Lloverá siempre

Cuento de Carlos Denis Molina

Habían llegado del campo a la orilla del pueblo aquella misma noche. Afuera de la casa todo estaba a oscuras y quedaba para el otro día. Adentro, mientras tomaban la sopa, el niño observó que la mesa —aunque ahora no necesitaba el cartón doblado debajo de una de las patas— quedaba como herida en medio del cuarto. Estaba en esto cuando oyó un ruido extraño que crecía de más en más, como las tormentas. Todos los hermanos se miraron de golpe, y Julián, el mayor de ellos, preguntó tartamudeando: “¿Qué es eso, papá?”. El padre respondió con toda naturalidad sin levantar la vista del plato: “El ferrocarril”. El ruido (ahora el ferrocarril) seguía creciendo, y Dionisio lo escuchaba como si hubiera pegado su oreja a un recuerdo donde muchos, muchísimos hombres se habían puesto a cortar a la vez los árboles de todo un monte, y el ruido de sus innumerables hachas y la caída brusca de tantos árboles se le vinieran encima, todo junto. Y así, no pudiendo ya resistir más su desasosiego, corrió a ver cómo era el ferrocarril; pero al llegar a la puerta el padre lo detuvo con un grito: “¿A dónde va?”. Instantáneamente dejó de oír el ruido. El padre insistió: “¿A dónde va?”. Como respuesta, Dionisio se volvió y se echó a llorar sobre las faldas azules de su madre, que trató de consolarlo: “No sea bobito; no llore más; no ve que es de noche, que no se ve nada... Mañana, si Dios quiere, vamos a ver bien el ferrocarril, ¿eh?”. El padre dio un puñetazo en la mesa, y gritó: “Basta de mimos. Si no quiere comer que se vaya a la cama en seguida”. El niño corrió hacia su catre, que estaba en el otro cuarto, y ya acostado se le acabó el llanto, y la inusitada noche del pueblo fue para él sólo un ruido extraño corriendo por su sueño en busca de formas, atravesando truenos y relámpagos aquel nombre tan lindo —ferrocarril—, temblando de inmenso al pasar por los sitios oscuros donde su padre lo detuvo con un grito, pasando de lo pequeño a lo interminable, hasta que al otro día todo fue cierto: se despertó en el preciso momento en que el ferrocarril pasaba por allí cerca, y, al verlo, sus imágenes del sueño volvieron a repetírsele.

—Ah, ya te iba a llamar para que lo vieras— le gritó la madre desde la puerta de la cocina, al verlo en puntas de pie, en el otro extremo del corredor.

El ferrocarril pasó a toda máquina, y desde aquel momento, para el niño, las cosas empezaron a vivir de otra manera.

—¡Oh, mamá, ¿qué es aquello?

—¿Qué, hijo, qué?

—Lo que lleva aquella mujer.

—Una sombrilla.

Hoy era esto: el tiempo dando enormes saltos en el vacío, dejando a veces, en todo un día, sólo el espectro de una sombrilla; mañana un entierro, la voz de una vecina, el almacenero de guardapolvo amarillo y diente de oro, el ropero negro, sin espejo, dentro del cual juega el niño horas enteras.

—¡Cuidado! ¡Cuidado!

Gritó muy fuerte Dionisio; después, frunciendo los labios, imitó, para él, el silbido de la locomotora. El ferrocarril se precipitó echando humo en la vía, y llegó a la barrera (una escoba sostenida entre dos sillas sin respaldo). El guardabarrera (Dionisio mismo) escuchó el silbido cada vez más fuerte de la locomotora, prolongado y distante, que salía de adentro del ropero.

—Uhum. . .

Si el ropero es un carro de panadero, conviértese Dionisio en fabricante de pan; hace al mismo tiempo de repartidor y de cliente. Se detiene ante las puertas, saluda y pregunta:

—Buenas... ¿Cuánto dejamos hoy?

Si el ropero se convierte en carro fúnebre, él no apura a los caballos, se pone triste y hasta llega a sentir sobre sus hombros, ese delicado peso que dan los muertos al aire que los rodea.

