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Miguel Hernández y el misticismo Ensayo de Guzmán Álvarez |
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El presente tema abarca dos fases: corresponde la primera al deseo de alcanzar un grado místico; la segunda al propósito de expresar su enardecimiento erótico mediante un adecuado lenguaje. Hay entre ambas un lapso de tres años aproximadamente, sucediendo entonces la ruptura de su creencia religiosa. Primera fase. La constituyen tres poemas: «Cántico corporal», «Cuerpo y alma» y «Primera lamentación de la carne». En los tres poemas la expresión está amoldada frecuentemente a construcciones antitéticas, a geminaciones de palabras de igual forma y opuesto sentido, y a otras figuras verbales propias de la retórica mística. Todo lo cual revela la posición del ser que se siente hostigado por una razón anímica. Al situar ésta en el campo poético, Miguel Hernández se coloca, en el fondo, más cerca de Santa Teresa que de San Juan de la Cruz; más próximo a la anión esencial directa que a los deliquios propios del lugar ameno unitivo. Veremos esto y el giro que toma últimamente. En un principio, Miguel adopta expresiones tan irracionalmente contradictorias como Santa Teresa. De su «Cántico corporal» es la siguiente estrofa: Te veo en todo lado y no te encuentro, y no me encuentro en nada; te llevo dentro y no me llevo dentro, ¡ay! vida mutilada, yo, mi mitad, ¡oh Bienenamorada! Recordemos de Santa Teresa la cancioncilla «Vivo sin vivir en mí», y leamos la glosa que hizo a propósito; y veamos al mismo tiempo las diferencias que hay entre ella y la que hizo San Juan de la Cruz a idéntica cancioncilla[1], Aquí, en San Juan de la Cruz, está más matizado el contraste; el anhelo místico está mejor engarzado en el discurso poético. Todo este fino artificio verbal connota una situación de desasosiego en ambos místicos. Partiendo de este estado, vamos a fijarnos en algunas peculiaridades de la expresión de Miguel Hernández, y veremos la diferencia existente entre él y aquellos. Escribe en el mismo «Cántico corporal»:
Yo ya no soy: yo soy mi anatomía. ¿Por qué de mi desistes, peligro de mis venas, alma mía... ¡Ay! la flor de los tristes vas a dieta de amor como de alpistes. Aquí ya nos encontramos con lo que buscábamos nosotros y lo que angustia al poeta: basado en su cuerpo tangible («yo soy mi anatomía»), siente la necesidad enfebrecida de situar ese complemento de su vivir existencial que llamamos alma, en su cuerpo, de enraizarlo en él. A ese estado dedica varias estrofas más, terminando con una singular súplica acordada a todo el poema: El metaforismo («Patria ... página del ceño...») no oscurece, sino que aumenta, el deseo claro, definido del poeta. Sería en oíros términos: Sintiéndose junto a mí, como te siento aquí, en la tierra, deja toda promesa celeste y únete a mí aunque («si tú», usual construcción en Miguel Hernández) seas «mi ruina». Ahora es cuando podemos ver la diferencia que separa al místico de Miguel Hernández: el sentido del mensaje de aquél está originado en la divinidad; el de éste, en el vivir humano. Consecuentemente, el deseo de unión tiene también diferentes resultados, como veremos en el caso de Miguel solamente. |
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Como hemos podido apreciar ya, el intento místico del poeta oriolano no pasó de la primera puerta. A lo único que aspiraba fue a unir el alma con el cuerpo (Dios no está expreso). Pero no termina aquí su inquietud: se dirige al campo ascético sin pensar tampoco en la divinidad, a la que ni siente. Su estado metal poético quiere elaborarle al alma una residencia puramente ascética. Los materiales que emplea son vocablos distribuidos en grupos muy contrastados. Lo bueno y lo malo están en pugna constante sin interferirse. En una rica gama de goces y pesares representados por elementos naturales principalmente, y mediante enunciados de estados anímicos, va formulando una constante condena al cuerpo y un eterno laudes al alma. El verso corto heptasílabo, forma una frase muy concisa, de claro y tradicional simbolismo contenido en un sólo verso: ¿Un rosal o un espino? o un dístico con los dos versos en contraste, como el anterior: ¿Un vergel? para el cuerpo. ¿Un campo? para el alma. A veces el contraste está formado por dos tercetos: A pesar de su aspecto, la azucena es un vicio. La naranja un pecado. ¡Oh virtud del olvido! ¡Oh alma en pie del almendro! ¡Oh grandeza del trigo! Hacia la mitad se