La mordedura de la víbora

El libro lo había comprado de segunda mano, y tenía descripciones minuciosas y fotografías. Encuadernado en rojo, en cuero flexible, tenía el mismo color y el mismo formato que la antología de poetas franceses, de modo que quedaba disimulado junto a ellos. El polvo y la humedad del depósito de la librería de viejo, y los años, le habían dado un tacto untuoso, vivo, y como el librero mandaba de cuando en cuando algunas partidas de libros a la desinfección, de modo que quedaban luego impregnados de olor a formol, y ese era uno de ellos, el olor y aquel tacto extraño hacían evidente que se trataba de un libro enfermo y quizá contagioso. Y además estaban los grabados. Entonces no eran todavía frecuentes las reproducciones en colores, pero no por eso dejaban de ser eficaces los clisés: la calidad de la piel y las arrugas se veían con nitidez, así como la carne abierta en las heridas y sobre todo los bordes salientes de las pústulas que deformaban el miembro. Las fotos mayores, que abarcaban tronco y cabeza, tenían un rectángulo negro a la altura de los ojos que impedía el reconocimiento de los enfermos, pero todo el resto era por el contrario muy claramente visible, especialmente los labios, y aún los senos, a propósito de los cuales la leyenda de la fotografía indicaba que aquellas pústulas eran consecuencia de morsures. En algunos casos, junto a las fotografías de plano general, aparecía otra en gran plano que mostraba los detalles más característicos. A menudo éstas eran las más inolvidables, no sólo porque mostraban, a veces, deterioros orgánicos repugnantes, sino porque, independientemente de ellos, y aunque la presencia de aquellas llagas las impregnara del sentimiento de la enfermedad y de la culpa —porque la enfermedad tenía allí un sentido definido de castigo adecuado, merecido, aunque no se supiera explicar bien por qué—, ofrecían, con todo —y éste era su sentido más positivo— una revelación sorprendente de la forma que uno mismo podría llegar a tener, o de la que iba a encontrar al fin cuando conociera lo más insondable, deseable y temible de una mujer. Las formas viriles, de un tamaño increíble, mostraban un futuro que no se atrevía a imaginar como verosímil; ¿o serían miembros dilatados por la misma enfermedad? El libro mostraba también casos así, es cierto, pero entonces todo aquello era mucho más grande y deforme, y quedaba además referido a una enfermedad precisa v rara. ¿Sería posible, realmente? ¿Podría uno llegar... ? No era muy claro qué podía hacerse con todo aquello. No daban allí medidas, pero del tamaño no se podía dudar porque fácilmente podía deducirse de la comparación con otras partes del cuerpo. Eso provocaba una sorpresa llena de un orgullo mezclado con cierto sobrecogimiento, aunque la presencia de aquellas llagas insistiera en complicarlo con bastante temor. En cuanto a las formas femeninas eran hasta tal punto secretas y envolventes que no se podía llegar a imaginarlas acabadamente aunque se estuviera viéndolas. A veces había instrumentos metálicos a manera de largas pinzas o varillas con ganchos y otros como cucharas y aún como gruesos embudos articulados y de formas curvas que dilataban algunos de sus pliegues para dejar ver la corrosión que la enfermedad había operado en otros lugares habitualmente más escondidos, pero, aunque gracias a ellos llegara a verse más, era imposible agotar y hacer limpia y claramente presente aquella forma que se envolvía siempre en otro pliegue o en una presunción de otro pliegue más hondo. Acaso fuera entonces que empezó a formársele aquella idea —que más tarde otras experiencias muy diferentes vinieron a confirmarle— sobre esa inagotabilidad de la presencia femenina que no puede ser nunca puesta totalmente en claro: sea con su presencia abultada y enigmática de gruesa mariposa nocturna cuyo vientre escondido v desnudo palpita debajo de sus alas abrigadas, sea bajo el delicado vellón dorado que apenas cubre, con una forma parecida a un signo de interrogación que sella una boca silenciosa, sea, en doloroso, lancinante exposición, debajo de metales que la hieren y la obligan a mostrar pliegues más secretos y hendiduras siempre insondables, nunca se la podía asir como una forma definitiva y acabada, siempre seguía vuelta sobre sí misma, siempre encapullada y secreta, aún cuando estuviera abierta como una ostensible víscera desgarrada, siempre había una hendidura, una herida que prolongaba su mudez.

