Lo excepcional en la excepción: la estela de la fábula animal en Mario Benedetti y Virgilio Pinera

What's exceptional in the exception: the trail of the animal fable in the works of Mario Benedetti and Virgilio Piñera.

ensayo de Isabel Abellán Chuecos

isabel.abellan.chuecos@hotmail.com

Universidad de Murcia

Resumen: Si bien es sabido que la fábula originalmente no era solamente la de animales, es cierto que a través de las fábulas de La Fontaine la idea que ha ido adentrándose en la sociedad ha sido ésta. En este sentido, nos encontramos con dos autores que siguen esta estela aunque de manera puntual: Mario Benedetti y Virgilio Pinera. Sin embargo, aunque en estos casos la estela sea seguida de forma puntual, no por ello es menos excepcional. Nos encontramos con sendos cuentos que toman este modelo y se desmarcan en el corpus. Son dos muestras anómalas en la producción de los autores que no por ello tienen menos valor. Además, dan un giro a la fábula de animales aunque enraizándose con ella, lo cual presenta un punto de vista muy atractivo.

Palabras clave: fábula clásica, fábula animal, recepción, Mario Benedetti, Virgilio Piñera.

What's exceptional in the exception: the trail of the animal fable in the works of Mario Benedetti and Virgilio Piñera.

Abstract: It is a well known fact that originally fables were not only about animals, but also, through the fables of La Fontaine, this is the idea that has gone deep into society. In this sense, we find two authors who follow this trail in an unusual, although not exceptional, manner, Mario Benedetti and Virgilio Piñera. We find tales that adopt this model and, at the same time, are distanced in the corpus. There are two anomalous samples in the production of both authors that, despite that fact, aren't less valuable. On one hand, both stories remain rooted in the tradition, and on the other, they give a twist to animal fables and this show a very attractive point of view.

Key words: classic fable, animal fable, reception, Mario Benedetti, Virgilio Piñera.

Un escritor no es nunca él mismo hasta que comienza a imitar libremente a los demás» (Monterroso, 1995: 344), diría Augusto Monterroso, y los libros que hemos leído, y los autores en que hemos bebido, siempre se filtrarán por entre nuestros poros y saldrán, de alguna manera, a través de nuestros actos. Si en estos actos incluimos lo que supone la escritura para quien se dedica a ella, a través de las nuevas plumas surgirán, de forma más o menos consciente, aquellas otras que escribieron en tiempos pretéritos. Este imitar libremente, de raigambre aristotélico-horaciana, proporcionará esa «libertad [que] lo afirma y ya no le importa si lo suyo se parecerá a lo de éste o a lo de aquél. Claro que ser él mismo no le hace ser mejor que otros» (Monterroso, 1995: 344). En este sentido, podemos observar la afirmación que realiza Francisco Rodríguez Adrados en Historia de la fábula greco-latina (I), en donde se nos indica:

Pocos géneros literarios, si es que existe alguno, presentan una mayor continuidad a lo largo de su historia que la fábula, desde Sumeria hasta nuestros días. Ha pasado de literatura en literatura, de lengua en lengua, produciendo incesantes derivaciones, imitaciones, recreaciones. Siempre igual y siempre diferente, ha absorbido religiones, filosofías y culturas diversas, a las que ha servido de expresión. Pero también de contraste, pues la fábula ha comportado siempre un elemento de crítica, realismo y popu-larismo. (Rodríguez Adrados, 1979:11)

La fábula pasó de cultura en cultura, de generación en generación, y, poco a poco, fue variando su intención primera para ser estudiada incluso en la escuela (fin al que no estaba destinada en un inicio). Ya en la Edad Media, la fábula pasaría al ámbito escolar, consiguiendo, de este modo, una mayor difusión y un mayor conocimiento popular, pero, a su vez, una mayor distorsión y confusión en cuanto a la idea que se fue transmitiendo sobre qué o cómo era la fábula.

