Susan Sontag, ante la representación de la tortura

Susan Sontag, Regarding the Representation of Torture

Ensayo de Juan Albarrán Diego

Universidad Autónoma de Madrid

juan.albarran@uam.es

Resumen

En varios de sus trabajos, Susan Sontag trató de pensar las potencialidades y limitaciones de las imágenes de y ante el sufrimiento de otros seres humanos: ¿nos ayudan a comprender o nos insensibilizan?, ¿en qué contextos y regímenes de circulación son capaces de generar solidaridad hacia las víctimas?, ¿en qué condiciones fueron producidas y recepcionadas las fotografías de torturas infligidas a prisioneros en Vietnam -en los años setenta- e Irak -en los dos mil-, y hasta qué punto esas condiciones modifican la percepción social de las violaciones de los derechos humanos? El presente artículo trata de localizar, analizar y poner en valor las aportaciones de Sontag sobre las fotografías de atrocidades, en general, y de tortura en particular.

Palabras clave: Derechos humanos, fotografía, Sontag, tortura.

Abstract

In some of her works, Susan Sontag tried to reflect about the images representing the suffering of human beings: do they help us understand or do they desensitize us? In what contexts are they capable of generating solidarity? Under what conditions were the photographs of torture -in Vietnam or Iraq- produced and received, and to what extent do these conditions change the social perception of torture? This article tries to analyze Sontag’s main contributions on pictures of atrocities, in general, and on photographs of torture in particular.

Keywords: Human rights, photography, Sontag, torture.

Introducción

El 23 de mayo de 2004, Susan Sontag publicaba en The New York Times Magazine un ensayo titulado “The Photographs Are Us”, reimpreso después como “Regarding the Torture of Others”, y traducido al castellano como “Ante la tortura de los demás”[1]. El texto planteaba un análisis de las imágenes que mostraban a policías militares estadounidenses torturando a supuestos insurgentes iraquíes en la prisión de Abu Ghraib en el otoño de 2003. El 28 de abril de 2004, apenas un mes antes de la publicación del artículo, el programa 60 Minutes II de la cadena de televisión cbs había difundido un primer conjunto de imágenes de la prisión tomadas, en su mayoría, con las cámaras digitales de Sabrina Harman y Charles A. Graner.

En marzo de 2003 había aparecido el último libro que Sontag publicó antes de su fallecimiento en diciembre de 2004. Ante el dolor de los demás (Regarding the Pain of Others) es una indagación sobre las imágenes del sufrimiento humano: fotografías de calamidades, atrocidades, guerras, masacres y crímenes diversos -la tortura no aparece de manera explícita en ese libro-. Sontag se pregunta si esas imágenes nos ayudan -o no- a comprender las causas del dolor ajeno, si pueden desencadenar un sentimiento de empatía con respecto al sufrimiento de terceras personas, e incluso, una respuesta ante las causas de este.

En cierto modo, este libro se interpretó como una prolongación de Sobre la fotografía (On Photography, 1977), una compilación de siete artículos que habían aparecido en The New York Review of Books entre 1973 y 1977. Sobre la fotografía tuvo una muy buena acogida y se convirtió de inmediato en un texto fundamental en el campo de la teoría fotográfica, que entonces tenía pocos referentes sólidos. El ensayo que abre el libro, “En la caverna de Platón”, apareció bajo el título “Photography” el 18 de octubre de 1973, treinta años antes de la publicación de Ante el dolor de los demás. En esos momentos, la autora ya era una intelectual muy reconocida en Estados Unidos y Europa. Ensayos publicados a mediados de los sesenta como “Contra la interpretación” o “Notas sobre el Camp” habían generado un considerable interés y no menos polémica, sobre todo por su capacidad para erosionar las barreras entre cultura elevada y popular. Tras algunos años apartada de la escritura, la exitosa exposición sobre Diane Arbus que el MoMA inauguró en 1972 había animado a Sontag a emprender la redacción de una serie de ensayos sobre fotografía (Schreiber 195).

A lo largo de “En la caverna de Platón”, la escritora ofrece reflexiones, más o menos elaboradas, a veces un tanto contradictorias, a veces algo inconexas -como quien va pensando en voz alta mientras revisa fotografías amontonadas en el suelo de su apartamento-, sobre varios aspectos relacionados con la fotografía: sobre su carácter reproductible, sobre cómo ordenar la enorme cantidad de imágenes existentes, sobre su supuesto carácter probatorio, sobre la belleza o extrañeza del mundo que solo la cámara fotográfica conseguiría desvelar, sobre la naturaleza artística del medio fotográfico, sobre su popularidad y las consiguientes fricciones entre arte y baja cultura, etc. Como Sontag explicó a Jonathan Cott en una entrevista publicada en 1978:

Me interesó escribir sobre la fotografía porque me di cuenta de que era la actividad central que reflejaba todas las complejidades y ambigüedades de esta sociedad. Esas ambigüedades o contradicciones o complejidades son el tema del libro. Así es como pensamos. Y lo interesante para mí es que esa actividad -quiero decir: el hecho de tomar fotos y mirarlas- encierra todas esas contradicciones. Me cuesta pensar en otra actividad donde todas las contradicciones y ambigüedades estén tan integradas (Sontag en Cott 56).

