Ceremonias cotidianas

Se abrió la ventana y la mujer depositó en el alféizar un pájaro muerto. El hombre miraba hacia la calle, siempre lo mismo, dijo, no puedo respirar el aire de la mañana que tiene que ocurrir esto, su ventana al lado de la mía, por algo el alféizar de una se continúa en la otra, dijo la mujer, todo tiene un sentido, los pájaros asomaban por entre los, por debajo de, sus brazos apoyados en el marco, tiene además una gallina pensó el hombre, pero no, no es una gallina, qué es entonces, cuerpo de gallina, cresta también, pero los ojos no son de gallina, son de vaca melancólica en el atardecer, sacó parte de su cuerpo fuera de la abertura para verla mejor y el ave a su vez estiró el cuello y le dirigió un ojo triste. Flores no pájaros debería tener, dijo el hombre que intentaba tapar con su voz el griterío de las aves y el golpeteo de las alas. Algunas salían brevemente del cuadro de la ventana y volvían a entrar en la habitación de la mujer. Por qué siempre esto, dijo el hombre, qué quiere que haga, es un pájaro muerto, ¿no?, qué quiere que haga, dijo la mujer, todos los días uno, dijo el hombre, todos los días uno, siempre lo mismo, éste es el último. Cuando comenzó a hablar, las aves alargaron el cuello hada amera y lo miraron. Tiempo habrá en que lo extrañe, dijo la mujer removiendo la cabeza rítmicamente con balanceo del enorme moño rojo que coronaba su cráneo, la última vez, dijo el hombre, nunca diga la última vez, dijo la mujer con sonrisa lechuzona mientras con los huesos dedosos empujaba el pájaro por el alféizar hasta colocarlo frente al hombre. El hombre quedó mirándolo así, muerto y oyó seco el golpe de la ventana que se cerraba. Bajó entonces los ojos a la calle, lloviznaba, el aire se desmenuzaba en hilos olorosos, la lluvia es trotosa trotosa se decía el hombre sonriendo dulcemente y el agua corría por la alcantarilla, un hilito apenas pero que saltaba trotinador llevando consigo un tintineante frasco verde. No se puede disfrutar la lluvia con esto delante farfulló y miró apenas al muerto con un ala plegada y la otra abierta. Se repite, todo de nuevo, pensó, y confirmó que frente a las mismas situaciones siempre pensaba las mismas cosas. Trajo un pedazo de diario y con él asió las patas del cadáver y cuando quiso cerrar la ventana consideró que le faltaba su mano derecha y encontró la operación difícil, con la ayuda del hombro dio un golpe fuerte a la hoja, pero el movimiento demasiado brusco le resultaba molesto porque movía todo el cuerpo y también el brazo con el pájaro, las alas colgantes agitaban el aire y eran quizás demasiado grandes para aquella criatura. Un pájaro muerto es esto, dijo el hombre y los labios le quedaron duros. El hombre pensaba que un pájaro debe ser enterrado envuelto en papel, el plástico y la muerte no se casan, dijo, decía. Vueltas dio buscando y por fin sonrió, su mano ciega dentro de un cajón encontró la calidez del papel, una pequeña bolsa, eso. El pájaro con las alas desplegadas y la bolsita, es incómodo, nunca lo podré meter, no le gustaba tocar los pájaros muertos, alguna vez al principio lo había hecho pero le producía un malestar insoportable. Debería haber tenido guantes pero no los tenía y no los iba a comprar para esta tarea que era una cosa que a él no le gustaba hacer y tantas veces había dicho que no la haría nunca más. Si siquiera supiera qué pájaro es, nunca se sabe, pardo, amarillo y negro, también demasiado grande para ese pico tan pequeño, debió de ser hermoso pero ese pico no, no sirve y el hombre le habló, quién serás le dijo. Colocó la bolsa y el pájaro en el suelo, con un papel le acomodó las alas y lo fue deslizando despacio por el piso hasta que consiguió hacerlo entrar por la boca del sobre. Ni siquiera le puedo nombrar, nunca los puedo nombrar y pensó en los libros con figuras de pájaros con terror y fascinación, recorrer sus páginas, buscar sus nombres y nunca reconocer sus muertos. Sería más fácil si se pudiera nombrarlos consideró mientras terminaba de hundirlo, con la punta de una mano delicada, dentro de la bolsa. Como de medida, pensó el hombre y recogió los trozos de diario y los echó prolijamente a la basura. Sacó de un estante una palita, la puso en el bolsillo de la chaqueta, miró por la ventana, no llovía, el cielo era una tapa gris sobre los techos. Cerró la puerta de su casa y bajó las escaleras con la bolsa en la mano, la calle huele a manzanas agrias y cuando huele a manzanas agrias, su cabeza se llenó de nostalgia, la reconoció, la nostalgia es volátil confirmó y su pies se impregnaron de algo muy tenue y comenzaron a saltar suavemente sobre los charcos, locos, locos, los observó y el pájaro saltaba también, poco, apenas, lo que le permitía la bolsa, disfruta, le dijo, disfruta del espacio que te queda, pero sus pies se fueron amansando, su paso se hizo dócil, sólo sus narinas se abrían golosas al aire húmedo. Ahora los álamos del parque, plata y verde las hojas, gracias, dice el hombre mirando la alegría de los verdes mojados. Se movían las hojas, un hilo de agua se deslizó por su cabeza su nuca su espalda y dejó pegada la camisa a su piel. El hombre movió ligeramente los hombros y siguió caminando. Ahí está, se dijo viendo al hombre que lo estaba observando, siempre así, mirándome como miran los árboles secos, cara de madera y mirada de ave nocturna, buenos días dijo, no es a ti pensó, sino a los gorriones a los que les hablo, ellos son quienes son, los saluda, los saludaba, no sabía, a veces no sabe si le responden, pero a ellos les gusta, confirmó, mientras la bandada, el piar desordenado, levanta vuelo y vuelve a posarse ahí, muy cerca. Y así, saltando sobre el pasto mojado, se acerca a un olmo gigante con un copa de verdes profundos que oscurecía el cielo. Y el otro, el guardián, largo y ausente como un árbol muerto, sigue mirando al hombre que acaba de llegar, al lugar del hombre, su capa de lluvia cruje un poco con el viento y sus labios permanecen como el agua de los charcos, quietos. El hombre del pájaro se arrodilla, deposita la bolsa en el suelo, el papel con salpicaduras redondas, mira la tierra, le pone encima las dos manos abiertas, las arrastra acariciando la superficie húmeda que le embarra las palmas, perdona, (le) dice, ¿dijo?, saca la pala del bolsillo y comienza a golpear en el piso, mierda compañero, dice volviendo los ojos a los zapatos lodosos del guardián, esta tierra está muy dura, sonríe. Pero no sé lo que estaba pensando.

Dina Díaz
Cuentos de ajustar cuentas
Ediciones Trilce - mayo 1990

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