Dionisio sintió cómo el silencio medía el espacio donde se hallaba, y desde él interrogó a los muros encalados, con techo de zinc, con tirantes ahumados, a la puerta colorada que ponía en comunicación aquel cuarto con el otro, a la pequeña ventana ajustada con arpillera y trapos viejos, a los catres de sus hermanos y a la oscuridad de los rincones. Más tarde aquel silencio de adentro comenzó a luchar con el silencio de afuera, donde seguramente estaba el padre dándole la ración al caballo. Después vino el pito de un afilador a espantar el silencio como a un pájaro, y entonces el niño intentó seguir su vuelo, salió corriendo detrás de él esperando verlo posarse en algún árbol y, cuando atravesó la puerta y llegó al corredor, el silencio ya no estaba, se había ido dejando una estela en el aire que se desvanecía con una extraña sensación de sueño entre las copas de los árboles que ahora miraba. Dio unos pasos perdidos y, cuando las cosas empezaron a tomar sus colores de antes, se topó con su padre orinando junto a una de las ruedas del carricoche. Se sintió casi culpable de aquello tan desagradable, y su corazón comenzó a latir con fuerza. Hubiera querido correr a las faldas de su madre y ponerse a llorar como para siempre. Y así se le empañaron los ojos y su turbación lo hacía temblar. Volvió al cuarto, se tiró sobre su catre, y se puso a llorar como si ya nunca más pudiera dejar de hacerlo.

Llora y llora, como si a lloros quisiera echar abajo los muros. Llora, suspira, se ahoga, busca un pretexto exterior para sus lágrimas, para justificarlas ante su padre, y nada. Sólo el llanto domina; sólo el llanto puede más que su miedo a los gritos del padre que se acerca. Se oyen sus pasos en el corredor de ladrillos, se acercan llenando la casa con un ruido áspero y rotundo, y son cada vez más grandes, cada vez más y más; y ya entran al cuarto; ya ve el niño la punta de la bota y no puede contener el llanto; ya siente sobre su cabeza una mano y oye una voz dulce, transformada, que le llega desde muy lejos, como si alguien le hablara desde las nubes y la voz entrara al cuarto por algún agujero del techo.

—¿Qué le pasa, hijo? ¿Por qué llora?

Y más que una mano llena de cicatrices y espinas, como era la del padre, fue un viento suave que le acarició los cabellos, que comenzó a cambiar el rumbo de sus lágrimas.

—Diga, hijo, ¿qué le pasa?

El niño no podía articular ni una sola sílaba. Estaba como dentro del llanto mismo, del que quería salir y no podía.

—¡Pobre hijo... que extraña a mamá.

Dionisio nunca se había sentido tan solo ni tan lejanamente triste.

—¿O es por esto, hijo?

El padre acababa de advertir, de pura casualidad, una hinchazón en la nuca, e insistió:

—¿Sí? ¿Es por esto?

El niño no respondió, pero el padre corrió a prepararle remedios con barro y tabaco.

Era sin duda una picadura de mosquito, pero el padre sintió que tenía que darle importancia.

—¡Pobre hijo... lo que le vino a pasar... Ahora no más viene tu madre... Ya no puede tardar... Fue a acompañar a Marcela hasta la barrera.

El niño ya no estaba allí, de tanto llorar se había quedado ausente y sólo sus lágrimas llegaban a tocarlo.

—¡Dionisio! ¡Dionisio! —llamó a gritos la madre.

—¡Voy! ¡Voy! —respondió el niño, corriendo hacia ella.

—Buenas, doña Eugenia...

—La madre, que estaba lavando a la sombra del sauce, oyó el saludo pero no le contestó, se hizo la sorda. Sucede que la vecina le tiró una piedra a Dionisio cuando intentó robarle unos duraznos que asomaban por el cerco.

—Aquí estoy mamá.

—Vas a ir a lo de doña Gerónima a pedirle unas hojas de tilo.

—Sí, mamá.

—Y no te demores.

—No, mamá.

También las imágenes de las hojas de tilo, del cordero que baló entonces en la puerta del rancho de lata, del brasero encendido en el patio de tierra y las del vestido granate de doña Gerónima, vivieron con el niño, perdido por los rincones, horas enteras, compactas de secretos, hasta que no fueron más que un aire en el aire y el viento barrió con ellas.

Una noche de luna, de una luna grande y blanca como la vieja palangana llena de agua, Maximiliano entró corriendo de la calle, con una respiración entrecortada, que apenas si lo dejaba hablar:

—¡Papá! ¡Papá!

—¿Qué, hijo?

—La vaca no se puede mover.

Allá corrieron todos. Se dejaron caer de rodillas para estar más junto a ella. Tenía una cosa extraña, y sus venas hinchadas, su baba espesa y su calor húmedo y pegajoso llenaron de lágrimas los ojos de Dionisio que, aunque sus hermanos trataron de ocultárselo, vio el ternerito que estaba mitad adentro y mitad afuera. El padre, después de intentar en vano comunicarle su pulso, permaneció con aire de no entendérselas, sin poder hacer pie en las palabras, humilde, casi al borde del llanto, y la vaca muerta quedó allí, abriendo para el niño una puerta al paso de lo desconocido.

