Sobre “Mecanismos sensibles” de Leonardo Cabrera, Anagrama, Banda Oriental, 2008

Por Leonardo de León

Lobo al acecho

El autor

La mano se acerca al botón y apaga la computadora. Retira la silla y se pone de pie. Está sólo. Hace horas que la noche se instaló como un pájaro enorme y sombrío sobre los tejados de San José de Mayo. Respira. Está mareado. La jornada ha sido más que laboriosa, interminable. Apenas recuerda que su nombre es Leonardo Cabrera. El estómago le avisa con un gruñido. Todo el día en la oficina, todo el día. Diseñó dos pliegos completos y mañana otra vez. Siempre otra vez. Siempre lo mismo. El Semanario sale en dos días y hay que terminarlo. Tendrá que escribir algún artículo a último momento para completar el espacio, pero hoy ni loco. Recoge el abrigo y sale en la bicicleta. Nadie en la calle. Todos duermen. Toma una avenida de faros amarillos que tiñen el vapor que exhala por la boca. Mira la luna. Quiere llegar. La calle se ahonda hasta una oscuridad lejana que lo inquieta. Recuerda el verano, aquellas vacaciones junto al oleaje, aquella casa en la playa y los vecinos. Tiembla. Prende la luz y hace la cena con un jazz de fondo. Come sin darse cuenta, porque ya está tramando. Mastica y traga las secuencias, el lugar, las palabras. Está a punto de retirarse al dormitorio cuando gira y se sienta frente a la computadora. Respira. Está mareado. El día se le viene encima otra vez. Siempre otra vez. Siempre lo mismo. La mano se acerca al botón y enciende la computadora. Abre el procesador de texto. Vuelve al verano y a esas playas. Siente el plácido vaivén de las olas y el temor, el sol, los vecinos, la ciudad que lo trajo acurrucado hasta la puerta. Las manos se deslizan sobre el teclado, y se descubre, se reencuentra, se recuerda. Cada párrafo, cada línea…

El libro

“Mecanismos sensibles” obtuvo la única mención en el Décimo Quinto Premio Nacional de Narrativa “Narradores de la Banda Oriental”. Como bien lo explica Pedro Peña en el prólogo, el título signa la conciliación de dos naturalezas contrarias, y los nueve cuentos que hacen al libro se inscriben en la misma estética. Leonardo Cabrera explora en cada caso -y desde ángulos diversos- la tensión que palpita irremediable en todo ser humano: ese mecanismo sensible imbuido en un mundo reinado por las leyes de la lógica donde la intervención de lo sobrenatural se relega injustamente al plano del azar. ¿Quién no ha sentido alguna vez la atracción del miedo, de ese miedo que en nada condice con el entorno que lo procrea? ¿Quién no ha advertido la acechanza de algo más, de una extensión agazapada entre las cosas?

La clave para la escritura que pretende acercar esa sensación ciertamente no está en lo explicativo. Cristalizar lo inasible mediante el lenguaje sería traicionar la esencialidad de esa inquietud; y ahí lo difícil, lo nuevo y lo arriesgado de este volumen en el plano actual de las letras nacionales. Por primera vez en mucho tiempo un escritor uruguayo se atreve a narrar desde una óptica formal distinta que no se define por la entera ponderación del hecho ni por el lenguaje introspectivo y psicológico –como es la tendencia actual-, sino por el uso de esos elementos al servicio de una historia interna y veraz que discurre bajo la escritura pública y que emerge con todo el poder del efecto. El objetivo se cumple mediante una trama cuidadosamente urdida, donde lo juzgado en primera instancia como accesorio o mera coincidencia asume un rol protagónico y esencial en el desenlace: “(…) en un momento todo está en su lugar y al siguiente algo se ha movido y todo ha cambiado, es tan simple como eso (…)”. Se esgrime un extraño y fascinante procedimiento combinando la elipsis y la reticencia para que, desde la superficie, se acceda por vía sutil al verdadero nervio de la literatura, lo que el autor entiende como un pretexto para la verdad mediante la mentira: “(…) hay que mentir, hay que inventar una historia que le pueda provocar al otro lo mismo que a nosotros nos provocó la verdad.” Como buen discípulo de Cortázar –y no obviando aportes de Kipling en lo que a narrar con aparente indiferencia se refiere-, Cabrera sabe que la recepción directa de esa realidad rompe el misterio y la curiosidad que suscita; por eso no hay mejor señuelo que la ocultación. Leer cualquiera de sus cuentos es como entrar al océano sin saber nadar. Somos concientes de su bravura, de su fuerza, de la amenaza que representa; pero aún así entramos de cabeza en su misterio y avanzamos hasta el límite, hasta que el fluido del relato toca los labios, hasta quedar a merced de la más tenue ondulación, como hechizados por la posibilidad de lo terrible.

