Gritar el amor

cuento de Jesús Díaz

cuidado son terribles

aman como porfiados

Gelman

 

Desde allí veía a los pájaros haciéndose el amor en las paredes, en las viejas paredes del edificio vecino; veía un poco la cama y un poco de ella también, de su espalda. Desde aquí no veo nada. Es mejor porque desde allí veía sobre todo a los pájaros haciéndose el amor en las paredes y los envidiaba, los envidio. Les envidio el canto, esa impúdica posibilidad de gritar el amor, mientras yo, por lo mismo, no podía ni siquiera moverme. Ahora tampoco puedo, pero por lo menos no los oigo. En aquel momento tampoco los oía, pero era distinto. Entonces era la luz, opaca, delatándonos lentamente la luz, pegándose a nosotros, descubriendo los gestos de bestia; las miradas de acecho; los gemidos sordos de nuestros cuerpos entrampados; haciéndose palabras —Angela—, duramente palabras, Perra —unas, haciéndose sudor, mordidas, haciéndose ternura—. Perra mía, amor. Entonces —Angela— sólo eso. Aquella palabra que yo repetía aún pronunciada por otra voz, la misma que ahora dice: "El entierro es ahorita''. Mientras yo, que no veo nada, que no puedo moverme, me esfuerzo por contenerme y no gritar todo lo que habría que gritar de una buena vez. Me hago cuentos, como los niños, pienso en cosas agradables; pienso que esto va a terminar pronto y que no voy a estornudar, que mi cuerpo no va a traicionarme como no me traicionó cuando ella me dijo: "No te muevas, por favor, es tu pelo el que ve''. Y yo me estuve quieto, a su lado, con un ojo cerrado por la almohada y el otro mirando la espalda de ella, de Angela, sobre la que el sudor nuestro comenzaba a ser substituido por el otro, el del miedo. La vieja seguía mirando por la ventana del bañíto y asegurando: "Está ahí, durmiendo. ¡Angela!" y corría otra vez hacia la puerta para empezar a golpearla con una fuerza endemoniada e injusta al tiempo que gritaba: "¡Angela!, ¡Angela!" Y ella. Angela, me rogaba: "Córrete, sí vuelve puede verte: ¡Angela! Yo estaba ya al borde, aunque Angela no podía verlo, porque los gritos parecían haberla fijado en aquella posición tan complicada en que la sorprendieron. Los golpes no hacían sino aumentar, llenar la habitación como enormes obscenidades gritadas por aquella mujer soez, atraer la atención de los vecinos que preguntaban alegres —¿Qué pasa? y la vieja, por toda respuesta golpeaba más fuerte. ¡Angelaa! Ellos sumaron entonces sus golpes y sus gritos y las paredes de la casa empezaron a retumbar. ¡Angela! ¡Angela! ¡Angelaaa! se destacaba siempre al final la chirriante voz de la vieja: —Córrete, por favor— no pude más entonces y me deslicé, desnudo, hacia el suelo. Estaba frío y sucio, lleno de las colillas y las cenizas nuestras de la noche anterior, de aquel aliento húmedo y agrio en que se había convertido el fuego líquido que destilamos. Todo se unía en aquella terca presencia del recuerdo que me obligaba sobre todo a fijarme en los pájaros que hacían el amor en las paredes sin importarles nada que yo estuviera desnudo y perseguido; sin importarles nada que la vieja siguiera golpeando, sin venir a socorrerme, a sacarle a picotazos los ojos a la vieja; sin importarles nada que su irritante presencia no me permitiera fijarme un poco en Angela, en su espalda, no me dejara inventar un plan, algo. Una defensa contra los vecinos que seguían unidos a la vieja en sus gritos y clamaban por Angela, formando un coro desigual y terrible; contra la vieja que golpeaba la ventana del bañito amenazando romper las persianas y entrar. Y me dio por imaginar que lo hacía, pero que al entrar quedaba trabada en el marco. Por un momento tuve esa dulce visión: de un lado de la ventana aquel torso grueso y deforme presidido por unos ojos cada vez más culpables; del otro el baile flácido de unas piernas incapaces ya