En la muerte de Flores Mora

por José Pedro Díaz

Manuel Flores Mora

La última nota suya sobre Mario Arregui, la última de esas ejemplares contratapas que venía escribiendo en JAQUE, decía en su última línea al lector: Deja que me vaya con mi dolor, con Mario... Y fue con un llamado telefónico a la redacción que hizo enmendar luego: con el recuerdo de Mario y con mi llanto.

Aún así...

De todos modos, cuando esas líneas salían ya impresas a la calle, él se estaba yendo, sí, con Mario.

No quiero comentar las circunstancias que subrayan y enmarcan la muerte de mi amigo, justamente el día en que comienza el tiempo nuevo por el que escribió con toda la fuerza de su escritura apasionada, sensible, inteligente y poderosa, que solía ser aún más fuerte desde la altura de una soberana ironía; justamente el día en que la que había sido durante tantos años su banca en el senado sería ocupada por su primogénito; justamente el día en que él mismo rendía su homenaje final, desde su contratapa de JAQUE, al otro amigo del alma, Mario Arregui; justamente el día en que, en páginas de Correo de los Viernes se publicaba un texto de delicada y perturbadora hermosura del mismo Mario Arregui, titulado Abejas, en el que se oye el secreto zumbido del enjambre de los muertos queridos.

Pero no son esas circunstancias solas las que hacen, además de la amistad, que quiera escribir sobre él. Sé muy bien que no nos dejó la tragedia en la que trabajó apasionadamente en aquellos tiempos, tiempos para él también inolvidables en el que contarnos proyectos y leernos algunas páginas nos hermanaba aún más y nos mantenía desvelados, ilusos y resplandecientes casi hasta el amanecer; los tiempos en los que nos despedazábamos sin piedad de puro y exigente amor por el talento del amigo o de la amiga que leía. No hace mucho lo recordé a propósito de Angel, y la última vez a propósito de Mario. Ya conté cómo una de las primeras obras de Angel fue abandonada. Otra noche fui yo quien leyó un capítulo de mi primera o segunda tentativa novelística, y cuando terminé la lectura quedé suspendido de un silencio que duró hasta que oí los pesados pasos de Mario Arregui que se acercaba al cenicero repleto, rompía algunos de los puchos que lo desbordaban y se ponía a armar cuidadosamente, con los restos de tabaco un nuevo cigarrillo, mientras pausada y afectuosamente me preguntaba: “ — ¿Y eso, José Pedro, para qué?” También concluyó allí esa novela mía. ¡Con qué amor se recuerdan ahora los dolores de entonces!

Pero de Maneco teníamos, sobre todo contadas, algunas escenas de una tragedia. Ya había ganado un concurso literario con un soneto, había publicado cuentos, y había editado con Maggi y con Novoa, el pintor, una revista. Pero para todos nosotros lo que contaba era la tragedia.

(Eran los años del deslumbramiento de Homero que tenían una cálida motivación humana; tanto Maneco como Maggi asistían a la clase de Composición Literaria que dictaba Paco Espínola en la Facultad de Humanidades, y eso enlazaba en una misma devoción, el deslumbramiento por la grandeza homérica y por la singular profundidad humana del escritor uruguayo. Hasta mi hijo llegó, ese deslumbramiento: cuando estaba estudiando en Preparatorios con una profesora cuya escalofriante ineptitud la borra piadosamente de mi memoria, preguntó algo sobre Homero al hijo de Maneco, entonces reciente profesor, y la explicación de Manolo, que fue más que una clase, hizo que mi hijo fuera entonces quien se deslumbrara con una iluminada visión de la figura de Aquiles, cuyo resplandor, que no era sólo homérico, yo sé dónde había nacido).

Dije, antes de este largo paréntesis que sin duda me nace como involuntario homenaje al propio estilo último de Maneco, que de él teníamos, sobre todo, en el tiempo de que hablé, algunas imágenes de lo que iba a ser una tragedia. Y desde que inicié esta página aludiendo a la línea final suya que en su última contratapa hizo corregir por teléfono, no puedo olvidar el tema de aquella tragedia cuyos manuscritos se perdieron, creo, en la valija de un automóvil que le robaron. El título de aquella tragedia era Casandra, el nombre de la hija de Príamo a la que Apolo había otorgado por amor y para conquistarla, el don de la profecía, el donde ver el futuro, pero a quien luego, cuando ella se le rehusó, no le retiró ese don pero la condenó, en cambio, a que nadie la creyera.

