Las dos caras de Borges; talento y erudición
(Segunda entrega)
Por Leonardo de León

Antes de iniciar con la segunda entrega sobre la vida y la obra de Borges, debo advertir a los lectores las irremediables y quizás imperdonables omisiones en las que he tenido que incurrir. El material bibliográfico que ha disparado la obra del escritor en cuestión es quizás una de las más cuantitativas. La valiente empresa de condensar su vida y obra en tan solo tres entregas, me condiciona a reprimir informaciones, a veces, de insuperable significatividad. 

En 1923, un Borges de 24 años publica su primer libro: “Fervor de Buenos Aires”. La aparición del texto incipiente y para nada ingenuo en términos textuales, se debe a una serie de experiencias de cierta relevancia. Quizás el más importante de esos hechos sea la contaminación cultural que el escritor protagoniza a partir de 1914, cuando viaja a Europa acompañado de su familia; donde permanecería hasta 1921. Borges recorre vastos escenarios europeos, y cursa el bachillerato en Ginebra; donde conoce a Maurice Abramowicz y a Jacobo Sureda, jóvenes escritores con los que presume una concordancia de sensibilidades, y con los que emprendería una empresa literaria interpersonal. Mantendrían una amistad epistolar en la posteridad que ha sido recogida con cuidada encuadernación por la editorial Emecé en “Cartas del Fervor”. Dicho título académico concebido en Ginebra, constituye el único mérito institucionalizado de su vida; lo que nos informa, al enfocar nuestra atención en un Borges globalizado y completo, una formación netamente autodidacta. El descubrimiento de esta cualidad, no puede evitar que evoquemos la sutil ironía de los días; el intelectual por excelencia del siglo pasado fue solo un bachiller.

Las ideologías de vanguardia en auge no son ignoradas por el joven escritor, y rápidamente establece fuertes vínculos con la postura ultraísta, movimiento innovador liderado por Rafael Cansinos Asséns que sustenta sus posturas textuales y constructivas en la exhortación a la metáfora y al deslindamiento absoluto de las anécdotas.  La figura de Asséns promueve un impulso creativo en un Borges atento y perspicaz que continua con un perfil lector asiduo y exquisito. Versos como “Ya casi no soy nadie/ soy tan solo un anhelo que se pierde en la tarde...” son algunas de las muchas, de las demasiadas muestras de talento y depuración elaborativa de un adolescente prodigio. Pero el talento, debemos decir, posiblemente no hubiera gozado de la trascendencia sin la intervención de un espíritu en búsqueda continua, de una necesidad manifiesta de pulimiento y autocrítica; pues el talento resulta una mera envestidura natural sin un sentimiento de elevación y culturización permanentes. Ignorar el talento, es ignorar el fragmento más valioso de nuestra sensibilidad. Borges no ignoró casi nada.

Cuando los escenarios bonaerenses se reencuentran con Borges ya agudizado por las experiencias del continente vecino y con un brillo sensible más elevado incluso en términos expresivos, el escritor no puede obviar al misticismo que albergan los barrios de su ciudad. Arduas caminatas forjarían un instinto de observación, un ímpetu poético que lentamente se convertiría en “Fervor de Buenos Aires” que, según sus críticos más destacados, expone las ideas fundacionales de su poesía; ideologías que luego experimentarán un proceso de “proyección”, contaminando el resto de sus producciones en verso: “...y sentí Buenos Aires./ Esta ciudad que yo creí mi pasado/ es mi porvenir, mi presente;/ los años que he vivido en Europa son ilusorios,/ yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”. Los versos antes citados exhiben un concepto de la presencia que obvia lo geográfico; y que se apoya en un componente interior e inmortal.

Ahora bien, la publicación de dicho libro sería vertiginosa y evidentemente desprolija; pues ambos adjetivos, ignoro por qué, suelen funcionar en conjunto. La obra carecería de índice, y las páginas no estarían numeradas. Trescientos ejemplares saldrían a las calles argentinas antes de que Borges repitiera la travesía hacia Europa. La mayoría de los libros, por no decir todos, son repartidos por el propio autor a sus amigos y a ciertas figuras literarias del ambiente crítico del momento. La actitud que Borges adopta ante su libro inicial, nos obliga a la inferencia de que el joven sentía un impulso de trascendencia, de erostratismo sustentado en la palabra. La génesis del libro no se debe entonces únicamente a un anhelo de colectivización de sus percepciones sensibles, sino también a una forma introductoria ante los ambientes culturales.

Es así que Borges se despide nuevamente de su ciudad en 1923. Cuando regresa luego al año siguiente, se sorprende al leer numerosas críticas sobre su libro, escritas por aquellos señores a los cuales él regaló el modesto ejemplar. Comenzaría allí la carrera de un escritor que, como lo hemos dicho en entregas pasadas, se perfilaba como un hombre de genio literario desde la temprana infancia.

