—¿En qué se diferenciaban?
—El de la Plaza Cagancha tenía un aire bohemio y cultural, que un poco
compartió con el de la Plaza Independencia porque allí iba mucha gente
de la Comedia Nacional y profesores del IPA, que entonces estaba en la
Ciudad Vieja. Pero el local de la Plaza Independencia, que estaba en los
bajos del Palacio Salvo, donde hoy está Movicom, era más de paso. El de
la Ciudad Vieja reunía a abogados y a agentes de Bolsa y cerraba a las
20 hs. como todos los cafés de la City. Los otros eran bien de barrio. Y
la mayoría de los del interior, salvo el de Salto, que tuvo cierto
perfil cultural, eran el típico café de la plaza.
—¿Cuándo cerraron?
—El de Goes y el de la Unión en la década de los '50, el de la Plaza
Independencia en el 70, y el de la Ciudad Vieja a mediados de los '90.
En el interior dejaron de ser cafés Sorocabana como tales a fines de la
década de los '60, cuando a la empresa no le servía mantener filiales.
El de Durazno, hace años que no es lo que era, pero todavía conserva los
mismos muebles. Afines de los 70 me pasó una cosa curiosa. En la plaza
de Córdoba encontré un bar con decoración como el Facal de Montevideo,
pero que seguía sirviendo café Sorocabana, importado y preparado de la
misma manera que antes.
—¿Por qué fue novedoso el estilo de café que inauguró el Sorocabana?
—Porque contrastaba con los grandes cafés de entonces, que venían de
fines del siglo XIX y principios del XX, como el viejo Tupí Nambá y el
Británico en la Plaza Independencia, La Cosechera de 18 y Convención, el
Ateneo de la Plaza Cagancha, el elegante Montevideo de 18 y Yaguarón,
adonde iba toda la gente de "El Día", el Brasilero de la Ciudad Vieja.
Todos tenían 50 años cuando abrió el Sorocabana, que traía un concepto
empresarial muy moderno, con sucursales, con servicio de cafetería para
banquetes y eventos sociales, con vendedores en la Rural del Prado, en
el Estadio Centenario. Otra de las diferencias era que esos cafés
servían alcohol, mientras que el Sorocabana recién empezó a servir
cerveza, que fue el único alcohol que sirvió, a fines de los '60. En el
Sorocabana tampoco se servían comidas.
—A juzgar por la lista de habitúes que Incluye en el libro, el
Sorocabana era un recinto muy masculino.
—Cuando surgió el Sorocabana y hasta los '60, los cafés eran lugares
eminentemente masculinos, aunque en los '50 eran menos masculinos que lo
que habían sido en los años '20, cuando las mujeres no iban a cafés sino
a confiterías, como La Americana, El Telégrafo, las Conaproles y otras.
Pero voy a quebrar una lanza por el Sorocabana porque desde el principio
fue un lugar más propicio para la mujer que los cafés tradicionales,
quizás porque no servían alcohol ni había billares, pero también porque
estaba rodeado de centros educativos adonde iban mujeres. El maestro
Joaquín Torres García, por ejemplo, tenía muchas discípulas en su taller
en los bajos del Ateneo, donde hoy está el Teatro Circular. Y todas las
estudiantes del Instituto Magisterial Superior, que estaba en el hoy
Museo Pedagógico, iban al Sorocabana, incluso las clases seguían en las
mesas del café. A fines de los '40, cuando todavía era raro ver una
mujer sola en un café, Idea Vilariño iba al Sorocabana sola y a nadie le
llamaba la atención.
—¿Por qué el Sorocabana de la Plaza Cagancha se transformó en un emblema
cultural de Montevideo?
—El Sorocabana de la Plaza Cagancha era muchas cosas, pero sobre todo un
espacio, por eso el café de la calle Yi nunca fue lo mismo. La esquina
donde estaba ubicado, la forma del salón, llena de rincones donde la
gente se refugiaba, con columnas para esconderse, los ventanales que
interactuaban con la Plaza: esas características lo transformaron
durante décadas en el Gran Café de la ciudad, un café adonde iba todo el
mundo, desde el magnate al pordiosero, desde el ministro al ciudadano
anónimo. Durante décadas fue el microcosmos del macrocosmos que era
Montevideo. La sociedad montevideana se representaba en el Sorocabana,
con sus inmigrantes de todos lados, sus ruedas culturales pero también
empresariales, como la mesa de grandes financistas que tenía Eduardo
Iglesias Montero —dueño del edificio neoclásico en cuyos bajos estaba el
café y mecenas del lugar hasta su muerte en 1997—. Escritores,
políticos, comerciantes, bohemios, profesionales, académicos, todos
tenían su mesa, incluso los sordomudos. Y las mesas eran respetadas. La
tertulia de Reyes Abadie de las mañanas tenía las tres mesas cerca de la
primera ventana, y si por alguna razón alguien entraba y se sentaba
allí, el mozo sugería cordialmente que las dejaran libres. A Marosa di
Giorgio también se le reservaba un lugar.
—¿Cómo explica su cierre?
—La apertura del Sorocabana en el '39 coincidió con el corrimiento del
Centro de la ciudad desde la Plaza Independencia a la Plaza Cagancha,
fenómeno que duró hasta los '60, y de alguna manera, su decadencia fue
paralela a la decadencia del Centro. Ya a fines de los 70, cuando no
quedaba ninguno de los grandes cafés antiguos, el Sorocabana era un
elefante blanco en un país en medio de una crisis política y económica
que estaba cambiando sus costumbres. Desde el punto de vista
empresarial, era difícil que pudiera mantenerse, porque el Sorocabana
pertenece a un Montevideo distinto, en el que el Centro era importante
como lugar de encuentro, de paseo, de compras, de entretenimiento. A
mediados de los '80, el Sorocabana ya era un anacronismo. Podía haber
derivado en un café como el Tortoni de Buenos Aires —ojalá—, pero faltó
conciencia de la sociedad civil sobre !o que significaba como espacio
tradicional de los uruguayos. Si reabriera en la Plaza, creo que lo
haría con un criterio de calé tradicional de la ciudad, con conciencia
de ser un lugar histórico culturalmente.
¡Café, café!
• Además del clásico café brasileño preparado al baño María en cafeteras
cilíndricas, en el Sorocabana de la Plaza Cagancha había algunas
especialidades clásicas. Una de ellas era el café helado que se servía
en verano, en vaso de capuccino, con hielo y batido para que tuviera
espuma. Otra eran las medialunas estilo porteño, que hasta los ´70 hacía
especialmente una panadería.
• El café se servía en pocillo blanco, sin logo de ningún tipo. Servirlo
en vaso era considerado un sacrilegio por los mozos, incluso el cortado
se servía en pocillo. Lo que sí llevaba el logo Sorocabana era el
envoltorio de los terrones de azúcar y, más tarde, el sobrecito de
azúcar.
• Hasta los '70, el café que se servía en el Sorocabana era más barato
que en otros lados. Como tomarlo parado costaba mucho menos que sentado
en una mesa, había habitúes de mostrador, que lo visitaron por más de 30
años y nunca se instalaron en sus típicas butacas.
A. O.
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