Aquella figura de Casandra y la última línea de una nota corregida luego por teléfono, se enlazan para mí a distancia de años. Acaso él también oyó, como Mario, que zumbaba su enjambre.

No tengo de aquella tragedia más que la memoria incierta de algunas escenas —sombras vacilantes— y no es hora de evocar su larga tarea de escritor que culminó — ¡tener que usar el pasado perfecto: culminó! — con esa admirable serie de las contratapas que más que tarea periodística fue uno de los integrantes vivos de nuestra historia presente.

Pero quiero decir algo que él quería que dijéramos; algo sobre lo que él quería escribir y me había propuesto que escribiéramos a dos voces. Fue una de esas ocasiones que nos hablábamos por teléfono, y me hacía él el amistoso homenaje de preguntarme algo porque, me decía, quería estar seguro de que lo que iba a citar en su nota era cierto; como si yo pudiera tener algún día una memoria más nítida y precisa que la infalible suya. Y luego de conversar del tema, me dijo un día: “Oye; estoy pensando que ahora que los dos estamos escribiendo todas las semanas, ya sería tiempo de contar cómo fue aquel día del año 68, ¿no te parece? Pero lo tendríamos que contar a dos voces: tú desde tu ángulo y con tus recuerdos, y yo desde los míos. Yo creo que tenemos que hacerlo”. “ — De acuerdo, Maneco, ¿y cómo lo hacemos?” Mirá; una de estas semanas te llamo. Yo preparo una nota y te la paso, y tú escribes otra en paralelo”. Y así lo convinimos.

Pero pasaron varias semanas y se hizo tarde.

Ya no podremos contar a dos voces lo que Maneco quería, pero sí quiero decir qué quería que contáramos. Sé que no es algo que quepa en estas pocas líneas, pero quiero dejarlo siquiera aludido.

Era el día que había muerto Líber Arce.

Cuando llegué a la Universidad, por. la mañana, pregunté al Rector, el Ingeniero Oscar Maggiolo —un gran Rector, y otro amigo muerto en el exilio—, cuándo sería el entierro. Y entonces recibí la respuesta increíble: “ — No sé, Díaz; no dejan velarlo”. ¿Cómo? ¿Quién?”

La jefatura. Prohíben velarlo”.

" — ¿ Pero cómo? ¿No hablaron con nadie?

Tampoco se puede. Nadie contesta. No aceptan hablar con la Universidad . "

— Pero van a venir estudiantes; y gente.

Esta tarde va a haber un mundo aquí enfrente”. Sí. Pero la orden es disolver. Porque está prohibido”.

Todavía conversé al salir, con otro universitario amigo, al pie déla estatua de Dante. La explanada estaba desierta y la avenida más vacía de lo que debiera a esa hora. Ya se sabía que había muerto un estudiante. Cuando nos separamos, el universitario amigo me dijo: “Vámonos. No hay nada que hacer”.

¿Realmente no habría nada que hacer? Imaginé lo que pasaría allí esa tarde, en la explanada todavía desierta y en la avenida casi vacía, pero me pareció que se estaban empezando a formar algunos grupos sobre las veredas, frente al Sportman y en la otra esquina, haciendo cruz con la librería de Tarino.

Había que quebrar aquella situación. ¿Pero qué podía hacer yo? Y de pronto comprendí que podía, sí: podía explicarle todo eso a un amigo: al senador Flores Mora. Hasta hacía muy poco formaba parte del gabinete y había renunciado cuando se plantearon las medidas prontas de seguridad.

Cuando al fin lo localicé, primero se indignó: “Y FEUU, ¿para qué arma líos? — me dijo entre otras cosas— ¿Y la Universidad qué está haciendo? ¿Nada?” Eso fue lo menos que me dijo; pero luego, cuando dejó de pasearse por la habitación, le dije: Nada; no hace nada. No puede”.”— ¿Cómo, no puede?” No; no puede. Le cuelgan el teléfono. No se puede hablar con nadie”. Y entonces, enfurecido de pronto: ¡Pero no puede ser!” Pero es, Maneco”. Y aquí ya no reproduzco lo que entonces me dijo. Y al fin le oigo: “— Pero vos sos profesor”. “— ¿Y?”, le contesto. Duda, y luego me dice: “— ¿Y te animás a enchastrarte para que no pase nada esta tarde?” ¿Enchastrarme? ¿Porqué? “— ¿Me acompañás a ver a X.?” “ — Bueno”. “ — Vamos”.