El primer ensayo de los siete que componen Sobre la fotografía es el que mejor ha envejecido o, al menos, el que plantea debates que todavía siguen abiertos, que continúan interpelándonos y nos invitan a reflexionar, entre otros asuntos, acerca de cómo miramos y cómo nos afectan las representaciones de la violencia política. Una pregunta que atraviesa buena parte de la obra de Susan Sontag. El presente artículo tiene como principal objetivo localizar, contextualizar y poner en valor sus aportaciones a propósito de las fotografías de atrocidades, en general, y de tortura en particular. No se trataría tanto de sopesar la importancia de los escritos de Son-tag en el vasto territorio de la teoría fotográfica[2], sino de problematizar sus análisis sobre las imágenes de torturas. En varios ensayos, la escritora estadounidense trató sobre las potencialidades y limitaciones de las imágenes de y ante el sufrimiento de las y los otros: ¿nos ayudan a comprender o nos insensibilizan?, ¿en qué contextos y regímenes de circulación son capaces de generar solidaridad hacia la víctima?, ¿en qué condiciones fueron producidas y recepcionadas las fotografías de torturas infligidas a prisioneros y prisioneras en Vietnam -en los años sesenta- e Irak -en los dos mil-, y hasta qué punto esas condiciones modifican la percepción social de las violaciones de derechos humanos? A continuación, y siempre en diálogo con Sontag, se aventuran algunas respuestas parciales a estas preguntas, asumiendo las “contradicciones, complejidades y ambigüedades” que, como ella misma había señalado, laten tras cada imagen.

Imágenes del horror

En el arranque de la biografía de Sontag publicada por Benjamin Moser en 2019, este rescata una fotografía en la que puede verse a la abuela y la madre de la escritora posando con gesto afligido, como si esperasen un terrible castigo. La imagen fue tomada en Los Ángeles en 1919. Sarah Leah Jacob y su hija Mildred estaban participando en el rodaje de Auction of Souls, una película sobre el genocidio armenio. Sarah, una judía polaca que había emigrado a Hollywood huyendo de los pogromos antisemitas, moriría pocos meses después: “es escalofriantemente apropiado que la última fotografía de la madre y abuela de Susan Sontag esté conectada con la re-escenificación de un genocidio” (Moser 3). En efecto, Sontag dedicó muchas páginas y energías a reflexionar sobre ese tema y, desde la distancia, resulta un tanto sobrecogedor que la referida fotografía pareciese orientar su experiencia vital e intelectual. Especialmente cuando la imagen fotográfica fue el detonante de sus indagaciones sobre la barbarie, siempre guiadas por la capacidad de afectación del medio. Como explicaba en 1973:

El primer encuentro con el inventario fotográfico del horror extremo es una suerte de revelación, la prototípica revelación moderna: una epifanía negativa. Para mí, fueron las fotografías de Bergen-Belsen y Dachau que encontré por casualidad en una librería de Santa Mónica en julio de 1945. Nada de lo que he visto -en fotografía o en la vida real- me afectó jamás de un modo tan agudo, profundo, instantáneo. [...] Eran meras fotografías de un acontecimiento del que yo apenas sabía nada y que no podía afectarme, de un sufrimiento que casi no podía imaginar y que no podía remediar. Cuando miré esas fotografías, algo cedió. Se había alcanzado algún límite, y no solo el del horror; me sentí irrevocablemente desconsolada, herida, pero una parte de mis sentimientos empezó a atiesarse; algo murió; algo gime todavía (Sobre la fotografía 29).

De este modo, su pensamiento con respecto a la imagen fotográfica quedaba marcado por una experiencia dolorosa, por la visión de lo peor que los seres humanos pueden perpetrar contra sus iguales. Las imágenes, afirma en este primer texto sobre fotografía, tienen una enorme capacidad de impresionar, conmover o perturbar al público. Ahora bien, esa afectación no siempre genera una conciencia sobre el dolor de otros seres humanos ni desencadena una acción de repulsa hacia una situación de injusticia: “Sufrir es una cosa; otra es convivir con las imágenes fotográficas del sufrimiento, que no necesariamente fortifican la conciencia ni la capacidad de compasión. También pueden corromperlas. Una vez que se han visto tales imágenes, se recorre la pendiente de ver más. Y más. Las imágenes pasman. Las imágenes anestesian” (Sobre la fotografía 29).

Por tanto, las imágenes son un arma de doble filo. Afectan y anestesian. Generan repulsa, ayudan a tomar conciencia del sufrimiento, pero su sobreexposición también puede adormecernos, insensibilizarnos e, incluso, paralizarnos. Sontag vuelve sobre esta idea en varios puntos: “Para el mal rige la misma ley que para la pornografía. El impacto ante las atrocidades fotografiadas se desgasta con la repetición, tal como la sorpresa y desconcierto ante una primera película pornográfica se desgastan cuando se han visto unas cuantas más”. Y añade: “En las últimas décadas, la fotografía ‘comprometida’ ha contribuido a adormecer la conciencia tanto como a despertarla” (Sobre la fotografía 30).

Este mismo argumento fue retomado por Sontag treinta años después en Ante el dolor de los demás: “las fotografías de una atrocidad pueden producir reacciones opuestas. Un llamado a la paz. Un grito de venganza. O simplemente la confundida conciencia, repostada sin pausa de información fotográfica, de que suceden cosas terribles” (18). La fotografía que nos muestra una agresión contra los derechos humanos tiene, por tanto, un carácter ambivalente. Lo cual no significa que Sontag sea partidaria de regular o restringir su circulación. Su posición al respecto no podría calificarse de iconoclasta, aunque en su escritura sí explicitó ciertas reservas con respecto a los peligros inherentes a la imagen, algo que le valió algunas críticas[3]. En cualquier caso, tres décadas después, Sontag trató de matizar parte de lo expuesto en Sobre la fotografía acerca de cómo la profusión de imágenes embota nuestra capacidad de reacción: “De igual modo que generan simpatía, escribí, las fotografías la debilitan. ¿Es cierto? Lo creía cuando lo escribí. Ya no estoy tan segura. ¿Cuál es la prueba de que el impacto de las fotografías se atenúa, de que nuestra cultura de espectador neutraliza la fuerza moral de las fotografías de atrocidades?” (Ante el dolor de los demás 90).