observa una ligera variación en cuanto a distribución de unidades temáticas y hasta estróficas. Hay menos esquematismo, aparece la frase a veces más ampliamente discursiva: hay hasta un romancillo en el que se ha introducido el contraste entre «otros y yo» que sella el poema y afirma su posición adecuada al sentido del mensaje con dos versos afirmativos: Me despojo del cuerpo... Me venzo, mi enemigo... Se ha quedado en la zona ascética del itinerario místico. Pero tampoco se mantiene en ella, en el poema siguiente a los dos anteriores titulado «Primera lamentación de la carne» muestra un estado de lucha que contradice —humanamente— el triunfo ascético anterior. Todo el poema está escrito sobre una frase simbólica de gran finura, mezclada a términos anatómicos rudos, metaforizados a veces. La llegada de la primavera, empujada por el potente sol, ya inquieta al poeta, que emplea sus más sutiles armas simbólicas para detenerla: No seas, primavera; no le acerques, quédate en el alma, almendro: sed tan sólo un propósito de verdes, de ser verdes sin serlo. El marcado asimismo muestra aún mayor fuerza en esta otra estrofa: Por qué os marcháis, espirituales fríos, eneros virtuosos, donde mis fuegos imposibilito y sereno mis ojos. El ruego a la muerte, del que reproduzco una estrofa, será finalmente su único recurso: Oh muerte, oh inmortal almendro cano: mondo, pero florido, sálvame de mi cuerpo y sus pecados, mi tormento y mi alivio. Esta extraña simbolización de la muerte, la «flor» del «almendro», fue considerada esencialmente en una estrofa anterior como la madre tierra. Así pues, la invocación a la muerte no se refiere aquí al símbolo convencional de la guadaña, sino, en el fondo, al primigenio de la Madre Tierra, el cual será más adelante usual en el poeta. Pero este ferviente ruego de salvación no es de renuncia absoluta: mientras esté en el mundo, sintiendo la vida, aunque sea mala, hay que gustarla:
La desgracia del mundo, mi desgracia El resultado de la batalla antinómica entre erotismo y ascetismo, tiene, un par de meses después, engarce con los poemas de El Rayo que no cesa. Segunda fase. Se encuentra en la trilogía «Hijo de la luz y de la sombra», primera parte. Comienza en la estrofa 2.a y abarca hasta la 7.a (el orden del comentario no sigue la enumeración ordinal). Estrofa segunda Forjado por el día, mi corazón que quema lleva su gran pisada de sol adonde quieres, con un solar impulso, con una luz suprema, cumbre de las mañanas y los atardeceres.
Estrofa tercera Daré sobre tu cuerpo cuando la noche arroje su avaricioso anhelo de imán y poderío. Un astral sentimiento febril me sobrecoge, incendia mi osamenta con un escalofrío. Ha surgido la sustancia verbal, similar, en algunos pasajes, a la de los místicos, principalmente de la «Noche oscura del alma»; coincidiendo algunas veces en la enunciación de los estados sicológicos previos a la unión anhelada, como en el ejemplo siguiente: «cuando la noche arroje» anuncia Miguel Hernández el encuentro con su esposa (est. 3.a); «En una noche oscura», comienza su salida S. Juan de la Cruz. La enfebrecida situación en que se encuentran los dos amantes, está similarmente denotada en estas dos muestras: «mi corazón que quema» se lee en Miguel (est. 2.a); «la (luz) que en el corazón ardía», en S. Juan (est. 3.a, «Noche»...). La semejanza verbal vuelve a presentarse en la estrofa cuarta de «Hijo...» y séptima de «Noche»: «aire de la noche» en aquélla y «aire de la almena» en ésta. En ambas tiene «aire» semejantes cualidades actanciales de sujeto; pero la función es distinta, con dos resultados que sólo concuerdan en la sustancia verbal, puesto que, si en el caso de «Hijo...», el «aire» tiene como misión excitar la pareja al acoplamiento previamente, en la «Noche...», el «aire...» está ya operando en el acto místico y dando continuidad embargadora. Ahora podemos figurarnos rectamente que los estados de ánimo en ambos casos corresponden a diferentes finalidades de composición poemática: la de Miguel Hernández va dirigida a conseguir un clímax orgánico; la de S. Juan de la Cruz nos muestra ya un éxtasis divino. Estrofa cuarta El aire de la noche desordena tus pechos y desordena y vuelca los pechos con su choque.
Como una tempestad de enloquecidos lechos, eclipsa las parejas, las hace un solo bloque.
Estrofa quinta La noche se ha concedido como una sorda hoguera de llamas minerales y oscuras embestidas. Y alrededor la sombra late como si fuera las almas de los pozos y el vino difundidas.
