Crónica de un día aburrido
Álvaro Dell´Acqua

Esta crónica es real. No obstante, por razones estéticas, y para respetar la verdadera identidad de sus protagonistas, los nombres han sido sustituidos, así como sus caracteres físicos y psicológicos, y se ha procurado modificar las coordenadas temporales y espaciales en que la trama se desarrolla.

Los guiones son verdaderos aunque no los diálogos. Las conversaciones que se generan no se han dado en la realidad debido a que los personajes que formulan los fragmentos tendientes a las mismas no se hallaron nunca en una relación espacio – temporal que les permitiera mantener una comunicación real; y si alguna vez lo hicieron no fue con el objeto de mantener una conversación, y si conversaron difícilmente haya sido en los términos que aquí se expresan. De todos modos, al desprender a los personajes reales de sus verdaderos nombres, caracteres físicos y psicológicos, se los ha desprovisto de sí mismos de forma tal que ya no son ellos, sino personajes inventados, aún cuando, directa o indirectamente, estén organizados con rasgos de seres que usted seguramente conocerá, si se fija bien.

Las situaciones son reales si bien a veces a veces, por motivos que prefiero no explicar, se las ha despojado de algunos de sus caracteres básicos, a tal punto que el lector no podrá asociarlas a ninguna situación conocida.

En lo demás se ha pretendido respetar al máximo la verdadera esencia de la historia que se narra. Aunque se describe un día en la vida de una familia individualizada por nombres y rasgos determinados (aunque reiteramos que son inventados), sus caracteres responden a los de una familia tipo, como puede ser la suya o la mía.

...

Es domingo. Yo estoy en mi casa. Mi casa no debe ser confundida con el hogar en que el autor de este relato pasa sus días. La casa es, ciertamente, una casa común que el lector fácilmente podrá imaginarse, pero no se asemeja a ninguna de las construidas en el mundo real. Tampoco “yo” significa que el autor esté narrando algo que le sucedió a él. La primera persona aquí empleada no tiene otro cometido que operar como un formulismo tendiente a crear un personaje imaginario que se esconde detrás (o dentro) del verdadero creador de esta obra.

Hechas estas aclaraciones, se prosigue con el relato.

Estoy en mi casa, repito, y en eso aparece mi mujer, no la mujer del autor de este relato, sino la esposa del personaje imaginario inventado expresamente para sustituir en este cuento a una especie de prototipo social que, sin parecerse exactamente a nadie, adquiere rasgos de todos ellos. Entra mi mujer, decía, y comenta:

-¿Sabés quién me anduvo ensartando, querido? Luisito, el que vive frente al lavadero.

Cualquiera que se llame Luis (o Luisito) podrá pensar que este relato de alguna forma lo involucra. Sin embargo no es así. Ese “Luis lector” jamás pudo haberse ensartado a “mi mujer”, porque se trata de un personaje imaginario. Además “mi mujer” es un bagarto.

-¿No dijiste que era impotente? –pregunto yo, o, mejor dicho, el personaje del cuento.

-Sí, pero esta vez lo logró. No estuvo tan bueno después de todo, pero puso voluntad –contesta “mi mujer”, a quien llamaré de ahora en más Sonia, para no tener que explicar a cada momento que no se trata de mi mujer.[1]

Entonces entra María Luisa, mi hija de dieciséis años. Quiero decir, la hija del personaje. Yo no tengo hija. Ni siquiera soy casado. Ni siquiera tuve relaciones sexuales. Ni siquiera eyaculé.

María Luisa entra a la casa creada imaginariamente a efectos de darle a los personajes un lugar de apoyo para la trama, y dice, eufórica por la noticia que trae:

-¡Mamá, papá! ¡No se pierdan esto, están descuartizando al tipo de enfrente!

Mamá (su mamá, es decir Sonia, o la mujer del protagonista) sale detrás de ella. Yo en cambio me quedo porque no me gustan los descuartizamientos. Sí le gustan al autor real, físico del relato que aquí se narra, el cual tiene varios en su haber (y también en el debe, pues fue descuartizado varias veces). Pero no le gustan al yo personaje del relato.

Yo (mi personaje) prefiero mirar TV. Veo una propaganda de bombas bacteriológicas que no son del tipo de las que existen en la realidad, aunque quizá estén elaboradas por gases similares, y enseguida comienza mi programa favorito. Se llama  “Gánelo usted mismo”, y, aún cuando pueda tener gran similitud con alguno de los programas que se ven en los canales de cable, no debe confundirse con ellos. Por eso se le ha puesto un nombre inventado, más allá de que algunas de las pruebas que se realizan en él se puedan ver en otros que sí tienen existencia cierta.