Se hallaban haciendo el camino de vuelta cuando cruzó un ferrocarril a una velocidad increíble, como nunca; pero la vaca muerta estaba hundida en el fondo de todas las cosas.

—Kikirikí. ..

El niño escuchaba el canto del gallo al despuntar el día.

—Kikirikí. . .

Siempre y por primera vez despertaba el niño.

—Kikirikí. . .

En la madreselva, en el sauce, en el banquito de pino blanco, también en la escoba verde de chilcas, la vaca muerta seguía mugiendo más fuerte que antes, como jamás mugió una vaca.

—Kikirikí...

Siempre y por primera vez se levantaba el niño:

—Buen día, la bendición?

—Dios lo haga un santo.

Siempre y por primera vez oía el temblor de un objeto al caer al suelo.

—¿Sonaba así la cuchara, o es que la hizo sonar Juan Carlos?

Siempre y por primera vez llegaban las cosas para el niño.

Y de aquí que Dionisio, al entrar tres de sus hermanos, levantara la cabeza y sonriera inusitadamente y viera los pies llenos de barro de uno de ellos y le pareciera que así no los había visto nunca, y se hiciera una pregunta para cada cosa aquella mañana.

—¿Por qué a veces se miran? ¿Y por qué esos colores?

Siempre y por primera vez terminaban los días y las noches, y empezaban de nuevo siempre y por primera vez.

Golpearon las manos en el portón. La madre salió a ver quién era.

—Entrá, pues, entrá. . .

—¿Cómo estás?

Se besaron las dos hermanas.

—¿Pasás, o querés quedarte aquí?

—Aquí se está bien.

—Esperá que voy a sacar sillas.

Se sentaron; cruzaron las manos sobre las faldas; dijeron dos o tres veces: “pues, sí..se miraron, y comenzaron la charla:

—Pues, sí... Ayer te mandé el perro porque el día menos pensado iba a pasar una desgracia con el inválido...

—¿Con el inválido? —preguntó con curiosidad Dionisio; pero su madre lo miró fijamente y él recordó que no debía meterse en la conversación de los mayores.

—Andá a jugar por ahí, Dionisio.

—Sí, mamá...

Siempre y por primera vez terminaban los días y las noches, y siempre y por primera vez empezaban de nuevo.

Sangraba el mediodía. Sangraba por los hombres; sangraba por el aire y por las chicharras que limaban el calor con un ruido insoportable. Sangraban las paredes y allí, debajo del corredor, estaban reunidos sin dirigirse una palabra, y por encima de todo esto, sangraba el silencio incómodo que estaban haciendo. El padre no se animaba, y al no animarse don Ciríaco, Julián no se animó, Eleodoro no se animó, Juan Carlos no se animó, Dionisio no se animó, nadie se animó a dar un paso en aquel silencio que ya amenazaba estallar en lágrimas. No se animaban; pero sabían; estaban seguros de saber qué noticia les ocultaba el padre para que las copas de los árboles se pusieran inalcanzables; para que hasta el techo de zinc les pusiera un nudo de sollozos en la garganta.

El cielo estaba muy bajo, como anunciándoles que sólo tendrían agua y más agua durante muchos días. Y así, por último, la madre se animó a buscar la guarida de tanto silencio. No resistió más, y antes de echarse a llorar prefirió tirar la primera piedra:

—¿Por qué viniste tan temprano?

La piedra cayó a un pozo profundo, y desde allá lejos, desde el agua y la sombra, salió la voz del padre, que comenzó a contar lo ocurrido.

—Se mató don Mauricio...

Dionisio se quedó solo con algunas puntas del relato: Estaba el patrón echando espuma por la boca, tirado entre las achuras que las moscas aquerezaban, con los brazos abiertos y la cuchilla, el reloj de oro y el anillo de compromiso sobre una carta junto a una caja de fósforos chamuscada...

Por dentro, allí en el corredor, a la muy poca sombra que iba quedando, el niño terminó: “Papá se queda sin traba. Papá se queda sin trabajo. Papá se queda sin trabajo. Papá se queda sin trabajo. Papá...”