Como señala Rodríguez Adrados, «[n]uestra idea de fábula procede, en realidad, de las colecciones de La Fontaine y sus continuadores a partir del siglo XVII, los cuales recogieron principalmente fábulas en que intervienen animales. A su vez, esta temática es una reducción de la de sus modelos, las colecciones antiguas de fábulas esópicas (...).» (Rodríguez Adrados, 1979: 17).

De ahí la distorsión referida anteriormente. En la mente popular se fue gestando la idea de que la fábula era un género breve en el que se presentaban distintas situaciones protagonizadas por animales y en las que solía darse una moraleja final; sin embargo, la fábula no solamente estuvo protagonizada por animales, ni siempre tenía una moraleja explícita, y, si la tenía, no siempre esta se encontraba al final como broche o cierre, sino que en ocasiones podía aparecer al comienzo del relato. Son falsas ideas que se han ido asimilando en la conciencia popular y que han ido desvirtuando todo lo que la fábula contenía y contemplaba, reduciéndola en su concepción. Por eso es necesario distinguir entre la idea moderna que se suele tener de fábula y la idea que de este género tenían los antiguos, que era mucho menos restrictiva.

Aristóteles sería quien primero se ocuparía de la fábula para definirla en su Retórica (Libro II: 20), pero al dar como ejemplos dos fábulas animales, el tema animalístico se hace obsesivo. Además, Aristóteles reduce —implícita o explícitamente— la fábula a lo ficticio, lo animal y lo impresivo, que serán rasgos importantes pero no los únicos que este género contemple. Por otra parte, tanto la fábula como otros argumentos retóricos son para Aristóteles instrumentos de persuasión, y si bien este uso no puede negarse, no será el único que tenga la fábula. No en vano la fábula en la Antigüedad fue un género bastante disperso y difuso, sin unos límites totalmente claros, que, además, presentó problemas en lo referido a su terminología, pues presentaba distintas opciones y variantes a la hora de referirse a ella, usando en un inicio indistintamente términos como mithos, logos, apologus o fabula, pero éste último acompañado siempre por Aesopiae o Aesopi. A esto se suma la indefinición de ciertos relatos para poder determinar si se trata de fábula o no, e incluso si se trata «de algo que simultáneamente puede ser fábula y pertenecer a otro género o ser lo uno o lo otro según la ocasión o el contexto» (Rodríguez Adrados, 1979: 58).

Tras Aristóteles, teorizarán sobre la fábula diversos autores de Progymnas-mata y otros tratados retóricos, así como algunos fabulistas. Estos —salvo alguna excepción— retirarán la idea de que la fábula deba ser de animales, pero, sin embargo, insistirán en su carácter ficticio. Algunos, como Teón y Aftonio, dirán que la fábula es «un relato ficticio que es imagen o alegoría de una verdad» (Rodríguez Adrados, 1979: 38). Fedro, por su parte, pondrá de relieve un rasgo importante de toda la fábula, como es su carácter de crítica y de crítica encubierta, que tanto utilizarán los autores posteriores —entre ellos los elegidos para este estudio — .

Además, la fábula clásica solía encontrarse en ese territorio movedizo entre lo cómico y lo trágico, entre los intersticios de uno y otro, colocándose justamente uno frente a otro o bien interrelacionándose entre ellos. La fábula puede plantearnos una verdad trágica, reconocible, y sin embargo inducir en nosotros esa sonrisa más o menos tenue, más o menos sarcástica, que puede llegar incluso hasta la más vasta carcajada. Esta dualidad no abandonará a la fábula a lo largo de su evolución en la historia literaria.