El conductor presenta el próximo juego.

-¡Si quiere un pico de heroína, pues tendrá que ganárselo, hombre! –dice con acento español, ya que es español. Aunque esto último es más fantástico que verídico, porque, dentro del mundo inventado que creó el autor de esta obra, no hay lugar para ciudades o países que guarden relación con el mundo físico en el que el narrador y sus contemporáneos se encuentran insertos.

El conductor muestra a la cámara tres jeringas de las cuales solo una contiene la droga. El concursante no las ve pues tiene los ojos vendados, y solo puede decir si elige la uno, la dos, o la tres. Entonces un colaborador del programa le inyecta la sustancia contenida en la aguja escogida. El juego se torna emocionante, dado que las otras dos jeringuillas contienen sendas sustancias letales. Si el concursante opta por la correcta se lleva la heroína en su cuerpo, en hora buena. De lo contrario, fuck off, a otra cosa mariposa.

No sé si consigue ganar el premio, porque entran María Luisa y Sonia y hacen un bochinche descomunal, y me distraigo de lo que sucede en la TV. En sus manos cargan diferentes tipos de órganos humanos, entre los que alcanzo a ver brazos, piernas, hígados, páncreas, esófagos, bulbos raquídeos, válvulas tricúspides, clavículas, hipotálamos, metatarsos, vejigas, diafragmas, prosencéfalos, esternones, y otros que no alcanzo a distinguir. Siempre que salen a ver descuartizamientos vuelven con un montón de porquerías.

-¿A dónde vas a poner esos cachivaches? –le pregunto a mi hija (la del personaje).

-Las voy a colgar en la pared del dormitorio, al lado del poster de Toqui Toqui.

Toqui Toqui es un dibujito animado, una ardillita que encuentra especial placer en someter con un grueso látigo a los más prestigiosos animalitos de la selva, luego de practicarles la “lluvia dorada”. No debe confundirse con ningún dibujo animado de los que se han creado en la vida real, por más que, confieso, admite cierta comparación con Tañito, el célebre dibujo que está tan en boga últimamente, si eludimos la diferencia de que Toqui Toqui no es morfinómano.

María Luisa sube a su cuarto, no sin antes lamer ahincadamente el miembro erecto de Sofi, un pequeño perro pulgoso que le había regalado el abuelo para su cumpleaños. Si usted tiene un perro y éste tiene pulgas puede revisarle el miembro, si quiere, para ver si está lamido. Pero si comprueba que sí, le aseguro que no va a ser por la lengua de María Luisa, ya que no solo el perro al que esta narración se refiere es imaginario sino también cada una de las pulgas.

El barullo despierta a Juanito, que es mi hijo menor, bah, quiero decir, el hijo menor del personaje de este relato. El verdadero autor no tiene hijos. Ni siquiera se casó. Ni siquiera tuvo relaciones sexuales. Ni siquiera se le paró. Ni siquiera vio una película porno.

Juanito baja a la cocina de pésimo humor, como siempre que es despertado sin su consentimiento.

-¿Te puedo penetrar, mamá? –pregunta.

-Ay, ¿ahora? Estoy cocinando –se queja la madre-. Bueno, está bien. Pero solo por el culo, ¿eh?

Sonia se quita la pollera y baja suficientemente su bombacha. Comienza a servir la mesa. Mientras tanto Juanito empuja y empuja.

-¿Hay barbitúricos? –pregunta Juanito, mientras consuma el acto sexual.

-No. Pero hay morfina. Papá trajo ayer –contesta la madre.

-¡Otra vez! ¡Ya estoy podrido de la morfina! ¿Cuándo van a comprar barbitúricos?

Sonia se da vuelta, desprendiéndose violentamente del miembro del niño y, algo molesta por la irreverencia de Juanito, le lanza un soberbio puñetazo en la mejilla izquierda que lo hace caer estrepitosamente, tras un breve tambaleo.

Suena el teléfono. Un teléfono del montón, aunque la numeración no coincida especialmente con la de ningún teléfono de la vida real (al menos que yo sepa).

-Mamá –dice María Luisa, tras atender la llamada-. Secuestraron a la abuela.

-Ufa. ¿Cuánto piden? –pregunta molesta porque detesta que la interrumpan cuando está cocinando.

-U$S 109, con intereses moratorios del 8% –contesta la joven.