Vinieron días tristes. Noches y semanas. La ropa amontonada siguió creciendo en los pisos de tierra y ladrillo. El “cada día menos yerba” aumentaba; aumentaba el andar callados, sin dirigirse un “buenos días”; parecía aumentar el chirrido del portón; no había humor para nada. En las habitaciones el olor a humedad era ya cosa natural; a la cama de matrimonio se le caía el enchapado; se oxidaban los platos; crecían el pelo, la barba y el musgo por todas partes. Las semanas se iban cargadas de lágrimas, pesadas de trapos sucios y malos olores; se iban con tremendas ausencias, con “cada vez menos luz” porque a los candiles les escaseaba el kerosene; se iban hinchadas de malas contestaciones en el almacén con el hombre de guardapolvo amarillo y diente de oro. Se iban los días y las noches, y Dionisio los veía caer con todas las hojas del otoño; con todas las ramas y los nidos; los veía caer ladrando al aljibe; los veía caer llenos de gallos y platos vacíos, llenos de alpargatas y perros aullando. Los veía caer, y el día de hoy era el mismo de ayer, y así, el “siempre y por primera vez” empezó a morir.

—Voy por los remedios. En seguida vuelvo —gritó la madre en el corredor.

Estaba lloviendo.

—Ahí te dejo las obleas.

Era tanta el agua que caía sobre el techo de zinc que el niño no podía oír las campanadas de la iglesia y apenas se oía a los ferrocarriles.

—¿Dionisio?

Antes de irse la madre entró al cuarto de sus hijos y le dejó a Dionisio un jarro de leche sobre el cajón de kerosene que hacía las veces de mesa de luz.

—Aquí tenés. Lo tomás dentro de un rato. Y no te vayas a destapar, que yo vuelvo en seguida.

—¿Y a dónde va?

—Voy a buscar los remedios para tu padre, y a ver a los chiquilines.

—¿Y a mí también me van a llevar al hospital, mamá?

—Si te portás bien, no.

La madre le dio un beso y salió del cuarto reprimiendo un sollozo.

Llovía cada vez más fuerte.

En las calles de tierra, que el niño veía claramente sin tener que salir afuera, la madre no tenía por qué mirar adonde iba a poner el pie, porque lo pusiera aquí o allá, siempre caería en el barro y se hundiría cuando menos hasta el tobillo. Se la imaginaba corriendo con prisa. El camino era largo y dijo que en seguida estaría de vuelta. Correría, correría bajo el agua, entre el barro, entre los animales que, asustados, emergían de los cercos y enredaderas.

Pero, ¿qué podía hacer Dionisio, sino esperar?

Y espera.

Sigue lloviendo. Llueve desde la madre en busca de remedios, desde las sombras, desde el padre enfermo en el otro cuarto. Llueve dentro y fuera de la casa y sin la madre por todas partes. Llueve a cántaros, a chaparrones.

Por algunos momentos se convirtió el niño en un objeto más, a la cabeza del cajón azul de herramientas, de los catres pelados de sus hermanos, de los cueros colgados de los tirantes, de una silla rota y sin respaldo y de un sinfín de pequeñas cosas, por las que fue pasando su mirada hasta que todo no fue más que un llanto que se quedaba en los umbrales de las secretas puertas del sueño, al cual entraba lentamente Dionisio.

Ya nada quedaba de aquel mundo triste, detenido entre cuatro paredes llenas de humedad; ya sus pasos eran otros, atravesando una noche verde; ya se veía reflejado en las aguas tranquilas de un río, al borde del cual su madre lavaba, canturreando las mismas canciones que tantas veces le cantara en una dulce penumbra; ya eran de su propiedad los caballos de carrera y todo el hipódromo con sus cintas de colores y vendedores de “sandias caladas y coloradas”; ya montaba a caballo, volaba con las garzas, corría a una liebre, saltaba como un sapo, jugaba con un conejo, era un perro, un cordero; ya podía, al fin, comer nísperos y ciruelas, ya veía con mejores ojos a la vecina que le tiró una piedra el día que intentó robarle unos duraznos, ya salía de paseo con sus hermanos, encendía el farol que Juan Carlos tenía en la mano derecha, salía a recorrer el campo sin tener miedo a los fantasmas en una noche de día viernes, sin luna y después de las doce. Caminaba entre las sombras, sin tocar el suelo y se angustiaba al ver al carrito correr entre las nubes y sin llanta; caminaba, corría,. volaba de una nube a otra, y así se fue encontrando con cientos de esqueletos que el viento soplaba y secaba y que la luna ponía más blancos y entre estos cientos y cientos de osamentas pudo distinguir la de la vaca colorada que, allá, a lo lejos, debajo de la casita rosada, quizá entre los cimientos y trapos amontonados mugía a golpes contra la palangana esmaltada que la reflejaba en su fondo cuando estaba llena de agua. Y aunque de todo esto hacía mucho, muchísimo tiempo, él no pudo resistir el dolor de ver la vaca allí, muerta y se echó a llorar a gritos; y, en verdad, este llanto no era sino el mismo que había dejado en las secretas puertas del sueño y que ahora retornaba al despertarse sobresaltado por los continuos truenos y por un rayo que, posiblemente, cayó muy cerca de allí, tal vez en la escuela o en “la panadería quemada” o, no sería difícil (tal cual lo pensó Dionisio, con los ojos muy abiertos, ya incorporado y pronto para llamar a su madre), en la quinta de los perros malos y la fruta llamada kaki. Ya las puertas y paredes dejaban de vibrar y sólo su corazón latía de prisa. Miró hacia la puerta que daba al corredor y gritó cuatro o cinco veces llamando a su madre:

—¡Mamá! ¡Mamá!

Quedó con el oído atento, pensando de dónde podrían brotar tantos ruidos sordos, como de madera que arrastrara la corriente, como de pasos en el sueño que tuvo, como de cajones que se vinieran abajo por tanto viento— y continuó escuchando porque estaba rodeado de ruidos sordos.

—¡Mamá! ¡Mamá!

Seguía lloviendo a cántaros. Cada relámpago revivía los objetos que comenzaban a desdibujarse en la penumbra de la noche próxima.

—¡Mamá! ¡Mamá!

Era evidente que no había llegado aún.

—¡Mamá! ¡Mamá!

Sólo el agua le respondía sobre el techo de zinc.

—¡Mamá! ¡Mamá!

Se tiró del catre y se puso a pasear por el cuarto, llorando, buscando un hueco para su desamparo. Se persignaba repetidas veces detrás de cada trueno y decía en voz alta: “¡Santa Bárbara bendita!”. De pronto caminó sin decisión hacia uno de los rincones. Allí, escondidos, agazapados entre los ladrillos flojos del piso latían, con más fuerza aquella tarde, los fragmentos de una vida incoherente, de una vida que pudo confundirse con la de la mariposa que voló alrededor de la llama del candil, de una vida que escarbó los sueños suyos y se quejó, y lloró, y le cambió el color a la flor del clavel del aire que la madre colgó un día del techo, de una vida acurrucada dentro del dedal (que puesto al sol era cosa de pasarse el día mirando su brillo) y que ahora estaba allí, debajo de los ladrillos flojos, junto a las moneditas de cobre con seis caballos desbocados corriendo por encima de los trigales, y también junto al anillo de oro de la madre que para todos se perdió de la manera más misteriosa, motivando muchas tardes de búsqueda por toda la casa, por el terrenito, entre la basura; y también junto al anillo estaban el esqueleto del hornerito, el bote de la máquina de coser, la caja dorada de las píldoras y el pedazo de espejo que su madre había tirado lejos para evitar que les trajera desgracia y que, ahora mismo, comenzaba a molestar al niño.

—¡Santa Bárbara bendita!

Latían los fragmentos de una vida a la que el niño, vagamente y sin palabras, comprendió que le estaba tomando el pulso por última vez. Vió el esqueleto del hornerito. Lo tomó entre sus manos, lo dió vuelta entre sus dedos, lo lloró en silencio, y terminó dejándolo en su sitio. Tomó el pedazo de espejo. Intentó mirarse en él. Esperó un relámpago y tembló. Tenía miedo. Corrió hacia la ventana ajustada con arpillera y, después de mucho trabajo, logró abrirla. Entonces arrojó con fuerzas hacia afuera el trozo de espejo y sonrió sorpresivamente. Cerró la ventana. Se sintió aliviado, casi consciente de su alegría por lo que acababa de hacer.

—¡Santa Bárbara bendita!

Ya sus confusiones habían pasado y, sin embargo, al ir a colocar el ladrillo sobre los otros objetos, tuvo miedo otra vez, pero no hubiera podido decir por qué. Después de poner todo en su orden, volvió al catre y, ya acostado, trató de recordar, de reconstruir, las frases con las cuales la madre le había prohibido entrar al cuarto de su padre, y nada.

¿Qué podía hacer, sino esperar?

Y esperaba.

 

Cuento de Carlos Denis Molina

 

Publicado, originalmente, en: Número Año 3 Nº 13 - 14 Montevideo, Marzo, Junio de 1951

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/111

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

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