En su libro de 2003, a la hora de evaluar el impacto de las imágenes, la autora introducía una hipótesis relacionada con los medios en los cuales estas circulan. El problema no sería tanto la fotografía en sí, sino su difusión en las pantallas de los televisores de millones de personas alrededor del mundo. Las imágenes que vemos una y otra vez en televisión terminarían por hastiarnos (Ante el dolor de los demás 90). La sobreexposición a las imágenes de sufrimiento produce cansancio, lo cual no significa que esas mismas imágenes, recepcionadas en otro contexto, por otros medios, no puedan afectar, en el sentido que fuere, al público. Estas reservas hacia la televisión ya aparecían a mediados de los sesenta en sus diarios a propósito de las noticias que las cadenas estadounidenses difundían sobre la guerra de Vietnam. El 28 de julio de 1966, Sontag escribía en París:

Vietnam es la primera guerra televisada. Un happening continuo. Estás allí. Los estadounidenses no pueden decir, como pudieron los alemanes -pero es que no nos enteramos. Es como si la cbs [hubiera estado] en Dachau. Con mesas de debate en la Alemania de 1943 y uno de cada cuatro afirmando que Dachau está mal. La guerra de Vietnam -una enorme producción de circuito cerrado de televisión [...]. Como las imágenes se multiplican la capacidad de respuesta disminuye. La tv es el factor más insensibilizador de la sensibilidad moderna (La conciencia uncida a la carne 188).

Es decir, no son las imágenes las que nos adormecen e impiden ver el sufrimiento de las y los otros, son sus formas de circulación y contextos de recepción. La experiencia que brindaría una fotografía impresa en la revista Life, acompañada de un extenso ensayo firmado por un periodista de prestigio, no es la misma que ofrecería esa fotografía emitida en televisión. En cualquier caso, el sufrimiento es real, existe, nos dice Sontag, está ahí, no es solo un espectáculo, una masa de imágenes anestesiantes cuyo tráfico no puede ser regulado. Además, sería peligroso emitir juicios a propósito de su recepción que presupongan una especie de espectador universal:

es absurdo generalizar sobre la capacidad de respuesta ante los sufrimientos de los demás a partir de la disposición de aquellos consumidores de noticias que nada saben de primera mano sobre la guerra, la injusticia generalizada y el terror. Cientos de millones de espectadores de televisión no están en absoluto curtidos por lo que ven en el televisor. No pueden darse el lujo de menospreciar la realidad (Ante el dolor de los demás 94).

En este punto, cabe preguntarse ¿en qué condiciones son las imágenes del dolor ajeno “productivas”?, ¿en qué circunstancias facilitan la comprensión de una situación que produce sufrimiento?, ¿cuándo consiguen generar en las y los espectadores empatía hacia la víctima a través del conocimiento de sus males? Para Sontag, es fundamental el contexto político en el que se consumen las imágenes. Aunque en sus escritos valora las particularidades de los ámbitos discursivos en que la fotografía significa -tv, revistas ilustradas, un periódico, Internet, etc.-, no le interesa tanto el contexto físico de recepción. Se refiere principalmente al marco social e ideológico en el que las imágenes llegan a las y los espectadores, no a su fenomenología. En Sobre la fotografía, explicaba: “Una fotografía que trae noticias de una insospechada zona de la miseria no puede hacer mella en la opinión pública a menos que haya un contexto apropiado de disposición y actitud”. Es más, continúa: “Las fotografías no pueden crear una posición moral, pero sí consolidarla; y también contribuir a la construcción de una en ciernes” Y, por último, un poco más adelante: “Lo que determina la posibilidad de ser afectado moralmente por fotografías es la existencia de una conciencia política relevante. Sin política, las fotografías del matadero de la historia simplemente vivirán, con toda probabilidad, como irreales o como golpes emocionales desmoralizadores” (26-28).

En Ante el dolor de los demás vuelve sobre esa idea: “Se precisan circunstancias muy impopulares para que una guerra sea verdaderamente impopular” (38). En este pasaje del libro, Sontag se está refiriendo a Vietnam, una guerra clave para comprender sus análisis sobre las imágenes. No hay que olvidar que comenzó la redacción de

Sobre la fotografía en el tramo final de ese conflicto y que había viajado a Vietnam en dos ocasiones durante el mismo. Visitó Hanoi entre el 3 y el 17 de mayo de 1968 por invitación del -y como muestra de apoyo al- Gobierno de Vietnam de Norte. Volvió en febrero de 1973, poco antes de redactar el primero de los ensayos que compilaría en Sobre la fotografía, aprovechando su viaje a China. Tras su primera estancia escribió Viaje a Hanoi, un diario en el que reflexiona sobre las contradicciones que tiene que negociar una intelectual estadounidense muy crítica con la política militar de su país cuando trata de comprender sobre el terreno un conflicto que conoce a través de las imágenes difundidas por los medios de comunicación:

Varios años de lecturas y de ver noticiarios me habían provisto un vasto panorama de imágenes diversas de Vietnam: cadáveres quemados con napalm, ciudadanos vivos en bicicleta, villorrios con chozas cercadas, las ciudades arrasadas como Nam Dinh y Phy Ly, los refugios individuales y cilindricos contra las bombas de fragmentación. Horrores indelebles, pictóricos y estadísticos, suministrados por cortesía de la televisión y The New York Times y Life, sin que uno tuviera ni siquiera que hacer el esfuerzo para consultar libros francamente comprometidos. [...] Pero la confrontación con los originales de dichas imágenes no resultó ser una experiencia simple; verlas y tocarlas de verdad producía un efecto a la vez perturbador y sobrecogedor (Viaje a Hanoi 11).

