo, en un local vacío, y cuando hemos ido al lugar ni existe el tal cibercafé ni hay indicios de que halla existido nunca.

El recién llegado enmudeció. Arrugó su frente en un ejercicio físico de concentración mental y comenzó a palidecer. Acabó mirando a su compañero con dos ojos grandes como dos faros.

—¿Quieres ver una cosa? —dijo al cabo de un rato. Y llevó al otro hasta un archivador de su propio despacho. Sacó dos expedientes.

El primero decía: "Desaparición en un presunto bar de la calle Pintor Quintana. No se demuestra que exista tal bar". En el segundo podía leerse: "Denuncian que entró en un estanco y no volvió a salir. Los vecinos dicen que no hay tal estanco".

—¿De cuándo son estas historias?

—Una de hace cinco años, y la otra, de dos.

—¿Y...?

—Pues que nunca ha vuelto a saberse nada más de los desaparecidos.

—¿Tú qué crees?

—Yo no creo nada. Lo único que veo es que ahora es la tercera vez que sucede lo mismo. Y los tres casos han ocurrido en la misma zona.

El inspector sabía, sin verlo, que la mujer sentada ante su mesa, allá al fondo no les quitaba el ojo de encima a través de la cristalera. Así que procuró esbozar una sonrisa tan falsa como los rolex que venden los chamarileros:

—¿No hay ninguna pista? —preguntó, manteniendo su expresión de hipócrita optimismo.

—Ninguna. Ya ves que se trata de casos cerrados.

—¿No serán, simplemente, maridos que desaparecen para huir de sus mujeres?

—Pudiera ser, pero no lo creo. En ambos casos se trataba de parejas que se llevaban magníficamente ¿Y tú qué opinas de este otro asunto?, ¿piensas que él quería lagarse?

—No lo sé. En principio, no lo parece. Ella está muy segura de haber visto el establecimiento.

Entonces, por un momento, le acometió como una premonición y vio, dentro de un año, o dos, o tres, a un par de inspectores como ellos hablando allí mismo de un nuevo caso de desaparición absurda. Uno de los dos se acordaría de lo de ahora y exhumaría el cerrado expediente del cibercafé para comprobar que tampoco entonces se había averiguado nada. Diría a su compañero:

—Un caso muy extraño. Jamás se volvió a tener noticias del marido...

Aquella nítida anticipación del futuro lo descorazonó. Lo único que se le ocurrió para justificarse, en su impotente desesperanza, fue girarse hacia la mujer que les miraba expectante a lo lejos y sonreírle como si todo fuese yendo fantásticamente bien y ellos estuviesen a punto de solucionar el caso.    

(Accésit del Premio Ediciones Beta de Relato Corto (2005). Publicado en el libro Patrisita y otros relatos.- Ediciones Beta III Milenio.- Bilbao, 2005)

Enrique Arias Vega
ariasvegaenrique@gmail.com

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