Estrofa sexta Ya la sombra es el nido cerrado, incandescente, la visible ceguera puesta sobre quien ama; ya provoca el abrazo cerrado, ciegamente, ya recoge en sus cuevas cuanto la luz derrama. Vuelve a surgir aquí S. Juan de la Cruz con sus acendrados sintagmas místicos —ahora de la «Llama de amor viva»— que concuerdan con la incandescencia de los que ha escrito Miguel Hernández. Como anteriormente, se refieren a distintas situaciones del acto erótico, ya que la «Llama...» es un canto a la unión divina que se está realizando. El gran interés que despierta aquí el cotejo de ambos poemas se debe, más bien que a la semejanza formal, a la de contenido. Veamos esto lo más brevemente posible. De Miguel, tenemos que volver a la estrofa quinta, de la que copiamos «la sombra late como si fuera / las almas de los pozos y el vino difundidas», y de la sexta observaremos que el locus donde se va a desarrollar el acto erótico es «incandescente», y que «recoge en sus cuevas cuanto la luz derrama». En la estrofa tercera de la «Llama...», a la que vamos a referirnos especialmente, tenemos «lámparas de fuego / en cuyos resplandores / las profundas cavernas del sentido»... Los casos de igualdad nominal, como versos, son pocos. No obstante, coinciden ambos ejemplos en mantener una alusión común a un tema vital, cuya expresión resulta rectamente incomprensible en ambos poetas. Tratemos, sin embargo, de penetrar en ella recurriendo a los «Comentarios» que hizo S. Juan de la Cruz en su «Llama de amor viva». Ese primer verso de la estrofa tercera «...lámparas de fuego» denomina los atributos de Dios que el alma mística percibe cuando está en contacto con él. Entonces dichas lámparas con sus resplandores le dan al místico abundante luz y extraordinario fuego, Profundas cavernas del sentido: Estamos ante un sintagma fundamental que nos sitúa fuera del estado consciente del místico, no debiendo olvidamos que la «Llama de amor viva» es un canto que notifica el estado místico una vez experimentado (obsérvese que el verso siguiente constituye una oración incidental correspondiente a un estado anímico anterior). Tratemos de penetrar ahora en las notables «cavernas». Corresponden a las virtudes mencionadas en el siguiente orden (que el mismo San Juan de la Cruz no sigue siempre): «entendimiento», «voluntad», «memoria». «Son profundas porque como siente (el alma) que en ellas caben las profundas inteligencias y resplandores de las lámparas de fuego, conoce que tiene tanta capacidad cuantas cosas recibe de inteligencias, de sabores, de gozos, de deleites, etc, de Dios»[2]. Necesitábamos conocer este proceso místico para leer mejor el profano de Miguel Hernández. Efectivamente: al saber ahora que las lámparas de fuego son «atributos de Dios» nos damos cuenta de que el místico opera siguiendo una fuerza que está actuando sobre él, dándole calor y amor mediante resplandores o mensajeros de la divinidad, los cuales están incidiendo en su alma hasta transformarla en sustancia divina. Seguidamente, y, con objeto de que se realice la función mística, aparecen las profundas cavernas del sentido, ubicadas en el alma; y son profundas porque Dios, a quien están destinadas es profundo e infinito. No es necesario extendernos más entrecortando la extensa apología[3]. Si comparamos ahora la acotación hernandiana con la estrofa mística, encontramos relaciones temáticas comunes. La «sombra», por lo que de ella queda comentado, no tiene una relación directa con ésta; pero en su compleja naturaleza sí hay una posibilidad de semejanza, puesto que en su latido inicial semeja poseer ya «las almas de los pozos y el vino difundidas», sobre lo cual, volveremos seguidamente. En la estrofa sexta en donde más claramente aparecen elementos funcionales comunes con la «Llama...». Siendo la sombra incandescente, tiene igual función que las lámparas de fuego mencionadas. Parecidamente sucede con el último verso: «ya recoge en sus venas cuanto la luz derrama» es de similar función a «calor y luz dan junto a su querido», del éxtasis de la «Llama...». Pero donde más afinidad tienen ambos poetas es en el fondo, del que surgen todos estos sintagmas mencionados, y que conviene reproducir ahora juntos: «las almas de los pozos y el vino difundidas» (est. 5.a) «recoge en sus cuevas cuanto la luz derrama» (est. 6/) (ambas de Miguel) «las profundas cavernas del sentido» (est. 3.a) «Oh llama de amor viva, / que tiernamente hieres / de mi alma el más profundo centro» (est. 