Pese a que, por razones de seguridad, Sontag no pudo visitar ninguna zona en conflicto -no estuvo en primera línea de fuego, no presenció bombardeos ni combates-, era muy consciente de la distancia que media entre el sufrimiento real que afligía a las y los vietnamitas y las representaciones del mismo que habían informado su visión de la guerra. Sontag explicó que Vietnam fue el primer país en el que pudo ver verdadero sufrimiento con sus propios ojos (Schreiber 151), no a través de representaciones, y lo hizo en un momento en que sus posturas políticas estaban más radicalizadas. Franny Nudelman ha explicado que los viajes a Vietnam fueron determinantes en el desarrollo de su escritura y, en particular, en sus reflexiones sobre la fotografía. En cierto modo, su desconfianza con respecto a la capacidad de las imágenes para capturar y transmitir la realidad y movilizar una respuesta en el público -ver para saber y hacer en consecuencia- estaría directamente relacionada con su experiencia en Hanoi.

Junglas y desiertos

El espectro de Vietnam ha sido enterrado para siempre en la

arena del desierto de la península arábiga.

                                                   GEORGE H. W. BUSH, 1991

Como es sabido, Vietnam pasa por ser la primera guerra televisada. No fue la primera guerra fotografiada -Sontag ofrece un recorrido por la historia de la fotografía de guerra en Ante el dolor de los demás-, pero sí una de las primeras en las que las fotografías de civiles masacrados publicadas en periódicos y revistas, así como los bombardeos sobre población civil retransmitidos por televisión alimentaron un fuerte rechazo en la opinión pública occidental. Entre esas imágenes, había algunas escenas de tortura. En noviembre de 1964, escandalizado por las fotografías de miembros del ejército survietnamita torturando a militantes del Viet Cong que estaban apareciendo en la prensa británica, Graham Greene envió una carta al Daily Telegraph. En ella explicaba que, en el conflicto de Indochina -que Greene había cubierto como periodista y en el que ambientó su novela El americano impasible-, los militares franceses siempre habían torturado. Sabemos, de hecho, que fue una guerra clave en el desarrollo de técnicas y, sobre todo, conceptos y marcos jurídicos que iban a contribuir a expandir y legitimar el uso de la tortura (Rejali 581-591; Robin 20-44). Sin embargo, el Gobierno francés, al menos, había intentado ocultarla. Con la irrupción de Estados Unidos en el conflicto, el escritor señalaba un cambio de paradigma en la visualidad de la tortura:

La novedad de las fotografías de tortura que aparecen ahora en la prensa inglesa y americana es que han sido tomadas con el consentimiento de los torturadores y que se publican junto a pies de foto que no contienen rastro de condena. Parecen imágenes de un libro de zoología sobre insectos: “las hormigas blancas toman ciertas medidas contra las rojas”. Pero estos no son hormigas sino hombres. La larga y lenta marcha hacia la barbarie de occidente parece haberse acelerado. Estas fotografías muestran a torturadores de un ejército que no podría existir sin la ayuda americana. ¿Significa esto que las autoridades americanas aceptan la tortura como una forma legal de interrogatorio? Esas fotos son un signo de sinceridad que demuestra que las autoridades no ignoran lo que está pasando. Pero me pregunto si esa franqueza inconsciente resulta finalmente preferible a la hipocresía del pasado.

Así pues, desde principios de los años sesenta, la tortura era un asunto público, publicado. Aunque sin la visibilidad que adquirirían las fotografías de Abu Ghraib, circulaban imágenes que mostraban lo que sucedía en Vietnam: no solo las consecuencias de la tortura, sino el acto mismo. Las autoridades estadounidenses no parecían estar demasiado preocupadas por esas fotografías, quizás porque había otras -napalm abrasando la piel de niñas y niños aterrorizados, masacres de civiles, soldados mutilados por las minas- que comprometían de manera más directa el apoyo social a esa guerra. Desconozco si Sontag había visto las fotografías de torturas a las que se refería Greene -es muy probable que sí- o si conocía su carta, que fue reimpresa en The New York Review of Books el 17 de diciembre de 1964, lo cual es factible si tenemos en cuenta que colaboró con esa revista desde su primer número (1963) y que era buena amiga de Robert B. Silvers, su editor y fundador.

En Ante el dolor de los demás, Sontag hace referencia a las fotografías de guerra tomadas por Larry Burrows, capaces, en su opinión, de reforzar “las clamorosas protestas contra la presencia de Estados Unidos en Vietnam” (38). Burrows, que capturó con su cámara varias escenas de tortura en Vietnam, falleció en 1971 cuando el helicóptero en que viajaba junto con otros tres fotorreporteros fue alcanzado por fuego enemigo. También Sean Flynn -hijo del actor Errol Flynn-, autor de una conocida fotografía que muestra a soldados survietnamitas torturando a un prisionero del Viet Cong (1966), desapareció en Camboya en 1970 tras ser capturado en un control de carretera. Es decir, los autores de estas fotografías de guerra -y de torturas, como crímenes de guerra- estaban jugándose la vida para dar visibilidad a hechos terribles que, de otro modo, no hubiesen salido a la luz. Resulta evidente, por tanto, que sus cámaras en absoluto servían a los intereses del Gobierno estadounidense.