de perseguir a nadie; alrededor, Angela y yo bailando, sacándole la lengua, haciéndonos el amor sin temor a sus gritos ni a los de los vecinos a quienes previamente habíamos cortado la lengua. Fue lindo aquello, pero breve, porque el nivel de los gritos y de los golpes seguía subiendo y nosotros estábamos demasiado solos, demasiado impotentes, demasiado desnudos. Ellos podían subir desde la calle con una escala, podían forzar la puerta, podían. —En el closet, me dijo, va a saltar--¿A saltar? —pregunté—. Por el balcón de al lado. Seguía sin entender, pero Angela, estaba demasiado segura y me incorporé recogiendo mis ropas. Antes de hacerlo tuve otra vez la visión de los pájaros haciéndose el amor en las paredes. Ahora no veo nada. Trato de imaginar a la vieja grotescamente ayudada por un vecino saltar la baranda del balcón de al lado para entrar hasta aquí. Me siento empujándola hacia abajo, mirándola romperse la cabeza en el asfalto y me sorprendo con las manos crispadas sobre el pomo de la puerta de este closet donde espero y escucho a la vieja, increpar, preguntar, gritar que cómo es posible que no hayas oído nada; a Angela responder que no, que llegó a las cuatro de la mañana del velorio, que estoy muerta; a la vieja que si no le da pena, los vecinos, ha tumbado la puerta, mírame bien, te voy a hacer una pregunta, dime la verdad, Angela, mírame a los ojos, ¿había alguien contigo? Angela que grita, ¡Mamá! ¿Con abuelo tendido todavía; la vieja otra vez que la mire, ¿no me engañas?; ¡Angela solloza, mamá... yo... ya no creo que tú, se le corta la voz, creer que yo... sin respetar que abuelo, llora, yo aquí y tú creyendo; la vieja la calma, está bien... no llores, la besa, ya Angela... ya, llora, es que... no sé Angela. .. ya llora, es que... no sé Angela... ¿me perdonas?; Ángela hipa, bueno, estornuda, está bien... pero yo, so-Hoza, cuando pienso que fuiste capaz, llora, capaz de pensar... Entonces siento que es verdad, me da pena con Angela y roña con la vieja que ha sido capaz de pensar y ahora es capaz de pedir otra vez que la perdone mientras da vueltas por la casa, busca con disimulo, llega frente a. este closet en que estoy, desnudo, y si lo abre la mato, lloro, le pido perdón, corro desnudo, hacia la calle, me visto, le robo la iniciativa y salgo y grito todo lo que habría que gritar de una buena vez, yo no tengo la culpa, Angela, tampoco, nosotros no queríamos, le digo que en los parques no se puede, en el malecón no se puede, las posadas son sucias, caras, están llenas, entonces, usted no estaba aquí porque el abuelo estaba, que no, que yo sí respeto al abuelo, que me deje hablar, no, no fui el primero, no me pegue, que no me pegue. Que tengo que contenerme y callar. El entierro es ahorita. Estar quieto, el entierro es ahorita, se van a ir y yo tengo que contenerme y callar, pensar en cosas agradables; pero no puedo si no acordarme de todo esto, del suelo frío, que me produce, estas horribles ganas de estornudar que hace presente aquel olor tan nuestro, aquel universo del que ya en ese momento sólo obtenía algunos ángulos. Desde allí, veía a los pájaros haciéndose el amor en las paredes, en las viejas paredes del edificio vecino; veía un poco de cama y un poco de ella también, de su espalda. Desde aquí no veo nada. Es mejor porque desde allí veía sobre todo a los pájaros haciéndose el amor en las paredes y los envidiaba, los envidio. Les envidio el canto, esa impúdica posibilidad de gritar el amor que quisiera tener ahora para salir, desnudo, y gritarle a la vieja. A la vieja que hace rato no oigo, ni a Angela. Pero no es Angela lo que importa. Es la vieja que ya la hizo confesar y ahora espera sentada en la cama, frente al closet, rodeada de todos los vecinos, dispuesta a esperar años, segura de que no podré resistir infinitamente este