En la estela de las fábulas de animales (pues -como se ha indicado anteriormente- a pesar de la creencia popular, no todas las fábulas fueron siempre de animales, ni era un requisito a seguir), nos encontraremos, entre otros, con Fedro, Esopo, Babrio, Aviano, seguidos por La Fontaine, Samaniego, Iriar-te... y posteriormente -y al otro lado del océano- con Borges, Gudiño Kieffer, Monterroso, Benedetti y Piñera, entre otros. Si en el caso de Monterroso y Gudiño Kieffer es habitual entre su obra encontrarnos con relatos basados en la fábula antigua, en los otros tres casos constituirá una excepción dentro de su corpus, excepciones excepcionales, por otra parte[1].

Respecto a la influencia de la fábula, un tema recurrente será siempre el ansia de ser lo que no se es, ser otro (o ser el mismo pero en un estado distinto del que se está), que es —de algún modo y en parte también—, el oficio de escritor, que inventa otras realidades. Así, nos encontraremos con distintas fábulas que nos hablan de ansiar lo que no se tiene (material o inmaterial), las capacidades o particularidades del otro, y el intento de este cambio que suele acabar de forma infructuosa y lamentable, ofreciéndonos la moraleja[2].

Si Monterroso confesó su afinidad y la influencia que Horacio le produjo[3], sin embargo, las fábulas de Monterroso hablan con voz propia, con su particular modo de ver el mundo. En esta estela de la que hablábamos de esa fábula animal en que estos anhelan ser quienes no son, nos encontramos, entre otras, con «El perro que deseaba ser un ser humano», que Benedetti usaría como base —explicitándolo en su dedicatoria: «A Tito Monterroso, este agradecido complemento de "El perro que deseaba ser un ser humano"» (Benedetti, 1989: 19)— para su cuento «El hombre que aprendió a ladrar».

Como aquella rana que quería ser buey, el Perro de Monterroso trabaja con ahínco en buscar la manera de convertirse en humano, pero ambos fracasan — de forma distinta[4] — al aspirar a ser quienes no son.

Y similar al ahínco que pongan la rana de la fábula antigua o el Perro de Monterroso será el de Raimundo —el personaje humano del cuento de Benedetti— para aprender a ladrar. Mientras en Monterroso al Perro «se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano» (Monterroso, 1996: 205) y «Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre» (1996: 205), Raimundo, debido a «su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros» (Benedetti, 1989:19), con gran empeño y perseverancia aprendió a ladrar (que no a imitar ladridos, lo cual es muy distinto), porque «Amor es comunicación» (1989: 19) y «¿Cómo amar entonces sin comunicarse?» (1989: 19); así descubrió que su «hermano perro» (1989: 19) Leo tenía una «sagaz visión del mundo» (1989: 19).

Pero si en el Perro de Monterroso quedaban vestigios que hablaban de su naturaleza perruna, de igual forma el «acento» de Raimundo en sus ladridos sería aún un acento humano. Cuando por fin Raimundo se atreva a preguntar sobre su forma de ladrar, Leo, de forma escueta y sincera, le dirá: «"Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano"» (Benedetti, 1989: 19) Así, tanto uno como otro, Perro y hombre de sendos relatos, necesitarán una mejora para llegar a aquel propósito metamorfósico que ansiaban.

Y si en Benedetti será el hombre quien nos sorprenda aprendiendo a ladrar, Virgilio Piñera mostrará el revés de la moneda en su cuento «La gata» — cuento que apareció en la edición Poesía y prosa de 1944, excluyéndose de cualquier edición posterior[5], y recuperado por Vicente Cervera y Mercedes Serna en su edición crítica — .