No puede decirse lo mismo de las y los fotógrafos de Abu Ghraib, que sí servían a ese Gobierno. Como policías militares, se encargaban de la custodia de los sujetos que llamaban “detenidos de seguridad” y colaboraban en tareas de información. Aunque en su mayoría no tenían entrenamiento específico en Convenios de Ginebra ni en doctrina sobre internamiento e interrogatorio de insurgentes -no torturaban de manera “profesional”-, debían “ablandar” a las y los detenidos, romper su resistencia para que los interrogatorios fueran más provechosos (Danner 9-14). Los módulos 1A y 1B -para presos peligrosos, y mujeres y niños, respectivamente- de Abu Ghraib llegaron a alojar a mil personas privadas de libertad. Tan solo siete policías militares por turno se encargaban de su custodia. A menudo, debían realizar procedimientos ordenados por los investigadores: privarles de sueño, obligarles a realizar ejercicio físico, desnudarles, mantenerles desorientados o en posturas de tensión y humillantes durante horas, etc. Los interrogadores, de los cuales la policía militar desconocía rango e identidad, podían ser militares, miembros de agencias gubernamentales -por lo general, la cía- o civiles contratados a través de empresas de seguridad. A sus órdenes, en una prisión carente de las infraestructuras básicas y atacada sin cesar por la insurgencia, las y los policías parecían divertirse tomando fotografías.

En “Ante la tortura de los demás”, al analizar las imágenes tomadas en Abu Ghraib, Sontag no entra a valorar su impacto y recepción. Parece no querer confrontarse con la pregunta que había planteado de manera más o menos explícita en Sobre la fotografía y en Ante el dolor de los demás: ¿qué reacción pueden generar esas fotografías en el público?, ¿dolor, sufrimiento, vergüenza, repulsa, empatía, solidaridad, tedio, indiferencia...? Sontag prefiere no profundizar en ese asunto. Tal vez, se había dado cuenta de que resulta demasiado espinoso tratar de responder una pregunta tan directa sobre un asunto tan complejo. Al respecto, solo llega a afirmar: “las fotografías seguirán ‘asaltándonos’, como están siendo inducidos a sentir muchos estadounidenses. ¿Se acostumbrará la gente a ellas? Algunos afirman que ya han visto ‘suficiente’ No, sin embargo, el resto del mundo” (148).

Es difícil dirimir si, dieciséis años después de la difusión de las imágenes de Abu Ghraib, nos hemos “acostumbrado” o no a ellas. A buen seguro, las víctimas las siguen sufriendo. Todavía hoy, solo conocemos una pequeña parte de las más de mil fotografías tomadas en la prisión. Ese particular “archivo” ha sido sometido a todo tipo de censuras y restricciones (Mitchell), y parece muy probable que algunos de los más abominables documentos nunca salgan a la luz. ¿Cómo saber si hemos visto suficiente? Sontag, en su ensayo sobre las fotografías de la prisión iraquí, tampoco intenta analizar el contexto ideológico en el que se dieron a conocer las fotografías y que, tal y como había expuesto en ensayos anteriores, determinaría las reacciones de las y los espectadores ante las imágenes. No se detiene a reflexionar acerca de la posible existencia de “un contexto apropiado de disposición y actitud”, de una “conciencia política relevante” o de las “circunstancias muy impopulares” a las que aludía en sus libros para pensar la potencia crítica de la fotografía. Sí señala la generalización en las sociedades occidentales de imágenes pornográficas y violentas, la necesidad de exponer la vida íntima y la violencia cruel como formas de diversión. Pero esas realidades aparecen en el texto como síntomas de degradación moral y no tanto como elementos clave en un análisis del contexto ideológico en el que las imágenes podrían significar y producir un rechazo hacia la tortura: “Lo que estas fotografías ilustran es tanto la cultura de la desvergüenza como la reinante admiración a la brutalidad contumaz” (“Ante la tortura de los demás” 145).

Sontag se muestra indignada por la cobertura jurídico-discursiva que oculta la tortura, que niega, incluso, que lo que esas imágenes muestran pueda calificarse como tal. Recuerda que, desde el Gobierno y algunos medios de comunicación, “se evitó la palabra tortura. Es posible que los prisioneros hayan sido objeto de ‘maltrato’, en última instancia de ‘humillaciones’: eso era lo más que se estaba dispuesto a reconocer” (“Ante la tortura de los demás” 137). Esta cobertura, por tanto, legitimaba que graves violaciones de los derechos humanos se cometiesen en el marco de la ocupación iraquí, en particular, y de la guerra global contra el terrorismo, en general. Las imágenes tomadas en Abu Ghraib contribuyeron a visibilizar modos de proceder -técnicas de tortura- que estaban pautados y aceptados en las cárceles secretas que Estados Unidos tiene alrededor del mundo desde, al menos, el 11-S (McCoy 113-143). Las fotografías muestran hasta qué punto la tortura de individuos racializados era una rutina. Al fin y al cabo, los victimarios contaban con cobertura legal para hacerlo: las autoridades militares estadounidenses en Irak habían permitido el uso de ciertas técnicas de interrogación que incluían, entre otras, uso de perros, posturas dolorosas y privación sensorial y del sueño.

Así, al amparo de sus superiores, las y los policías militares escenifican la tortura ante la cámara digital, que hace inevitable su circulación. Sabemos, por si fuera poco, que las torturas más crueles nunca llegaron a ser fotografiadas. Es más, las imágenes más conocidas de Abu Ghraib -el detenido llamado “Gilligan” encapuchado sobre un cajón, conectado a unos cables, o la policía militar Lynndie England sosteniendo una correa atada al cuello del detenido “Merdoso”- documentan modos despreciables de tratar a personas presas y, sin embargo, están muy lejos de las torturas perpetradas de manera habitual por los anónimos interrogadores de la cía. Si se han convertido en iconos de la guerra de Irak es, con toda seguridad, por su fuerza compositiva y carácter ambivalente (Gourevitch y Morris 196) y por la tradición representacional en la que se insertan (Eisenman 23-32), no tanto por las realidades concretas que representan.

