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Juan
Hugo de los Campos

“Una vida inútil equivale a una muerte prematura” 
Johann Wolfang Goethe

Muy poco puede decirse de Juan. Su nombre - ya se ha dicho -, que no es joven ni viejo – maduro quizás – ni alto ni bajo, ni obeso ni delgado. En fin  todos sus atributos físicos, - los indicados y los que faltan- solo podrían describirse  en términos promediales.

Harto difícil sería la tarea de figurarse como en verdad “era”.

Tal vez lo más sencillo, teniendo en cuenta sus atributos de total neutralidad, en son de definirlo – descártese en ello toda alusión irónica – sería decir que  Juan “no era”.

Recordó su infancia. Un padre trabajador del que pendía el sustento que nunca faltó, y en igual proporción, absolutamente indiferente a las cuestiones familiares. La madre, que tocó el cielo cuando él nació, y lo protegió en todo con excesivo celo. Tenía bien presente las burlas de sus compañeros, cuando en la secundaria lo acompañaba hasta la puerta, -  sin faltar  un día- y allí terminaba de emprolijarle la ropa, y darle siempre los mismos consejos, que eran un rosario de precauciones que habría de guardar, para algo tan simple como asistir a una clase. Cuando ya adolescente los amigos –que eran pocos- le reclamaron exigentes que esa noche los acompañara a bailotear – a ello se había negado hasta ese día – él, vencido por la insistencia, solicitó permiso a sus padres. Pudo percibir la contrariedad de la madre. Luego, la breve conversación de ella con su marido, que mucho mas tarde supo, era para que, como hombre, o bien le persuadiera de abandonar tan peligrosa idea, o, en la imposibilidad de lograrlo, le proporcionara todos los consejos necesarios en relación a lo que ella consideraba una osada aventura. Sus propósitos no llegaron a buen fin. El padre se le acercó, lo tomó de los hombros- ese era quizás el único gesto de aparente cariño que recodaba de su progenitor – y con una síntesis insuperable de las admoniciones que en él habían sido delegadas, le dijo:”Cuídate”.

Al regresar, su madre le esperaba levantada, con una inquisitoria digna de un  interrogatorio policíaco.

Juan era empleado bancario. Desde hacía 15 años se desempeñaba como cajero. Cuando se enamoró- ¿se enamoró?- sus padres ya no vivían, y él compartía su isócrona rutina con la soledad. El cambio no fue mucho. Ahora, sin que su conducta habitual hubiese variado en nada, la comparativa con una mujer, su esposa. Pocas veces en el mes, siempre en los mismos días y casi siempre en las mismas horas, cumplía con el débito conyugal. Algo, muy dentro suyo lo culpabilizaba. Antes de casarse, por supuesto en ámbito religioso, pasó por la obligada confesión, en la que el sacerdote hubo de esforzarse hasta el limite de sus posibilidades, requiriendo del confesado alguna falta para absolver, que no surgía para nada de la insulsa narración que le había hecho de su vida. Al fin, confesó: “Peco con la mirada". El cura lo absolvió solo por cumplir con el obligado ritual,  y, como compensación a la virtud agraviada, le mandó  que rezara un padrenuestro, porque el dogma le impedía indicarle que pronunciara media oración. Allí terminó el sacramento, sin siquiera advertirle que cesara el desliz.

Y el entonces, como los ojos no envejecen, lo siguió haciendo.

Esa mañana Juan despertó inquieto. Tanto que por unos momentos interrumpió su lánguida rutina de afeitarse, hacer sus gárgaras matinales, vestirse  y desayunar su té con leche. Se quedo sentado al borde de la cama, mirando sin ver. Había caído repentinamente en la cuenta del total tedio de su vida. Entonces, sabiendo que ya era tarde para cambiar, tomó una decisión – la primera y única en su existencia –pero a no dudarlo trágica. Inmediatamente, miró el reloj para compensar el retraso, y retornó al ritmo aletargado del que hoy le correspondía transcurrir.

El estridente sonido de la sirena interrumpió el descanso de los vecinos. Y cuando vieron que la ambulancia se detenía en la casa de Juan se les duplicó el asombro, porque allí nunca pasaba nada inusual, tomando por ello, incluso la enfermedad. Como la puerta estaba entornada- ni cerrada ni abierta- por ella ingresaron  el medico y un enfermero, con paso no demasiado ligero, porque el llamado era de clave 2, con lo que se indica que el caso necesitaba asistencia, pero no era del todo grave.  El cuadro que encontraron superó lo que suponían. Juan semivestido, con los ojos semiabiertos, yacía tendido, aunque no del todo porque apoyaba su cabeza en la almohada, con el rostro azulado. Rápidamente examinaron los signos vitales. Pulso tenía pero era  lento, su corazón latía pero con sonidos eran de baja intensidad, la temperatura no era alta, pero superaba los 37 grados, respondía a los estímulos, pero con lentitud. Lo sentaron para auscultarle los pulmones. No estaban mal pero tenían poco aire. El problema era que si bien el enfermo clínicamente no mostraba gravedad era notorio que a cada instante empeoraba. Él médico dudo en que hacer. Le colocó suero, lo entubo, y dispuso trasladarlo con urgencia a un centro hospitalario.

Ya era tarde. Juan murió. Lo cubrieron, consolaron a la esposa, y después, cumpliendo el protocolo, el médico se dispuso a completar la  ficha en la que documentaría la atención y el deceso.

Se detuvo al tener que consignar la causa de la muerte. En verdad no la sabia,  pero le pareció cruel someter a esa pobre mujer a la obligada pericia forense. Lleno el espacio con una frase científicamente inexpresiva y de interpretación no precisa, : “paro cardiovascular.”

Luego se retiró.

                                

Con el tiempo se fue tejiendo la idea – claro que poco creíble – que en realidad el fatal desenlace, había sido ajeno a cualquier enfermedad, y simplemente se produjo porque  Juan, cumpliendo estrictamente la determinación que en su momento había tomado, dejo de respirar.

Hugo de los Campos

drhdlc@gmail.com
De "El Océano Primordial y otros cuentos"

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