Tales intenciones dan a la prosa un cariz cinematográfico aunque no por eso carente de lirismo. Cabrera conoce las ventajas de la poesía para embellecer las situaciones, y la emplea con rigor y habilidad a la hora de distender o retrasar los momentos de revelación. Tampoco se limita en estos casos al tropo tradicional, y prueba nuevas formas que, lejos de corromper la tonalidad de la secuencia, muchas veces la enfatiza. En las primeras páginas de “La casa de la playa” el narrador recuerda un accidente automovilístico y la muerte del conductor: “Era un hombre grande, más grande que mi padre, con un cuello grueso como la rama más fuerte de un árbol alto, y las manos llenas de dedos gordos que ya se le empezaban a poner morados. Tenía un ojo abierto. El ojo era negro y como vidrioso, como lleno de agua quieta.” Véase cómo la escena comienza con un plano general del hombre, se cierra hasta el detalle de algunos rasgos particulares -el cuello, las manos, los dedos, los ojos-, y expresa la muerte desde esas sutilezas, es decir, otorgando a la parte un valor universal. Sin embargo, al considerar la supuesta distancia del narrador respecto al cadáver y la consecuente perplejidad que le induce el primer contacto con la muerte, tal detallismo resulta inverosímil. Si el lector no lo nota es por la destreza del discurso, por la manera en que Cabrera maneja las palabras y sus efectos en cuanto a la fuerza dramática de la circunstancia. Acaso Borges le enseñó que, con el debido fundamento, no hay artificio en el arte.

Las decantaciones del narrador desde la primera persona a la omnisciencia –y viceversa- son constantes y se asumen sin esfuerzo. El fluir rítmico y afinado de los párrafos, aunque largos, colaboran con ese confort. A veces el viraje es manifiesto por las señales gramaticales, pero en otras ocasiones se emplea un recurso más sutil, siempre con intenciones viables y específicas: “Toso un poco y espero que la escasa brisa limpie el aire antes de seguir: me vuelvo una silueta atravesando el comienzo de la tarde” La enunciación en primera persona debiera estar restringida a los ojos del personaje, pero sobre el final de esta expresión se produce un desgarramiento en el ángulo narrativo y el personaje se ve a sí mismo desde afuera. Posiblemente, ese despegue o quiebre sea una manera eficaz de sugerir un conflicto existencial que, dicho sea de paso, se confirma en las páginas ulteriores.

Ese buscar-el-otro-lado es el móvil y el centro de “Mecanismos sensibles”. La valoración común de las cosas está en constante giro y permutación, y esa reyerta en el esquema logístico de la palabra crea un verdadero universo alternativo que asume el desentrañamiento del corazón humano y sus intuiciones como objetivo. El agua, elemento naturalmente asociado al origen de la vida, se torna símbolo de muerte. La convalecencia es apenas la cara visible de la enfermedad, de la misma forma que la dulzura de un niño puede devenir en amenaza. Esa sensación de lo incontrolable está en cualquier tiempo, persona, lugar, aún en el escenario más distendido. El lobo siempre está al acecho.

Este joven escritor respeta al arte y al idioma como pocos en su generación, y sólo por eso puede ostentar la venia del juego. Juego serio, pleno de luz aún en la oscuridad.

Leonardo de León

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