Plaza de la verdura

Plaza de la verdura llamaban los antiguos a la que concurrían los verduleros a vender sus hortalizas y frutas. La Plaza de la Matriz era la destinada a ese objeto, aunque hubo un tiempo en que lo fue también la Plazoleta de la Ciudadela, después que se construyó la recoba, pero no subsistió, volviendo a la de la Matriz, donde permaneció hasta el año 29 o principios del 30.
Sobre el costado sur de esa plaza, donde hoy se levanta el magnífico edificio del Club Uruguay, ponían sus puestos volantes los verduleros, sobre jergas o lonas extendidas en el suelo, ni más ni menos que como lo hacen en la actualidad en la Feria los modernos.
Pagaban al ramo de policía un cuartillo por el derecho de piso, que era la menor moneda de plata corriente en tiempos de los españoles, en que no se usaba moneda de cobre.
Allí iban los verduleros con su carga de verdura en árganas a lomo de mulas, salvo el famoso burro de la quinta de las albahacas, que nunca faltaba con su carguero. Las bestias de carga, después de bajadas las árganas, se llevaban primeramente al hueco que había detrás del Cabildo, pero después que se cercó la pared, allá por el año 8, se conducían al corral formado de palizada en el extremo de la plazoleta de la Ciudadela.
La carne para el abasto no se vendía en la plaza de la verdura, sino en la plazoleta de la Ciudadela, en las mismas carretas que la conducían, antes de construirse la Recoba.
En la buena estación ambas plazas eran transitables, pero en el invierno cambiaba la cosa con el lodo que se formaba en ellas, como que entonces no había empedrado ni cosa parecida en ellas.
El cultivo de hortalizas era en aquel tiempo pobre cosa, como que eran pocas las quintas y los agricultores. Las quintas de más nota eran las de Seco, del oficial del Rey, de Zamallua, de las Albahacas, de Maciel, de Magariños, de Maturana, de Zabala, de Masini, de Duran, de Espinosa, de Castell.
En los puestos de verdura en la plaza, lo que más había eran coles, nabos, lechugas, cebollas, ajos, choclos; zapallos: criollo, bubango, de tronquillo y andai: chauchas, poroto blanco, colorado y el llamado de 40 días, habas, tomates, pimientos y batatas.
En frutas se empezaba por las frutillas de lo de Zamalúa y los duraznitos de la virgen, las peritas y las brevas de diciembre, siguiéndole los duraznos de tres clases, las peras pardas y bergamotas, los higos negros y morados, las uvas blancas y negras, las manzanas, los melones, sandías y limones.
Los tallos, el maíz pisado para locro y mazamorra, los huevos de gaviota v de avestruz, las mulitas y las aves de corral, eran otros tantos artículos que figuraban en la Plaza, hasta las 9 o 10 de la mañana según la estación.
Las morenas pasteleras, con sus tableros arropados, provistos de pasteles y de tortas de a cuartillo, no faltándoles el tarrito de azúcar para polvorear los pasteles, sentadas sobre el rollo de alguna piedra; formaban su gremio en la plaza con su cantilena: pasteles el amo y rosquetes el ama para los niños.
Las facturas de cerdos no se expedían en la plaza, sino en la Chanchería, ni tampoco el pescado, que había que ir a comprarlo en los cuartos de la llamada calle de los pescadores, si no se tomaba de los que vendían en sus palancas por las calles.
Allá iban desde temprano, generalmente después de oir misa, las amas de casa con sus criadas a la plaza, a la compra de la verdura, y en seguida a la de la carne, en las carretas del abasto situadas en la plazoleta de la Ciudadela. La gente pobre que no tenía servicio se manejaba por sí como podía para llevar sus provisiones. Era de uso general la tipa en el servicio doméstico, para conducir lo que mercaban los amos.
Era costumbre ir un lego de San Francisco a pedir limosna de hortalizas a la plaza para la olla del convento. Desempeñando esa comisión el buen lego Fray Ascarza en el segundo asedio de la ciudad (1813) la demandaba con piadosa solicitud de puesto en puesto, para socorro de los indigentes, a quienes repartía diariamente en el pórtico del convento miles de raciones de sus viandas, condolido de la miseria de tantos infelices que padecían hambre.
Lo mismo se hacía para los encarcelados. Se destinaba un preso acompañado de un guardia a la colecta de verduras y carne, por vía de limosna, para el alimento de los presos de la cárcel, y ninguno se excusaba de dar, practicando la caridad que fue una de las virtudes que distinguió en todos los tiempos a los habitantes de Montevideo.
Corría plata. El año 9 se hizo un cálculo aproximado del dinero que corría diariamente en la plaza de abasto, estimándose en 4 ó 5 mil pesos diarios, cuando la población se computaba en 8 o 9 mil habitantes según el mismo padrón.
Los medios reales y pesos de plata, que llamaban cortados, corrían que daba gusto, conjuntamente con la plata columnaria, de que dieron cuenta al andar el tiempo los plateros, fundiéndola como chafalonía para sus obrajes. Las compras y ventas se efectuaban, como se ha dicho antes, por cuartillos, medios, reales y pesos. Nada de vintenes ni reís, que eran desconocidos.
Los vintenes y reis vinieron con la dominación portuguesa, con las patacas, medias patacas y patacones, y los cobres de 10, 20 y 40 reis, vulgo vintenes, que cambiaron la costumbre del cuartillo y del peso fuerte de nuestros antepasados.
Hasta la entrada del gobierno patrio (1829) sirvió la Plaza Matriz para el abasto de verduras en las horas de la mañana, destinándose entonces la Plazoleta frente a los ejercicios para el mismo servicio, para lo cual había sido donada por Don Joaquín Sostoa, condicionalmente, mientras no hubiese Mercado Público.
Su situación en el extremo oeste de la ciudad y su poca capacidad, hizo necesario pensar en la construcción de un mercado de abasto. En abril del año 33 fue destinado el antiguo edificio de la Ciudadela para Mercado, inaugurándose en mayo del año siguiente, quedando prohibida desde entonces la venta en la plaza, sin perjuicio del Mercado Chico.

Isidoro de María
de "Montevideo Antiguo"
Almanaque del Banco de Seguros del Estado - año 1959

 

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