encierro y de que tendré que salir, desnudo y derrotado a la vista de todos. Habrá que inventar algo porque allí estará sobre la cama el cura, en la butaca el bodeguero, regadas por el suelo las chismosas del cuarto piso. Habrá que inventar algo. No es posible un túnel como los presos que se escapan en las películas; es lástima, sería lindo un túnel y Angela al final, toda alegre, como en las películas, Angela. Así fue antes, hace unas horas, cuando cerraron el Turf y nos dejaron dentro ese calor que da rabia porque necesita seguir quemando; ese calor que me obligó a vencer el sudor de las manos, los latidos en la frente, la presión sobre la garganta y preguntarle tratando de parecer muy natural: —¿Tu mamá irá al entierro desde la funeraria directo?— que la obligó a responder, bajando la cabeza: —Si—. Lo otro fue seguir haciéndonos preguntas tontas por el camino. Las mismas que nos hicimos antes de llegar al Turf, al escaparnos de la funeraria. Las mismas que nos hacemos siempre que sabemos lo que queremos, y a donde vamos, y cómo va a ser todo; pero uno hace como si en realidad no lo supiera y luego fuese casual. Como las veces que fuimos a 11 y 24 hablando de la noche, de querer la noche, cuando en realidad lo que queríamos era el uno del otro. Sólo entonces, cuando nos estamos viendo, como bestias, cuando nos estamos saliendo de nuestra piel, rompiéndonos, sólo en ese momento nos decimos las cosas de verdad, y entonces lo más canalla cobra otra dimensión, otra belleza, y no nos callamos nada en ese único momento honesto —Angela--Perra—Pégame, Juan, pégame—. Entonces —Angela— aquella palabra que yo repetía aún pronunciada por otra voz. Esa otra voz que hace rato no digo porque a lo mejor no está ahí, ni está Angela; así que puedo irme solo así, abriendo la puerta que tiene, como es lógico, las bisagras sin aceite y me denuncia. Quedo así, viendo un pedazo de cama y otro de cómoda, encogido contra la pared final de este estúpido closet, desnudo. Esperando quizá que alguien salte sobre mi, que alguien grite, esperando algo terrible en todo caso, pero no sucede nada, nada. Sólo suceden la cama y la cómoda y esta espera que no puede prolongarse más porque voy a gritar. Empujo la puerta y sucede el cuarto, vacío, triste, sin Angela, pero también sin la vieja. Mientras me visto oigo siempre ruidos, ruidos comunes de cocina, mover un jarro, poner una olla a la candela. Siempre es posible que esté allí, en la sala o la cocina, agazapada. Me pego a la pared, llego al ángulo de la sala, miro un poco el sofá, vacío; un poco más, los sillones. No hay nadie, no puede haber nadie. Tomo precauciones. Doblo, siempre pegado a la pared y gano la sala. Sólo queda el cuarto de ella, de la vieja, al costado. De un salto gano la otra pared y avanzo, sordamente, hasta la puerta. Miro fugazmente hacia adentro y creo ver algo en bata de casa. Quedo, así sudando, pegado a la pared junto a la puerta. No oigo nada. A lo mejor no hay nada, sólo una bata de casa, un perchero. Debo intentar otra vez, pero no puedo. Aunque no es pasible que esté aún ahí, yo no podría regresar al closet. La puerta está cerca después de todo; podría saltar, abrirla y correr de la vieja que no podría ya jamás alcanzarme. Siento que puedo, que debo, que tengo que hacerlo y lo hago, salto sin mirar, abro, cierro y cono, corro, salto los escalones pensando que no estaba ahí la vieja, que nadie estaba, que soy libre. Gano la otra puerta y desde aquí, desde la calle, mientras corro para llegar a tiempo al cementerio, veo todavía a los pájaros haciéndose tercamente el amor en las paredes, y los envidio.

 

cuento de Jesús Díaz
Publicado, originalmente, en Revista Brecha - Año I Nº 1

Noviembre de 1968

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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