En 1925 publica “Luna de enfrente”, un libro de poesía que continúa con las temáticas paseantes y de cuidadosa observación de su libro anterior. El mismo año vería la luz “Inquisiciones”, un libro de ensayos que se propone complejas reflexiones sobre la literatura en un amplio espectro: Joyce, Cansinos Asséns, Thomas Bowne, Quevedo, Miguel de Unamuno, y muchos otros, son los autores y las obras que Borges aborda con inobjetable prestancia y agudeza interpretativa. Quizás un aspecto a tener en cuenta es la prematura tendencia del autor hacia el sondeo de concepciones filosóficas en relación al idealismo. Ya en este libro propone el germen de una impronta Borgeana, la de evitar el divorcio entre la literatura y la filosofía; y hacer de estas disciplinas un conjunto más atractivo y de notoriedad estética. Dice Daniel Balderston en su libro “Borges; realidades y simulacros”, que así como “Fervor de Buenos Aires” expone una voz poética fundacional y posteriormente constante en la poesía de Borges; este libro de ensayos ya institucionaliza una forma de abordaje temático que también se dilatará por los diversos trabajos ensayísticos de la posteridad. 

Luego de “Inquisiciones” aparecerían dos libros más de perfil ensayístico: “El tamaño de mi esperanza” (1926), y “El idioma de los argentinos”(1928); donde se corrobora la observación de Balderston citada en el párrafo anterior. El Borges anciano, al enfrentarse al ofrecimiento de publicar sus “Obras completas” por la editorial Emecé; desterraría estos libros con vehemencia y convencimiento. Vale decir pues, que luego de su muerte; María Kodama, su viuda, vendería los derechos de los olvidados volúmenes a la editorial Seix Barral. El argumento más fehaciente que Borges argüía para justificar dicho olvido, es el barroquismo que conduce los argumentos; característico en la etapa propedéutica de cualquier escritor; donde parece instalarse la concepción de impresionar a los lectores a través de la capacidad de complejizar el lenguaje. De hecho, Borges comentaría luego que lo complejo es, precisamente, concretar la aspiración de simplificar las ideas a un lenguaje legible y más automático en parámetros interpretativos.

“Cuaderno San Martín”, que data de 1929, es un poemario de relevancia para el crecimiento de la figura literaria de Borges; pues con este trabajo se le otorga un prestigioso premio literario que goza de auge académico y monetario. Con el dinero del premio, nuestro lector insaciable adquiere una vieja edición de la Enciclopedia Británica, libro que se convertiría en un material de recurrencia en su faceta narradora próxima a desplegarse y consolidar el reconocimiento de su rol de escritor.

Luego de fundar una serie de revistas literarias entre las cuales se encuentra “Destiempo”; Borges publica un nuevo libro de ensayos “Evaristo Carriego”(1930), al que le siguen “Discusión”(1932), “Historia Universal de la Infamia” (1935), e “Historia de la Eternidad”(1936). La génesis de la obra editada en 1930 es, para el propio Borges, de carácter caprichoso pero no infundamentado; pues amigos y familiares le ofrecieron la posibilidad de dedicarse al abordaje analítico de figuras como Macedonio Fernández o el modernista Leopoldo Lugones; pero el obstinado temperamento, no deslindado de una dosis de sensibilidad, lo condujeron a urdir la exégesis más notable conocida hasta el momento sobre Carriego. “Discusión” sería, para el Borges de la longevidad, el libro que mejor lo justifica ante la amplia naturaleza de la literatura. Los libros que le siguen a este en la enumeración realizada más arriba, únicamente suscitaron comentarios negativos.

La atmósfera pesimista de los comentarios de Borges hacia su propia obra, ha disparado diversas interpretaciones. La más común lo acusa de incurrir en la falsa modestia. Como mero lector de Borges, no descarto esa posibilidad; pero a partir de lecturas como “El señor Borges” de Alejandro Vaccaro, que indaga en la cotidianeidad del escritor; junto con sus biografías a cargo de María Esther Vázquez y Alicia Jurado; me inclino hacia una postura que interpreta verdaderos esos gestos juzgados falsos. El Borges de todos los días, de todas las horas compartidas en la privacidad de los muros más diversos, recurría permanentemente a esa autovisión descreída y no ajena a la negatividad. Difícil es creer entonces en una mentira constante.

En la entrega de hoy, nos despedimos de este texto que persiste en un intento de prolongación, con la imagen de un autor ya consolidado, inserto en el ambiente literario más relevante de Argentina. Lo aguardarían aún sus mejores libros; la fama, los viajes, el dinero, y la muerte. Pronto, muy pronto, el Borges que hasta ahora centraba sus narraciones en historias de cuchilleros y arrabales, comenzaría a jugar con el tiempo y lo infinito.

Pero dejemos estas arduas temáticas, para la siguiente entrega.

Leonardo de León

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