-Están locos. Que se los pague el FMI –dice Sonia.

-Preguntá si aceptan Mastercard –le sugiero a María Luisa (en verdad no soy yo quien se lo sugiero, sino el protagonista de este relato, quien dista de ser yo como Charles Chaplin de Guillermo Tell).

-No preguntes nada, hija –se opone “mi mujer”-. En esta casa sale más plata de la que entra.

Es una hora tranquila. La de media tarde. Nunca pasa nada a esa hora. Sonia está sumida en su periódico desde hace dos horas, mientras yo continúo mirando la tele. Estoy viendo una entrevista a Julián Casanova, un famoso geronticida que cuenta suculentas anécdotas sobre su vida, al tiempo que recoge las numerosas prendas de ropa interior femenina que le lanzan las chicas de su club de fans. Pero casi no puedo oírlo, porque acaba de despertarse mi abuelo y está a todo lo que da con el “Nevermind” de Nirvana. Intento comentarle acerca de lo bien que le queda el nuevo tatuaje que se hizo basado en la tapa del último CD de Marilyn Manson, pero está tan sumido en el pogo que es como si hablara para mis adentros.

Acaba de llegar mi sobrina, Mónica. No es ciertamente la hija de algún hermano del autor de este relato. El narrador tiene tres hermanos y solo la de siete no es virgen.. Aquí la referencia está hecha a la hermana del personaje imaginario que hemos creado en forma ficticia a efectos de contar algo que pudo haberle pasado al autor físico de la obra pero que si realmente le ocurrió es asunto de él.

Mónica me pregunta por mi hermana. Es decir, por su tía. Le digo que tenía una sesión de zoofilia, y que no sé a que hora piensa venir. Mi hermana se llama Paty (la hermana del personaje ficticio, se entiende) y es prostituta, pero no ejerce. En cambio, trabaja como ingeniera agrónoma. No es que le guste, al contrario, ella siempre se queja. “Me maté estudiando seis años para terminar trabajando... ¡de ingeniera agrónoma!”, suele decir.

Mónica intenta matar el tiempo jugueteando con el perro Popy, a quien profiere algunas quemaduras con un cigarro encendido, a la vez que introduce el grueso bastón del abuelo en su propio recto (el de ella). Le pregunto si está aburrida, y me dice que sí.

Yo también me aburro. No pasa nada en estas tierras del Señor, y ya terminó el programa de TV que estaba viendo. Miro por la ventana, y solo alcanzo a ver un grupo de muchachos que tratan de colgar a una pequeña perrita en una de las ramas más robustas del árbol que está justo enfrente de casa. Más lejos, tres hermosas damas intentan degollar a un anciano que pretende interceptarles el paso. Desde aquí se escuchan los gritos enardecidos de las tres muchachas: “Esto va por conchudo y por hijo de puta”, dice una de ellas a la cabeza ya felizmente desprendida de su cuerpo. Lo segundo sé que no es verdad, pero sí lo primero pues el anciano –al menos es lo que se comenta- acababa de hacerse un transplante de sexo, aunque sin abandonar completamente el sexo anterior. Me quedo contemplando la imagen por escasos segundos, recontra podrido. Luego vuelvo a girar la cabeza y veo en el árbol que está frente a casa que la perrita ha quedado perfectamente estrangulada.

Adentro de casa tampoco sucede demasiado. Sonia bebe vodka, mientras inyecta apomorfina a Albertito, el bebé que acaba de dar a luz con Mario, el verdulero de la esquina. Juanito incinera a Mónica luego de rociarle combustible. María Luisa inhala cocaína,  mientras mira “El osito comilón”, una comedia infantil, que tiene como protagonista a un oso transexual. El abuelo tiene sexo grupal con tres vecinitas del barrio y cinco muchachos que no sé de donde son pero se lo están follando divino.

Yo tomo el diario, el cual es un fiel reflejo de la monotonía que ha ganado a la sociedad en los tiempos que corren. No obstante, leo el titular, y hallo algo interesante: “Joven matrimonio sin heladera”. El artículo trata de una pareja que ha tenido la mala suerte de rompérsele su heladera justo un viernes por la noche, y de que el service no llegaría hasta el lunes a la tarde. Pienso en la drástica situación que estará atravesando. Sonia, que terminó de darle la apomorfina al bebé, junta los restos de Mónica, mientras Juanito, que no puede más del aburrimiento, se intenta hacer montar por Cuqui, un conejo gay que accede solidariamente a pesar de que prefiere ser pasivo.