Así, nos encontramos con la eterna, repetitiva y cíclica tortura soportada por la gata viendo cómo sus hijos eran lanzados al aire por el divertimento de aquel ser humano que entraba cada día a efectuar su ritual, quien «ponía el pie izquierdo atrás y el derecho delante, arqueaba un tanto el cuerpo y súbitamente elevaba los brazos, bajándolos rápidamente para que la caída del animal tuviese mayor duración y mayor angustia» (Piñera, 2008: 288). En esa frialdad que caracteriza a los cuentos de Virgilio Piñera —y en este caso también al humano, que «[t]enía por costumbre tomar uno de los gatos y tirarlo en el aire en presencia de la gata» (2008: 288)—, asistiremos al momento en que la madre felina se hartará y, cuando sea incapaz de soportarlo más, se acercará al sujeto y le dirá, «con la claridad que puede ofrecer un diamante: -"Oye, ni una vez más, ¿lo oyes? ni una vez más!"» (Piñera, 2008: 289). Tras esta intervención en lenguaje humano de la gata, sorprendentemente, el cruel individuo no podrá más que responder «con un largo maullido mientras el gato caía justamente en el hueco que formaban [sus] manos apretadas contra las losas del corredor que medía tres metros de largo» (Piñera, 2008: 289).

En este caso no es el empeño desmesurado por convertirse en el otro, por tener las características del otro, sino que son las propias situaciones y la propia hartazón, la colma de la paciencia y defensa del agredido, las que propician la mostración de todas las armas, como ese inesperado lenguaje humano proveniente de la gata que turba al individuo y hace que no pueda mas que contestarle en el lenguaje felino que debería haber mostrado su opositora. Es esa transformación que nos enlazaría en relación a la pervivencia del mundo antiguo no sólo con la fábula animal sino incluso con el tema de las metamorfosis.

Es significativo que todos estos autores que, de una forma u otra, eligen la fábula para expresarse dentro de su producción literaria son autores que han sufrido una mayor o menor falta de libertad. Como decía el propio Monterroso, la fábula constituye «la manera de decir las cosas más terribles en la forma más aparentemente suave»[6], y quizás de alguna manera esto sea lo que pretendan los autores que estamos tratando, de una forma más o menos consciente.

Si Fedro, el liberto romano[7], no gozaba —por su propia condición— de total libertad, tampoco Monterroso, Benedetti o Piñera — sobre todo por motivos políticos— podían expresarse a discreción. Sin embargo, todos ellos encontraron la manera de decir lo que pensaban usando como escudo su literatura.

Diría Gabriel Celaya que «la poesía es un arma cargada de futuro» (1975: 57-58), pero no solamente la poesía sino toda la literatura ha servido desde antiguo para filtrar o tamizar las ideas que no podían expresarse libremente. Algunos escritores funcionan como esas «ovejas negras»[8] que no pueden acallarse a sí mismas y necesitan verter de un modo u otro en la palabra escrita aquello que verdaderamente piensan, aunque para ello tengan que contenerse en un medio sutil (o incluso, en ocasiones, arriesgándose mucho más y obviando el ser comedidos); esas «ovejas negras» que se han dado a lo largo de toda la historia de la literatura, que siempre han defendido sus ideas y que han necesitado expresarlas, y que posteriormente tendrían su merecido apoyo y reconocimiento —aunque en ocasiones ya fuera tarde para el individuo, que no para la memoria — .

La condición del exilio —en el caso de Augusto Monterroso y Mario Benedetti— o la de ostracismo y muerte civil —Virgilio Piñera—, favorecía igualmente esta crítica encubierta a la sociedad que ya se manifestaba en la fábula antigua y que estos autores podían seguir manifestando a través de su literatura. En sus relatos podían desviarse las conductas humanas que se quieren criticar hacia los animales, o bien hacia épocas pretéritas (prácticas que suelen darse a lo largo de la historia de la literatura) para que la crítica sea más sutil y no aluda directamente.

Los dobles sentidos, las referencias matizadas y veladas —gracias a los personajes que en ellas se utilizan— en lugar de hacer una crítica directa se elevan en crítica general y atemporal, cuestionando no únicamente a un personaje en concreto sino toda una conducta del ser humano. Decía Fedro que la tiranía fue la que obligó a disfrazar la verdad con burlas y huir así de las represalias; y la verdad se disfraza con burlas pero también con personajes alejados, de tal modo que tanto en la fábula animalística oriental como en la griega los animales se conciben a escala humana, con sus vicios y sus virtudes, con sus conductas y sus errores, para poner de manifiesto aquello que se quiere criticar. Es lo que ocurriría también en obras como Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, cuando el capitán Lemuel Gulliver arribe a aquellas tierras de los houyhnhnms, esos caballos racionales que darán que pensar al errante Gulliver[9].