1.a) (ambas de San Juan) La negatividad del sentido recto está clara en ambos poemas. Pero hay más. Miguel Hernández ha mencionado el vino, elemento que hace latir la sombra donde se va a gestar el niño, San Juan de la Cruz no usa vino en ninguno de los dos poemas que estamos mencionando. Sí lo usa en el «Cántico espiritual», donde se lee «vino», «viña» y «mosto», por voz de la esposa, para manifestar el estado de enajenación en que se encuentra, tan distinto de los ramalazos de deseo que despierta la voz tonante del esposo Miguel en «Hijo de la sombra». Por eso no nos sirven de ejemplo en este caso. Ahora bien, San Juan de la Cruz usa el verso «embriagar»[4], aplicándolo al espíritu de la divina sabiduría, y glosa el Cantar de los cantares con vocablos tales como «entróme el rey en la celda vinaria»[5], o «las raposillas que demuelen la florida viña».[6], semejantemente a embriagar con amor, la primera cita, y vigilar para que se mantenga el inefable estado, la segunda. Ahora podemos ver más claramente la procedencia del significado que se origina en los dos poetas, y que su lenguaje lleva como misión manifestar lo que sienten, no exponer lo que razonadamente saben. De aquí procede la singular vinculación que muestran en sus expresiones. Para sellarla vamos a fijamos en un solo elemento lingüístico: la forma verbal común de dos sintagmas. Sólo eso: un verbo. Y lo más notable en nuestro caso es que se encuentra en dos manifestaciones literarias no semejantes: en la estrofa octava de «Hijo de la sombra» y en el prólogo de la «Llama...», no en el texto. El verbo en cuestión es arder. Veámoslo en los dos contextos: En «Hijo de la sombra», estrofa octava: Pide que nos echemos tú y yo sobre la manta, tú y yo sobre la luna, tú y yo sobre la vida. Pide que tú y yo ardamos fundiendo en la garganta con todo el firmamento, la tierra estremecida. En el prólogo de la «Llama de amor viva»: Y en este encendido grado se ha de entender que habla el alma aquí, ya tan transformada, y tan calificada interiormente en fuego de amor, que no sólo está unida con este fuego, sino que hace ya viva llama en ella, Y ella así lo siente y así lo dice en estas canciones con íntima y delicada dulzura de amor, ardiendo en su llama. Por lo que se refiere a Miguel Hernández, tengamos en cuenta solamente, que la acción verbal compartida con su esposa (ninguna deidad entre ambos) culmina con el inevitable clímax orgánico, elevado a una categoría cósmica completa, y que es coincidente con todo el proceso anterior. En San Juan de la Cruz, fundamentalmente pasa del mismo modo: su alma está unida con la divinidad, y él lo cuenta reflejando la transformación que aquélla siente con palabra más específica y más enardecida que la de Miguel: el momento extático, astral de aquél lo resuelve San Juan mediante expresiones de extrema finura lírica, como «fuego de amor», «viva llama», etc. Ahora que: en el centro de sus almas están ardiendo los dos. Después lo escriben. Nosotros lo interpretamos lo mejor que podemos. Sólo me queda por decir lo siguiente: Para juzgar este proceso humano y místico desde un punto de vista de común arranque, no recurramos, ni al clásico mito pagano Apolo-Dionisios, ni tengamos en cuenta la apologética de la doctrina cristiana. Se trata sencillamente de comprender y valorar una función vital, humana, que se inicia en esa profunda zona de cuevas, cavernas y pozos de nuestra psique, de nuestra alma, donde no penetra el razonamiento y se halla el subconsciente. A este respecto, no debemos olvidar que un poeta ateo de nuestra época, muy herido por la vida, y un fraile carmelita de hace cuatro siglos, ofendido y vapuleado por sus otros frailes, basan su discurso poético en esa zona profunda del ser humano donde se encuentran el origen de la vida y del impulso místico. Notas:
[2] S. Juan de la Cruz, Ed. Planeta, S, A., 1986, p. 419.
[3] Ib., pp. 349-433.
[4] San Juan DE la Cruz, Ob. citada, pp. 410 y 412.
[5] San Juan DE la Cruz, Ob. citada, pp. 410 y 412.
[6] San Juan de la Cruz, Ob. citada, pp. 410 y 412. |
Ensayo de Guzmán Álvarez
Publicado, originalmente, en: Actas del X Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas - Barcelona, 21-26 de agosto de 1989
Link: https://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/10/aih_10_2_070.pdf
Ver, además:
Miguel Hernández en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
Email: echinope@gmail.com
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