Seguramente así sería —pero en definitiva ¿cómo?— el secreto que escondía Gloria, y por eso sería tan silenciosa y dulce, por lo que llevaba consigo, y también Susana; pero él lo advertía más claramente en Gloria, que andaba siempre con un paso más cuidadoso, como si fuera siempre cuidando algo al andar. En la clase de Francés se sentaba en un banco cercano al suyo y delante —a veces en el mismo banco delantero— de modo que podía ver bien y de cerca su nuca y especialmente los últimos pelos dorados que se curvaban y quedaban sueltos, porque allí era imposible atraparlos con el peinado; sueltos y formando esos mismos signos de interrogación sobre la piel suave, que ya dejaba de ser infantil; y a veces el sudor los adhería a la curva del cuello. Así podía nutrir, gracias a la presencia de aquella nuca que evocaba con tanta facilidad la imagen más precisa, pero no menos enigmática que ahora le ofrecía el grabado, con la memoria fresca de aquellos últimos vellos parecidos, que su imaginación hacía cada vez más tibios y húmedos y la carne que cubrían más tierna y absurdamente penetrable, hasta que su propia humedad lo inundaba y quedaba exhausto y tembloroso y empapado, e infinitamente triste por la distancia inmensa que lo separaba de aquel cuerpo fresco, hermoso, ignorado y puro que deseaba.

Las fotos estaban impresas fuera de texto, en papel ilustración, más sensible a la humedad, de modo que era inevitable sentir, al hojearlas, la adhesión de la superficie envejecida, húmeda y maloliente, así como era inevitable vincular el contenido de aquellas fotografías con la calidad enferma que el olor y el tacto proclamaban. Aquello hacía su soledad, más culpable. El médico que hubiera hojeado aquel libro seguramente lo habría hecho con las manos enguantadas y aún húmedas luego de reconocer a un paciente. No se le podía leer de corrido, como otro libro cualquiera, apenas si podía hojeársele contentándose con que se abriera por dónde él quisiera. Sólo algunas páginas era más legítimo leer, porque podrían ser consideradas como lecturas ampliatorias del curso de Biología e Higiene, pero esas eran particularmente difíciles, porque contenían la descripción de la reacción de Wasserman. Algunas otras cercanas tenían también un atractivo muy grande: eran las que describían el deterioro mental de los enfermos de Parálisis General Progresiva. Por ellas fue que las conversaciones en el comedor fueron haciéndose cada vez más interesantes, ya que no podía dejar de atender a las cosas que contaba su tío y que eran cada vez más raras, como cuando empezó a referirse a las cajas de bombones que regalaba diariamente a las empleadas de las casas donde vendía, v que eran además, según él mismo explicaba, cada vez más grandes y hermosas, porque las hacía preparar especialmente en una confitería de lujo de la cual, con ese motivo, se había hecho cliente; o cuando insistió en hacerle hacer una manija de delicada cabritilla v especialmente acolchada, a la cartera de muestras, que era sin embargo nueva, para que fuera más cómoda, o cuando contrató luego a un amigo suyo para que le sirviera de chofer en la misma vieja forchela de bigote y capota. El iba sentado delante, con un gacho gris y la corbata de moñita, encaramado en lo alto del Ford modelo 1925, que en su tiempo había costado cincuenta pesos extra porque tenia arranque eléctrico. Su amigo manejaba y le llevaba hasta las tiendas la cartera llena de muestras y después lo esperaba en el automóvil. Y todo eso se comentaba en la mesa. Él, por su parte, pensaba en las ideas de grandeza que el libro describía y le dijo a su padre que el tío estaba seguramente enfermo, y el padre le dijo que si, que un día, al levantarse de la cena le había preguntado en el corredor "si lo había picado la víbora", y él le había respondido que sí, pero que ya estaba yendo a lo de Don Pedro, y que eso era lo principal, que se estuviera cuidando. Que las ideas de grandeza existían era indudable, porque, además, la generosidad de su tío aumentaba, y aumentaba también con él a quien a escondidas —seguramente para no molestar a su padre— hacía regalos en dinero que él no se atrevía a gastar porque eran sumas mayores que las que jamás tuviera, y como juzgaba que aquello se debía a la enfermedad, pensaba que debía guardar el dinero para dárselo a la abuela cuando él se muriera, porque era indudable que la enfermedad progresaba y que se moriría, ya que no podía ser que le fuera mejor con sus ventas porque frecuentemente decidía que estaba cansado, que ya había trabajado mucho y se quedaba en la casa a dormir la siesta.

