El gordito sentado junto al césped
Joaquín Doldán

Mi hermano mayor me había enseñado a leer y escribir.

Tenía 5 años y ya podía hacer frese coherentes y firmarlas, por eso lloraba tanto. Los demás niños de la clase se dieron  vuelta y me clavaron los ojos. Hace un momento la maestra había dicho:”Este año van a aprender a escribir sus nombres”.

El argumento con el que me habían seducido para ir a la escuela era “las cosas que iba a aprender”, por eso lloraba tanto. La maestra se acercó y me dijo:” ¿Extrañas a tu mamá?”.

Por un momento  pensé en decirle lo que pasaba, pero ella ya no escuchaba.

En fin todos los días desde el instante en que me ponía la túnica hasta la liberación al desprenderme de ella la tristeza era mi compañera de banco.

En el transcurso del año, hasta me había acostumbrado a rezar frente a la bandera, ni que hablar de lo resignado que estaba a no recibir notas sobresalientes, ya que, quien sabe por que macabro criterio solo ponían esas notas  a los diez primeros en terminar, y yo en mi resignación a estar cuatro horas ahí adentro me tomaba todo el tiempo  del mundo en cualquier tarea.

La maestra rezongaba mi fea letra, tachonaba mis oraciones que rara vez tenían faltas de ortografía.

Cuando quería hacer pichi tenía que decírselo, para que ella evaluara si debía ir o no, sin  importar que yo estuviera seguro que adentro mío había mucho liquido y que este de todas formas iba a salir. Por todo eso yo no era muy escuelero que digamos. En ese lugar del mundo lo resumía todo en esa enorme tabla negra.

En la primavera hubo un festival. Desde que sabía hablar y expresarme, en la soledad del cuarto de baño de baño o usando de escenario la cama de mis padres, cantaba, bailaba y , sobre todo , actuaba , mirando intérpretes de TV , recitando textos que aprendía de memoria aunque no entendiera que significaban.

Ese recuerdo inmediato me hizo sonreír. Y mientras lo hacía, tan distraído estaba, que cuando lo maestra repartió lo roles para el festival de la primavera noté tardíamente que yo no era el príncipe, ni el rey, ni el ayudante del príncipe, ni el paje del rey, ni soldado, ...ni pueblo....ni pajarito, por supuesto no hubiera aceptado ser princesa o flor. Se preguntarán que papel hacía: era el césped.  El gordo Martínez y yo íbamos a estar toda la actuación sentados en el borde del escenario sosteniendo entre nosotros una franja de tela verde, vestidos de ese color y con gorros de flecos, también verdes,  que nos tapaban la cara.

Mis cinco años no me habilitaron parar percibir mi situación durante los ensayos. Hasta les diría que mi familia me contagió el entusiasmo al probarme el disfraz.

El gordo Martínez lloró casi todo el festival. Nos sentaron en nuestro lugar y antes de subir el telón le dije:”No llores Tito; los hombres no lloran”. El me contestó “No soy un hombre, soy un niño-pasto”.

Así que por largo rato, eterno casi, mientras el príncipe reinaba, los pajaritos revoloteaban y todos hacían rondas, Tito y yo  estábamos sentados, quietos. Entre los flecos verdes pude ver a mis hermanos en la penumbra, me dio la sensación que tenían alguna expectativa sobre la importancia que quizás en algún momento tuviera un poco de hierba en la historia de amor primaveral, pero nos podíamos haber secado que nadie lo notaría. Mientras, el gordito seguía regándose con sus lágrimas.

Pero luego hubo un momento glorioso, un instante en el que él y yo nos transformamos en el centro de la escuela. Todo cambió. Aunque pasó mucho tiempo antes de valorarlo, en mi cerebrito  aquel día tuvo un significado especial. En el recitado final, estando todos en escena, la princesa de la clase se paró entre los dos a decir su texto:”El amor...el amor...”; siempre era “tan fluida “que todos nos dimos cuenta que se había trancado. En esos segundos de profundo silencio Tito se inclinó y se tiró un pedo como pocas veces escuché en mi vida hasta el día de hoy. Retumbó en todo el lugar y yo largué una carcajada maligna. El ruido del gordo y “la mejor de la clase “que seguía, muda y colorada a mi lado, creo una risa generalizada que hizo pasar desapercibida mi venganza, todo el mundo aplaudía lo que sin lugar a dudas fue lo mejor del festival., y así entre risas y bravos, Tito, el “niño-pasto”, soltó la tela verde, se sacó los flecos de la cara, se paró y con una sonrisa de oreja a oreja saludó al público con una reverencia.

Nadie paraba de reír y de aplaudir, así que las maestras impotentes ante los hechos, bajaron el telón.

Mientras algunas consolaban a la llorosa princesa, otras agradecían a los padres, otras decía a Tito:”que fatal, que pillín “, en medio del revuelo, él y yo quedamos frente a frente; solo le dije.”Que cerdo”y nos fuimos riendo para donde estaban nuestras orgullosas familias.

Al año, hubo otro festival y él tuvo su premio. Por su desenvoltura le dieron el papel principal. A pesar de que era aparentemente pecaminoso el sobrepeso de su cuerpo, Tito hacía de Pinocho, cosa que me puso muy contento. En cuanto a mí, les cuento: en los primeros cinco minutos de la obra,  aparecía solo, atrás de todo, disfrazado de nube.

Joaquín Doldán

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