Un prodigio apenas iniciado
(Primera entrega)
Por Leonardo de León

Ardua es la tarea de no incurrir en imperdonables omisiones al evocar la figura literaria de Jorge Luis Borges. El tiempo, esa sustancia de la abstracción que hace a las vidas, a veces resulta inconmensurable para las meras palabras. Resignándome a la sentencia anterior, escribiré de todos modos lo que mi frágil conciencia me dicte; cumpliendo así, el honesto homenaje que me he propuesto ante el siempre conmovedor recuerdo de Borges a veinte años de su fallecimiento.

Seré severo en el intento de exponer un espectro mínimamente ordenado sobre la vida del ilustre maestro argentino; pero ya esbozo las disculpas a los siempre cordiales lectores por las irremediables digresiones a las que sé no podré ignorar. Quizás, ese hábito perpetuo de desviación no sea otra cosa que la influencia de Borges en mi sintaxis; o un intento inconsciente (y siempre fallido) de imitarlo; o un mero remedo del destino. 

Jorge Luis Borges nace en Buenos Aires, el 24 de agosto de 1899, en la casa de sus abuelos. Hijo de Jorge Guillermo Borges, abogado y profesor de psicología; y de Leonor Acevedo Haedo, mujer refinada y destinada a una dilatada existencia en este mundo que deliberadamente denominamos “real”.

 Años después, el Borges anciano no podría evocar el espacio geográfico en el que le fue dado descubrir el mundo sin la adición de algún componente literario: “Yo nací en la calle Tucumán, esquina Suipacha, en la misma manzana en que murió Estanislao del Campo, que era tío de mi abuelo” El pasaje anterior, extraído de sus autobiografía, ilustra un rasgo ineludible a la hora de recordar a Borges: para este hombre, la vida no era otra cosa que literatura. Desde aquí, toda ulterior investigación o monografía que lo utilice como centro temático, se convierte en un accesorio; incluso esta misma que escribo ahora, y que algún piadoso lector descifra acaso ya con aburrimiento.

Desde la niñez, el joven Georgie (como le llamaban sus allegados) cuenta con un escenario familiar y material perfecto para la escritura. La biblioteca de su padre representa un símbolo incipiente para la elaboración de la faceta lectora; lo que implica, de alguna manera, el inicio del arte de escribir. Pues, el escritor no hace otra cosa que leer en su mente, así como el lector no puede obviar la escritura que discurre en su absorta conciencia. Ambos procesos se acompasan generando una unión funcional de la psicología. Dicha conjunción puede admitir el nombre de “Literatura”; posiblemente, la más grata de las uniones.

El pequeño Borges protagoniza desde niño arduas lecturas de vastos hombres de letras. Mark Twain, R.L. Stevenson, y Miguel de Cervantes, son algunas de las figuras que el reducido aristócrata se empeña en conocer a través de la sublime tarea de la lectura. A la reducida lista anterior pueden agregarse sin esfuerzo Dickens, Kipling, Wells y “Las mil y una noches”. Es curioso que, incluso desde esta precaria instancia de su existencia, Borges ya exhibe una tendencia manifiesta hacia los autores ingleses. Algunos de ellos, lo acompañarían durante toda la vida.

La infancia de Borges ya acumula materiales que con el tiempo se convertirán en obsesiones recurrentes de sus ficciones. Las prolongadas visitas al jardín zoológico cercano a su casa gestarían la obsesión por los tigres; animales que alcanzaron a representar el soporte donde Dios escribe la palabra única e inmortal que todo lo explica; una suerte de arquetipo platónico universalizado. Incluso se ha llegado a contar que los padres del futuro Homero del siglo XX, debían recurrir a estratagemas harto complejos para que este dejara de presenciar el andar de los tigres detrás de los fríos e impenetrables barrotes. La única amenaza efectiva era la prohibición de los libros. También en este período aparecería el horror de los espejos. Cito al propio Borges, quien ilustra la escena con más agudeza que mi más depurada enunciación: “Los espejos corresponden a que en casa teníamos un gran ropero de tres cuerpos estilo hamburgués. Esos roperos de caoba, que eran comunes en las casa criollas de entonces...Yo me acostaba y me veía triplicado en ese espejo y sentía el temor de que esas imágenes no correspondían exactamente a mí y de lo terrible que sería verme distinto en alguna de ellas. Eso se unió  a un poema que leí sobre el Poeta Velado de Jorosán, el hombre que vela su rostro porque es leproso, y al Hombre de la Máscara de Hierro, de una novela de Dumas. Las dos ideas se unieron...” Los laberintos, quizás el símbolo que convencionalmente encuentra mayor asociación con Borges, serían descubiertos a esta temprana edad donde todo componente de la realidad se somete a la indeclinable sensación del asombro; cualidad que Borges nunca abandonó: “Recuerdo un libro con un grabado de acero de las siete maravillas del mundo; entre ellas estaba el laberinto de Creta. Un edificio parecido a una plaza de toros con unas ventanas muy exiguas, con unas hendijas. Yo, de niño, pensaba que si examinaba bien ese dibujo, con una lupa, podría llegar a ver al Minotauro...”