A menudo se quedaba también para sudar.

Tenía que hacerse varios sudores por semana, y él mismo recogía luego los papeles de diario que había extendido debajo de las sábanas y que se empapaban con su sudor, y los llevaba hasta la lata de la basura sin dejar que nadie pudiera tocarlos, porque en ellos iban las toxinas que lo estaban envenenando. El tratamiento duró mucho tiempo. El no sabía exactamente cuando había empezado, pero hacía ya tiempo que había muerto Julio y él seguía sudando. También se daba baños calientes con sal; dos días por semana llegaba más temprano y con un paquete debajo del brazo: era un kilo de sal que disolvía en la bañera a la que agregaba después dos ollas de agua hirviendo y allí se quedaba sumergido más de media hora.

Pero un buen día empezó a quedarse en casa porque se sentía mal. Salía sólo un rato para hacer algunas ventas: entonces se vestía con cuidado, con finas camisas de seda y corbatas de moñita siempre impecables, y con un traje de buen casimir gris; el Ford verde y alto lo esperaba en la puerta y él subía con la brillante cartera de cuero oscuro en la mano. Pero volvía pronto y ya se quedaba en la casa. Se quitaba la ropa —porque “le molestaba"— y se paseaba inquieto por el largo corredor solo cubierto por su vieja robe de chambre que era una vieja salida de baño de tela de toalla con los bordes deshilachados. Salió todavía algunas veces para ir a Belvedere, a lo de Don Pedro, y discutía luego con el padre lo que aquel le había recomendado. Lo más importante era sobre todo lo que tenía que ver con un viaje al Paraguay que él no quería hacer y que parece que Don Pedro juzgaba necesario. A él le era difícil comprender bien aquellas discusiones que no se hacían en su presencia pero que dejaban hilachas de secretos que colgaban a veces de las mismas conversaciones del comedor. Sólo entendió cuando su padre le dijo algo de la malaria: era evidente que los sudores no detenían al treponema pallidum. No pudo dejar de imaginar que la médula espinal de su tío estaba penetrada por aquellos animalitos que subirían apeñuscados tratando de treparse a su cerebro; muchos debían haber llegado ya y eran ellos los que le habían hecho comprar cajas y cajas de bombones y cambiar de carteras porque ninguna le venía bien a su mano, y los billetes de diez pesos que él mismo había recibido venían a impulsos de ellos. Entonces empezó a ser habitual que se quedara en su cuarto, en la cama. Dejaba las puertas cerradas y se cubría totalmente con las frazadas. Cuando sudaba tío Domingo, que era su compañero de cuarto, se ocupaba de llevar y traer los porrones y las grandes hojas de papel de diario húmedas. A veces se oían, desde el corredor, sus largos suspiros, o algunas palabras sueltas, y después unos como gruñidos que no eran de queja.

La otra mitad del amor contada por siete hombres
Bolsilibros ARCA
Montevideo, julio de 1968

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