Aunque no todos los miembros de la policía militar que aparecen en las fotografías mantuvieron la misma actitud ante los abusos, humillaciones y torturas, aunque las motivaciones de Graner y Harman a la hora de disparar sus cámaras no fuesen las mismas[4], podría decirse que muchas de las fotografías son trofeos. El tipo de fotografías de guerra que cualquier soldado se quiere llevar de vuelta a casa para mostrarlas a colegas y familiares. Algunos de los y las torturadoras posan relajadas e, incluso, divertidas mientras humillan a sus víctimas. Para la mayoría, no había nada condenable en sus actos, una rutina justificable en el marco de la guerra contra el terrorismo. Por supuesto, hubo excepciones. Las fotografías llegaron a manos del soldado Joseph M. Darby, que decidió ponerlas en conocimiento de sus superiores el 13 de enero de 2004. Su denuncia precipitó una investigación interna encargada al general Antonio M. Taguba.

Marcos

En 2009 Judith Butler publicaba un libro titulado Marcos de guerra. Las vidas lloradas, cuyo segundo capítulo llevaba por título “La tortura y la ética de la fotografía: pensar con Sontag”, una reelaboración de textos que habían aparecido entre 2005 -poco después de la muerte de Sontag- y 2008. En Marcos de guerra, Butler se preguntaba por los mecanismos que nos ayudan a empatizar con el sufrimiento de las y los demás y, específicamente, por los marcos que nos permiten percibir a otros sujetos como iguales, seres humanos cuyas vidas precarias deben ser salvaguardadas y, por tanto, merecen ser lloradas. Es decir, Butler llama la atención sobre los marcos que impiden percibir a ciertos sujetos como humanos y que, en consecuencia, invisibilizan su sufrimiento. En el desarrollo de esa hipótesis, el diálogo que establece con Sontag ocupa un lugar importante.

En el caso de las guerras contemporáneas -Afganistán, Irak-, el marco al que se refiere Butler habría sido construido con la ayuda del denominado “periodismo incorporado”, que implica una identificación entre la perspectiva de la información que llega a las y los ciudadanos y los intereses de los grupos de poder -en el mundo financiero o en el gobierno de un estado- que impulsan la guerra. En este caso, correspondencia absoluta entre lo que las y los espectadores veían y lo que la administración Bush quería mostrar. Este “periodismo incorporado” se manifestaba en las censuras sobre la información que difundían los medios, en las cámaras agregadas a satélites y misiles o, incluso, en las mismas fotografías de Abu Ghraib (Marcos de guerra 96-98). La imagen se convertiría así en una de las más eficaces armas de guerra.

Butler no está de acuerdo con Sontag en que las fotografías necesiten un pie de foto para que podamos comprender e interpretar la realidad a la que se refieren: “no tiene sentido aceptar la afirmación de Sontag, repetida varias veces a lo largo de sus escritos, de que la fotografía no puede de por sí ofrecer una interpretación, de que necesitamos pies de fotos y análisis escritos que complementen la imagen discreta y puntual” (Marcos de guerra 99). Es cierto, como se ha señalado más arriba, que Sontag entendía que la fuerza de afectación de una imagen dependería siempre de el contexto político en que esta se recepciona. Sin embargo, su valoración sobre la capacidad del pie de foto para determinar el significado de la imagen parece algo más ambigua de lo que Butler quiere ver: “las palabras dicen más que las imágenes. Los pies sí tienden a invalidar lo que es evidente a los propios ojos, pero ningún pie puede restringir o asegurar permanentemente el significado de una imagen” (Sontag, Sobre la fotografía 111).

En cualquier caso, lo que quiere demostrar la autora de Marcos de guerra es que la interpretación de las imágenes no puede considerarse un acto puramente subjetivo y exterior a ellas, necesitado de información textual complementaria. Para Butler, la misma imagen es “una escena estructuradora de interpretación” (101), hasta cierto punto independiente de sus pies de foto, de la voluntad del o la fotógrafa o del acto de lectura del público. La fotografía incorpora y reproduce una perspectiva, óptica, pero, sobre todo, política. Así, las imágenes de Abu Ghraib, y el periodismo incorporado en general, constituyen una interpretación que siempre estará condicionada por un marco: una forma activa de ordenar y dar sentido a la experiencia visual que, con ello, “descarta y presenta” lo que puede verse y pensarse. En el caso de las fotografías de Abu Ghraib, el marco condiciona nuestra mirada hasta el punto de robar la humanidad de la víctima. No es necesario un pie de foto o el relato de un o una periodista para que nos afecten las imágenes tomadas por Graner. La fotografía incorpora un marco de sentido, está estructurada por él. La o el espectador, por lo general, no es consciente de su existencia. Es invisible, no puede verlo, entre otras razones, porque opera desde varias instancias y en él confluyen numerosas fuerzas. No solo las dinámicas y tecnologías de los medios de comunicación, también intereses económicos, discursos políticos y “normas más amplias, a menudo de un corte racializador y civilizatorio” (Marcos de guerra 109).

Por otra parte, Butler desarrolla algunos de los argumentos que Sontag ponía sobre la mesa en “Ante la tortura de los demás”, especialmente en lo relativo a la escenificación y circulación de las imágenes y al rol que desempeñan en el acto mismo de tortura:

Si la fotografía no sólo retrata, sino que también construye sobre y aumenta el acontecimiento -si puede decirse que la fotografía reitera y continúa el acontecimiento-, entonces no difiere del acontecimiento estrictamente hablando, sino que se torna crucial para su producción, su legibilidad, su ilegibilidad y su estatus mismo como realidad. Tal vez la cámara esté prometiendo una crueldad festiva: ¡Anda! ¡La cámara está aquí! ¡Empecemos la tortura para que la fotografía pueda captar y conmemorar nuestro acto! En tal caso, la fotografía ya está actuando al instigar, enmarcar y orquestar el acto, a la vez que capta el momento de su consumación (Marcos de guerra 121).