En conclusión, para eso nos sirven en parte las fábulas, como el resto de la literatura -aunque no sea su única función-: para pensar, reflexionar, cuestionar, ampliar nuestra capacidad crítica y no conformarnos con aquello que a simple vista se nos muestra, sino indagar en su profundidad y en cualquier resquicio que podamos encontrarnos en este vasto mundo en que vivimos.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Alvar Ezquerra, Antonio (1997), «Horacio», en Carmen Codoñer (ed.), Historia de la literatura latina, Madrid, Cátedra.

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           — (2007), El arte de la retórica, traducción de E. Ignacio Granero, Buenos Aires, Eudeba.

Benedetti, Mario (1989), Despistes y franquezas, Buenos Aires, Editorial Sudamericana.

Büchner, K. (1968), Historia de la literatura latina, traducción de Eduardo Valentí Fiol y Alfonso Ortega Carmona, Barcelona, Labor.

Celaya, Gabriel (1975), Cantos íberos, Madrid, Turner.

Codoñer, Carmen (ed.) (1997), Historia de la literatura latina, Madrid, Cátedra.

Cortés Tovar, Rosario (1997), «La fábula: Fedro», en Carmen Codoñer, (ed.), Historia de la literatura latina, Madrid, Cátedra.

Esopo / Babrio (2004), Fábulas de Esopo. Vida de Esopo. Fábulas de Babrio, introducción general de Carlos García Gual, introducciones, traducciones y notas de P. Bádenas de la Peña y J. López Facal, Madrid, Gredos.

Fedro / Aviano (1998), Fábulas, edición a cargo de Manuel Mañas Núñez, Madrid, Akal.

Gudiño Kieffer, Eduardo (1970), Fabulario, Buenos Aires, Losada.

Kleveland, Anne Karine (2002), «Augusto Monterroso y la fábula en la literatura contemporánea», en América Latina Hoy, vol. 30.

Miralles Maldonado, José Carlos (2003), «La fábula clásica y Horacio en Augusto Monterroso: proprie communia dicere», en Cuadernos de Filología Clásica. Estudios Latinos, 23, núm. 1.

Monterroso, Augusto (1995), Tríptico, México, Fondo de Cultura Económica. — (1996), Cuentos, Fábulas y Lo demás es silencio, México, Alfaguara.

Ogno, Lia (1995), «La oveja negra de la literatura hispanoamericana», en Will H. Corral (ed.), Refracción. Augusto Monterroso ante la crítica, México, Era.

Piñera, Virgilio (2008), Cuentos fríos / El que vino a salvarme, edición crítica de Vicente Cervera y Mercedes Serna, Madrid, Cátedra.

Rama, Ángel (1995), «Un fabulista para nuestro tiempo», en Will H. Corral (ed.), Refracción. Augusto Monterroso ante la crítica, México, Era.

Rodríguez Adrados, Francisco (1979), Historia de la fábula greco-latina (I), Madrid, Universidad Complutense.

Swift, Jonathan (2007), Los viajes de Gulliver, Zaragoza, Aneto.

Talavera Cuesta, Santiago (2007), La fábula esópica en España en el siglo XVIII, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha.

Notas:

[1] Así mismo, no hay que olvidar los numerosos Bestiarios que se han dado en la literatura contemporánea, que serán de gran relevancia en relación al tema de la pervivencia del mundo antiguo.