Pero cuando llegamos a la puerta de un escritorio, separando al portero (“No hay nada que anunciar; soy el senador Flores Mora, el Sr. X. me está esperando”) me dice de pronto: “— No, hermano; quedate aquí. Mejor que esto sea a solas”. A los pocos minutos salía: “— Esto es una locura José Pedro. Me voy a Suárez. Pero decime cómo me comunico contigo y con la Universidad. ¿Dónde te encuentro?” En la Universidad; te espero allí”.

No mucho después, ya en el despacho de Maggiolo, suena el teléfono y el Rector me dice: “— Para Ud.” Era Maneco, y fue él quien me dijo entonces la segunda cosa inverosímil que tuve que oír ese día:

Mirá José Pedro, parece que esto se va a poder arreglar, pero me piden que alguien se haga personalmente responsable de que se mantendrá el orden. Por eso te hablo; yo dije que hablaría con un profesor amigo... Y antes de que yo pudiera transmitirle a Maggiolo lo que había oído, volvía a oír a Maneco: "Sabía que podía contar contigo, José Pedro. Entonces estamos de acuerdo. Luego te vuelvo a llamar .

Creo que la primera conversación fue así. No puedo jurar que lo sea cada uno de los términos, pero en general fue así. Luego hablamos varias veces más.

La explanada ya estaba cubierta; el tránsito se había interrumpido en la Avenida. Se acordó que Líber Arce sería velado en la Universidad. Los muchachos de FEUU habían hecho una cadena con sus brazos y mantenían libre casi toda la escalinata y parte de la explanada y de la calle. Varias de las otras conversaciones estuvieron destinadas a señalar que los piquetes de los coraceros se apostaban demasiado cerca y que eso provocaba a la muchedumbre. A los minutos de la conversación se alejaban a cien metros, pero a la hora estaban otra vez cerca. Y así hasta entrada la noche.

Pero hubo otra conversación diferente. Tenemos que acordar todos los detalles; es la única manera de que no ocurra nada —me dijo Maneco—, y los tenemos que acordar ahí, con un plano de Montevideo delante. ¿Qué te parece?” “—Y bueno. Hay que planearlo con Maggiolo". “— Pero soy yo el que va; ¿qué decís? ” “ — Te espero afuera ”.

Y entonces, los que oyeron lo que nunca esperaron oír fueron los muchachos de FEUU, cuando les avisamos que en algún lugar de la cadena iba a aparecer el senador Flores Mora, y que lo hicieran pasar en seguida porque venía a hablar con el Rector.

La muchedumbre que tupía la avenida era silenciosa, pero nunca olvidaré cómo se ahondó aquel silencio cuando cerca de la acera de enfrente Maneco entró al sector despejado adonde lo fui a recibir, y luego mientras subíamos la escalinata. Había sin duda para muchos algo que era difícil de entender, pero que en esos instantes se entendió muy bien.

Sólo después de media noche nos volvimos a encontrar y me contó su parte de la historia. Había habido dos tesis enfrentadas: la de la fuerza, toda la fuerza, por un lado, y por otro la de Maneco: la de que el orden lo pueden imponer los gremios, lo podía i m poner la FE UU.

Esa tarde el senador Flores Mora salvó de un desastre a la Ciudad de Montevideo. Y no todos lo saben.

En su homenaje hay que decirlo — procuraré decirlo mejor, si puedo, algún otro día — para que se sepa como para él, como para nuestro otro querido amigo muerto también hace unos días, por encima de todo le era necesario servir a aquel que es el centro de todos los valores, el único y verdadero valor a cuidar: el hombre. Porque por eso importa el arte, del que era devoto, por eso importan las letras, por eso importa la política, por eso importa todo lo que importa. Y ese fue siempre su motor.

Gracias por haber sido así, Maneco.

 

José Pedro Díaz

"Jaque" Revista Semanario - Año II No. 63

Montevideo, 22 de Febrero al 1o. de Marzo de 1985

 

Ver, además:

 

Orgullo y alegría - Ante la vida de Mario Arregui, por Manuel Flores Mora

 

Escribo sobre Maneco Flores y Mario Arregui, por Carlos Maggi

 

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