Muchas de las torturas -no todas- que vemos en las fotografías tomadas por militares estadounidenses en Abu Ghraib se produjeron para la cámara. Ahora bien, en tanto imágenes líquidas, ceros y unos que pueden circular por la red y tener sentido en ámbitos muy diversos, sus significados y capacidades son igualmente diversos. En ese sentido, y polemizando con Sontag a propósito del supuesto efecto anestesiante de la sobreexposición a la imagen, Butler sugiere “que las fotografías de Abu Ghraib ni embotan nuestros sentidos ni determinan una respuesta concreta. Lo cual tiene que ver con el hecho de que no ocupan un tiempo único ni un espacio concreto. Son mostradas una y otra vez, transpuestas de contexto en contexto, y esta historia de su sucesivo enmarque condiciona, sin determinarlos los tipos de interpretación pública de la tortura que tenemos” (114-115). Aunque incorporan y forman parte de un marco de sentido, las fotografías han tenido varios usos y ámbitos discursivos: contribuyeron a humillar e intimidar a las y los torturados, en especial, aquellas con contenido sexual (Hersh 81-82); pero también fueron pruebas judiciales en el proceso contra las y los militares implicados en aquellos delitos. Mostraron a todo el mundo las atrocidades cometidas por el ejército y la inteligencia de Estados Unidos para, supuestamente, defender y expandir la democracia liberal -algo, por otra parte, sabido- y, al mismo tiempo, resultaron de utilidad a la administración Bush a la hora de redefinir el concepto de tortura, sepultándolo bajo expresiones como “simples abusos” o “técnicas agresivas de interrogación” y señalando a unas pocas “manzanas podridas” -en último término, chivos expiatorios- como únicas responsables de unas conductas puntuales e inapropiadas, no toleradas en el ejército estadounidense. Graner mostró en aquellos días algunas de las imágenes tomadas con su cámara a algunos de sus superiores, en parte como un divertimento, en parte para hacerles ver que las y los guardias de su sección estaban desbordados y trabajaban sin medios para reducir a los presos más conflictivos. Nadie tomó medida alguna.

Reflexiones finales

La tortura, el más secreto de los delitos, debe permanecer oculta. Por lo general, tiene lugar en espacios inhabitables (Mendiola), cárceles, calabozos, comisarías, centros de detención en los que las cámaras no pueden penetrar. Conocemos imágenes de las secuelas de la tortura sobre los cuerpos, pero muy pocas del acto de torturar. Las fotografías tomadas por Burrows y Flynn en Vietnam mostraban escenas que se produjeron en el marco de una guerra y que tenían lugar a cielo abierto. Sus imágenes tenían como objetivo visibilizar actos atroces y sensibilizar a la opinión pública occidental. La novedad de las fotografías de Abu Ghraib, tomadas por quienes torturaban en celdas y galerías, es que nos introducen en el interior de una cárcel devenida espacio de excepción. Esas imágenes no parecen haber generado un rechazo generalizado entre las y los ciudadanos occidentales hacia la intervención militar estadounidense en Irak.

Quizás esta aparente insensibilidad esté relacionada con el ecosistema visual y el marco ideológico en el que se ha educado la mirada de miles de espectadores y espectadoras alrededor del mundo, y no tanto con la mera sobreexposición a las imágenes. En los últimos años la tortura ha adquirido una enorme visibilidad en ficciones cinematográficas y televisivas. Mientras las vulneraciones de los derechos humanos que tienen lugar en cárceles o centros de detención deben permanecer ocultos, la tortura “ficcional” prolifera en la cultura popular. En 2009 Human Rights First produjo el documental Primetime Torture, dirigido por Marc Kusnetz, en el que se denunciaba el incremento exponencial de escenas de tortura en conocidas series de televisión entre 2000 y 2005. En producciones como 24 (2001-2010), Alias (2001-2006) o Ley y Orden (1990-2010), entre otras, el argumento de la bomba a punto de estallar -ticking time bomb-[5] que debe ser localizada y desactivada obteniendo información de un terrorista detenido o de uno de sus colaboradores aparece una y otra vez como justificante último de la tortura. En los cuatro años previos a los ataques contra las Torres Gemelas de Nueva York (1997-2000), la ong contabilizó 47 escenas de tortura en programas de televisión emitidos en horarios de máxima audiencia; en los cuatro años que siguieron al 11-S (2002-2005), la cifra se disparaba hasta 624 escenas. El problema no está solo en la emisión reiterada de escenas de tortura, sino, especialmente, en el hecho de presentarlas como algo tolerable, necesario e incluso patriótico, nunca como una flagrante violación de los derechos humanos.

Al hablar de las fotografías de Abu Ghraib, tal vez Sontag y Butler no tuvieron suficientemente en cuenta ese contexto mediático -elemento constitutivo del marco-que había ido configurándose a enorme velocidad desde el 11 de septiembre de 2011 en relación con la producción de exitosas ficciones que presentaban la tortura como una opción legítima en la estrategia de defensa de Estados Unidos, un mal menor para combatir el terrorismo y salvar vidas inocentes. Desde esta perspectiva, es fácil comprender hasta qué punto los significados de las imágenes de tortura -siguiendo con el ejemplo de Abu Ghraib-, su posibilidad de afectar al público, están cada vez más condicionados por los ecosistemas visuales en que las y los receptores consumen imágenes y educan su mirada. Quizás el peligro de las imágenes no radique tanto en la sobreexposición que temía Sontag a propósito de la fotografía de guerra, sino en la insensibilización ideológica -tan discursiva como visual- de las y los consumidores de productos audiovisuales.