 

[2] Encontramos ejemplos de todo tipo y a lo largo de toda la historia literaria, desde la rana que quería ser buey, la zorra que quiere el queso del cuervo, el perro que pretende tomar el filete de su reflejo al pensar que es de mayor tamaño que el suyo, la mosca que ansiaba ser un águila, la rana que quería ser una rana auténtica, el mono que quería ser escritor satírico. Gran variedad de animales y gran variedad de anhelos para mostrarnos, finalmente, una reflexión acerca de las distintas conductas con que podemos encontrarnos a lo largo de nuestra existencia —ya sea para cuidarnos de ellas, evitarlas, precavernos, criticarlas. — .

 

[3] Asegura Alvar Ezquerra que «Nada de lo que hay en su poesía [en la de Horacio] es fruto del azar, nada responde a la improvisación» (1997: 123). Considero que lo mismo ocurre en la obra de Augusto Monterroso, cada palabra está medida, todo conlleva una intencionalidad, dejándonos ver esa huella satírica que ya se daría en Horacio, autor que tanto admiraba.

 

[4] La rana, aspirando y aspirando, estallará en mi! pedazos; el Perro, por su parte, a pesar de su empeño y sus logros en su «transformación» en ser humano, conservará acciones que harán que siga siendo un perro y comportándose como tal.

 

[5] Piñera (2008: 288, n.1).

 

[6] Entrevista a Monterroso, en la revista Luvina. Literatura-Arte, núm. 6 (nov-dic. 1996).

 

[7] Expone R. Cortés Tovar que Fedro, «[d]e origen tracio fue muy pronto llevado a Roma como esclavo. Después, convertido en liberto de Augusto según la noticia de los manuscritos, en vez de integrarse en la sociedad romana haciendo carrera administrativa en la casa imperial o enriqueciéndose en los negocios como otros libertos de la época, se dedicó a escribir fábulas con la intención de expresar en ellas, a cubierto de las máscaras y las historietas de animales, los sentimientos de los esclavos: Servitus obnoxia / quia quae volebat non audebat dicere / affectus proprios in fallebas transtulit / calumniamque fictis elusit locis (III prol. 34-37). Pero el velo de la ficción animal no impidió que Sejano y sus secuaces se vieran retratados en algunas fábulas de sus dos primeros libros, escritos bajo Tiberio, y las entendieran como ataques satíricos dirigidos contra ellos. Esto tuvo consecuencias desagradables para el poeta, que nos habla de la calamitas que se abatió sobre él (III prol. 38 ss.). El poderoso ministro de Tiberio no podía acusar de libelo a quien se limitaba a narrar anécdotas de animales sin nombrar a nadie, aunque la fábula pudiera contener posibles alusiones personales. Para lograr su condena se apoyaría en cualquier otro supuesto delito que no sería, en cualquier caso, político, pues Fedro fue rehabilitado tras su caída en el 31 d.C.» (Cortés Tovar, 1997: 395).

 

[8] Los escritores tratados en este estudio —al mismo tiempo que esas ovejas negras que critican la sociedad de manera encubierta—, serán también esos zorros astutos (como lo sería sobre todo Rulfo o el propio Monterroso, ya que ambos son ese zorro que «es más sabio», del que este último autor habla en su colección La Oveja negra y demás fábulas (1996: 218). El zorro —o la zorra, generalmente— es además un animal prototípico en la historia de la fábula greco-latina.

 

[9] Entre las fábulas de Augusto Monterroso podremos encontrar igualmente al caballo racional, con su fábula titulada «Caballo imaginando a Dios».

 

ensayo de Isabel Abellán Chuecos

isabel.abellan.chuecos@hotmail.com

Universidad de Murcia

 

Publicado, originalmente, en: Philobiblion: Revista de Literaturas Hispánicas, n. 4, 2016. pp. 189-198

Philobiblion: Revista de Literaturas Hispánicas es editada por la Universidad Autónoma de Madrid: Departamento de Filología Española

Link del texto: https://revistas.uam.es/index.php/philobiblion/article/view/7836 

 

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