Como el atento lector ya habrá percibido, Borges poseía un caudal cultural que transgrede los convencionalismos. Aun asumiendo esta idea, el análisis de la infancia del escritor nos informa sobre una etapa de interacción con el mundo que adquiere mayor relevancia en comparación a las otras etapas vivenciales. Es en los primeros años donde emergen ciertas experiencias que experimentaran un proceso de dilatación, tanto a nivel textual como imaginativo, que darán lugar a un corpus textual que es, nada menos, que la obra de Jorge Luis Borges entendida en un perfil universal. La niñez representa el andamiaje imaginativo al cual Borges parece acudir a la hora de crear y sentir. El tigre encontrará homenajes a través de “La escritura del dios”; “Los tigres azules”; o el poema “El oro de los tigres” (título también del poemario que lo contiene). El laberinto se materializará en “El jardín de los senderos que se bifurcan” y en “La casa de Asterión”, una composición narrativa que ya prefigura a los actuales y populares microcuentos. El componente de los espejos sería el germen del tema del doble, tratado en “El doble” y “25 de agosto de 1983”.

Cobra relevancia las concepciones que pueden adoptarse en referencia al laberinto y al espejo. Para Borges la vida es un laberinto, un lugar sin rumbo cuya sustancia es, de alguna manera, el infinito. Si adoptamos esta postura ante una vida de impredecible direccionamiento; el espejo, que duplica dicho escenario asaz misterioso y no ajeno al horror, optimiza el carácter deleznable del universo, pues no hace otra cosa que copiar una realidad que ni siquiera merece el honor de lo original. Así, el espejo, a través del duplicado, degrada aún más a ese laberinto que es el mundo. Dicha concepción la maneja Norman Thomas di Giovanni, traductor de Borges al inglés, en su libro “La lección del maestro”. De todas maneras, esa forma de juzgar a la copia como un duplicado imperfecto del original proviene desde el libro X de “La república” de Platón, donde el artista resulta innecesario; pues copia lo originalmente material y perfecto.

A los trece años, publicaría su primer cuento. Cito a continuación un breve fragmento de dicho texto para que los amables lectores continúen con el asombro que sé no han podido reprimir: “En lo más espeso del bosque donde los frondosos árboles extendían sus ramas y los altos bambúes crecían, corría un arroyuelo de límpidas aguas. Aunque el sitio era apacible y fresco, ningún animal se aventuraba ahí, sabían que tras el ramaje estaba la caverna del gran tigre, del Rey de la Selva, del tiránico señor de los bosques.” En mi opinión, aunque no hay razón alguna para que mis opiniones valgan más que la de los lectores, el fragmento citado es una maravilla. La descripción al servicio de lo escénico es de grato grafismo, de perspicacia sintáctica, y de compleja adopción para esa edad. El lirismo de las frases “frondosos árboles extendían sus ramas” y “límpidas aguas”, sustentan una expresión decantada por la adjetivación justa y medida. El mero hecho de sustituir al siempre rey león por un tigre; ya informa una suerte de ficción, de invención interna del cuento que desconozco cómo sigue.

Al parecer, con anterioridad ya habría escrito “La visera fatal”, un cuento inspirado en El Quijote, y una traducción del cuento “El príncipe feliz” de Oscar Wild. Este último mencionado, aparecería publicado en un diario firmado por Jorge Borges; los lectores adjudicaron la realización del trabajo a su padre. Para todo poseedor de razón, sería una locura asociar aquél trabajo a un niño; un niño que ya crecía y continuaba escribiendo, soñando, estudiando el Buenos Aires que pronto se convertiría en un mero libro sin numeración en sus páginas. Dejemos estas temáticas, para las próximas entregas.

Mientras tanto, abandonemos el presente artículo con la imagen de un niño sin duda único; configurado únicamente para la literatura y el acto de la imaginación; un infante que no sería ni más ni menos que la figura más destacada en la literatura en lengua española; un mero niño que pasaba sus noches leyendo libros prohibidos y armando alguna trama en el joven cerebro impresionado.

Luego, la impresión sería de los otros.

Leonardo de León

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