Las fotografías de las torturas perpetradas en Abu Ghraib siguen planteando dilemas, lanzan preguntas a las que no es fácil responder. Muestran un problema ante el que podemos sentirnos tan indignadas como paralizadas. Sin embargo, eso no anula el valor de esas imágenes que dieron a conocer aquello ante lo que resulta necesario reaccionar. Sontag trató de hacerlo con su escritura.[6]. En sus últimos años de vida estuvo comprometida con la crítica radical al “proyecto imperial” que representaba la Administración Bush, responsable última de las fotografías tomadas en la prisión iraquí. Como aguda observadora de los problemas de su tiempo, moduló sus opiniones sobre las imágenes a medida que se transformaban sus regímenes de producción, circulación y recepción, siempre guiada por una cierta desconfianza hacia la representación. Aunque las imágenes fuesen solo eso, imágenes, su capacidad para transmitir dolor no podía despreciarse. Al fin y al cabo, su primer “encuentro con el inventario fotográfico del horror extremo”, con apenas doce años, dejó en ella una huella imborrable pese a no conocer nada de la realidad histórica a la que aludían las fotografías de los campos de exterminio nazis. Aunque apenas transmitiesen una brizna del sufrimiento de las víctimas, el horror condensado en esas tomas le acompañó durante toda su vida. Como Sontag escribió en Ante el dolor de los demás, “debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. Aunque solo se trate de muestras y no consigan apenas abarcar la mayor parte de la realidad a que se refieren, cumplen no obstante una función esencial. Las imágenes dicen: esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer, y quizás se ofrezcan a hacer, con entusiasmo, convencidos de que están en lo justo. No lo olvides” (97).

Agradecimientos

Esta investigación se ha desarrollado en el marco del proyecto Modernidad(es) Descentralizada(s): arte, política y contracultura en el eje trasatlántico durante la Guerra Fría ii (HAR2017-82755-P). Una primera versión de este texto fue presentada y debatida en el seminario permanente del grupo de investigación Helicom (Hermenéutica y Literatura Comparada) de la Universidad Autónoma de Madrid. Agradezco a José Manuel Cuesta Abad aquella invitación.

Referencias

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Greene, Graham. Carta al director, Daily Telegraph, 6 de noviembre de 1964, reimpresa en The New York Review of Books, 17 de diciembre de 1964, https://www. nybooks.com/articles/1964/12/17/letters-13/

Gourevitch, Philip y Errol Morris. La balada de Abu Ghraib. Barcelona, Debate, 2008. Hersh, Seymour M. Obediencia debida. Del 11-S a las torturas de Abu Ghraib. Barcelona, Santillana, 2005.

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Sontag, Susan. Viaje a Hanoi. Ciudad de México, Cuadernos de Joaquín Mortiz, 1969.

               --. “Ante la tortura de los demás”. Al mismo tiempo. Ensayos y conferencias. Barcelona, Debolsillo, 2008.

               --. Ante el dolor de los demás. Barcelona, Debolsillo, 2010.

              --. Sobre la fotografía. Barcelona, Debolsillo, 2014.

              --. La conciencia uncida a la carne. Diarios de madurez, 1964-1980. Barcelona, Debolsillo, 2014.

Notas:

[1]  El texto fue publicado por primera vez en castellano el 25 de octubre de 2004 en el suplemento dominical del diario El País, traducido por Aurelio Major con el título “Imágenes de la infamia”. Posteriormente fue recogido con el título ‘Ante la tortura de los demás” en la colección postuma de ensayos Al mismo tiempo. Ensayos y conferencias.

[2] Sobre el particular, pueden verse los trabajos de Barbara Ching (157-164), Neil Everden (72-87), Camila Gatica y Rafael Gaune (277-283), Sabine Kriebel (18-20) o Márcio Serelle (71-74).

[3] Por ejemplo, las de Susie Linfield (5-31, 153-155), que considera a Sontag un claro ejemplo de un tipo de crítica fotográfica muy extendida desde los años setenta en la que se muestra un escepticismo radical hacia el medio e, incluso, un claro desprecio hacia sus posibilidades estético-emotivas. Al respecto, pueden verse también las observaciones de Ariella Azoulay (11, 187-189).

[4] Graner había participado en la primera guerra del Golfo. Tras su desmovilización, intentó conseguir ayuda de una asociación de veteranos, pero esta le fue denegada porque se consideró que no había estado en peligro durante el conflicto. Graner explicó que empezó a tomar imágenes para tener pruebas de su participación en la segunda guerra del Golfo. Harman, en cambio, comenzó a hacer fotografías porque entendía que el simple relato de lo que estaba viendo podía resultar difícil de creer. En términos generales, Harman parecía rechazar el trato que se le daba a las y los prisioneros y lo documentaba pensando en una posible denuncia (Gourevitch y Morris 120-126, 147-153, 193).

[5] El argumento de la bomba a punto de estallar ha sido esgrimido por responsables políticos, personas expertas en terrorismo para justificar el uso de la tortura en circunstancias límites. Circunstancias que rara vez, por no decir nunca, se dan en la vida real. Como ha señalado la filósofa italiana Donatella di Cesare (68-75), la bomba de relojería no es más que una fábula con un evidente trasfondo ideológico.

[6] Por ejemplo, en artículos como “11-9-2001” (TheNew Yorker, 24 de septiembre de 2001), “Unas semanas más tarde” (IlManifesto, 6 de octubre de 2001), o “Un año más tarde” (The New York Times, 10 de septiembre de 2002), todos ellos recogidos en Al mismo tiempo. Ensayos y conferencias.

 

Ensayo de Juan Albarrán Diego

Universidad Autónoma de Madrid

juan.albarran@uam.es

 

Publicado, originalmente, en: Aisthesis: Revista Chilena de Investigaciones Estéticas N° 69 (2021): 281-297 • ISSN 0568-3939

Aisthesis: Revista Chilena de Investigaciones Estéticas es editada por el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile

Link del texto: https://revistaaisthesis.uc.cl/index.php/RAIT/article/view/12602  / https://doi.org/10.7764/69.13

 

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