En eso llama Carolina, mi hija mayor. No la hija del autor de esta obra, ciertamente, sino la hija mayor del personaje principal de este relato, el cual tiene rasgos similares a los del autor real pero también posee algunos que no corresponden a él, sino a otros contemporáneos. Además, la persona que escribe este cuento nunca tuvo hijos. Ni siquiera hizo el amor. Ni siquiera se masturbó. Ni siquiera se la comió doblada.

Carolina llama casi todas las semanas, no sé para qué cuernos. Está cumpliendo una condena de once años de penitenciaría por  haber sobrevivido a un atentado. En este lugar el derecho a la muerte es tan esencial como el derecho a la vida, y nadie puede negarse a morir cuando se lo mata. Pero Carolina siempre ha estado metida en problemas. Hace un tiempo, mientras se desempeñaba como empleada bancaria, frustró un atraco a su sucursal, lo que le ocasionó un juicio millonario por lucro cesante de parte del infortunado asaltante.

Ahora dice que nos extraña, pero a mí ya me tiene podrido. De todas formas atiendo el RING.

-¿Cómo andás, hija, la estás pasando bien? –pregunto simulando cierto interés en la conversación.

-Más o menos –contesta la guasa-. La cocaína es de pésima calidad. Por suerte en un rato me traen los perros. No sabés lo grande que tienen la verga esos perros policías.

-Me alegro que estés bien, hija, y no te preocupes por la cocaína, mañana te llevo unos gramos -le digo pensando que se la compre ella.

Corto y, como bobeando, vuelvo a girar la cabeza hacia la ventana, y en la desierta ciudad no veo más que un joven que rocía su cuerpo de combustible con evidentes fines suicidas. Nada más. Qué día de mierda.

Al anochecer llega Paty. Pregunta por su hija. Le digo que fue incinerada. Prende un cigarro. También se inyecta heroína. Fuma hachís.  Inhala cocaína. Bebe LSD. Se inyecta morfina. Toma éxtasis. Fuma opio. Jala pegaprén. Ingiere fenciclidina. Fuma cáñamo. Se hace la paja.

Me preparo un café. El ajetreo de mis dos jóvenes hijos rompe el silencio del hogar (los hijos del personaje, se entiende. El autor no tiene hijos. Ni siquiera tuvo un orgasmo. Ni siquiera vio un par de tetas. Ni siquiera se tragó un sable). Juanito corre delante de María Luisa, quien porta un enorme cuchillo en su mano derecha. Antes que Juanito termine de bajar, ella le da alcance y, sosteniéndolo por el cuello con la mano izquierda, hunde y quita varias veces el cuchillo en la espalda, brazos y piernas del chico.

-Muchachos, tranquilícense. Ya son grandes –dice Sonia, mientras cambia de sitio un par de macetas.

-No me deja ver “Toqui Toqui” –protesta la nena.

-Es la hora de “Jorgito el necrófilo” –contesta Juanito, refiriéndose a una divertida comedia de aventuras protagonizada por un simpático violador de cadáveres.

Juanito aprovecha una distracción de María Luisa y, con una soga que siempre lleva junto a él, enlaza el cuello de la muchacha, y tira fuertemente hasta que la falta de aire la obliga a caer muerta. El niño se sienta frente al televisor, y va a cambiar de canal, pero al final decide que prefiere ver “Toqui Toqui”.

-Este café es una mierda –exclamo yo (el personaje) al probar el primer sorbo del café recién hecho.

-Querido, ¡no digas malas palabras delante del nene! –protesta Sonia, mientras mea en una de las macetas.

Juanito se  aburre tanto de “Toqui Toqui” como de “Jorgito el necrófilo”, por lo que decide electrocutarse. No lo consigue, entonces intenta electrocutar al abuelo. El mío, es decir, su bisabuelo. Claro que en realidad no es mi abuelo, es el abuelo del personaje central de esta historia. Pero ahora ya no es siquiera eso, pues está finito debido a la exitosa sesión de electrocutamiento. Paty prueba la nueva guillotina que le regaló uno de sus novios con Fofy, nuestra gata. Albertito inhala cocaína. Sonia lame el clítoris de la difunta María Luisa, y Sofi (nuestro perro) le encaja terrible chupón al finado abuelo.

Nada más. Todos los domingos son así. Un bodrio de aquellos.

Notas:

[1] Casualmente mi mujer se llama Sonia. No es más que una mera coincidencia.

Álvaro Dell´Acqua (2005)

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