Fantasmas de agua
Leonardo de León

-Estoy aquí desde el día de mi muerte. No explico qué es este lugar y qué hago aquí. Solo percibo una claridad absoluta que me sostiene en el aire. Si bien puedo sentir un material sólido bajo mis pies, una sensación de ahogo en el estómago me dice que floto. Al examinar mis recuerdos, el último es el primero que acude a la memoria; el infarto camino al almacén, una voz interior que repite una lista de artículos, el dolor repentino en el pecho, el entumecimiento de las piernas, el golpe del cuerpo contra la acera, una rápida multitud que me rodea y no escucho.  Los recuerdos se interrumpen abruptamente en ese punto y reaparecen en este lugar enceguecedor sin fronteras ni limitantes. Caminar aquí es como quedarse quieto. Hace seis semanas que habito la intemperie ulterior a la muerte. No hago otra cosa que imaginar y recordar mi vida anterior. La única tarea que siento que no inútil es la del recuerdo. Todos los días (y digo días no porque aquí los haya, sino para no desorientar al lector)  evoco al mundo, ese sitio que me albergó como al mejor de los hijos durante sesenta y cuatro años; tiempo suficiente para estirar mi cuerpo, obtener mi título de profesor, y concebir a mi hijo. Jorge es una buena persona; lo único que me quedaba antes de irme, y lo único que me queda ahora que ya me he ido. No puedo verlo desde aquí, y sin embargo sé que en este preciso momento debe estar en la cama con un libro abierto sobre el ombligo, pasando el tiempo para luego tomar una ducha. Me entretengo con esa imagen mientras fumo mi pipa, regalo de mi padre. Mientras el humo se estira frente a mi rostro dibujando figuras de cuerpos juntos, contorsionados y ansiosos de peligro; agudizo el oído que percibe desde hace horas el sonido de unos tacos.

Ya estaba cansado de leer. El libro lo tenía harto.

Jorge abandonó la cama y se dirigió al baño. Se miró el rostro sucio en el espejo, acarició la barba crecida y se juzgó indigno. Abrió la canilla del agua caliente para llenar la bañadera mientras tocaba con delicadeza el chorro de agua cristalina. Lentamente vino el calor, y tras poner el tapón en su lugar, volvió al cuarto para preparar la ropa. Eligió el buzo de lana rojo, aquel que su padre había conservado desde su juventud y que parecía resistirse al paso del tiempo. El obstinado tejido había protegido a su padre hasta el día en que el pavimento lo abrazó en medio de la calle tras la detención de los latidos. Lo acercó a su cara y aspiró con ternura. Su aroma trajo a los recuerdos del anónimo sitio en que se refugian y agolparon nítidamente el cerebro conmovido por la injusta pérdida. Lo sostuvo un rato así, apretándolo contra los ojos húmedos. Miró de nuevo el tejido y se dirigió al baño en tránsito lento, con el buzo debajo el brazo.

Apenas abrió la puerta sintió la desagradable sensación que provocan las medias mojadas. El agua invadía cada baldosa del piso, y aumentaba sus dominios. Rápidamente acudió a la bañadera desbordada para cerrar las canillas. Le fue imposible; las instalaciones eran viejas y no era la primera vez que se enfrentaba a esta situación. Como ya lo había realizado en otras ocasiones, decidió sacar el tapón hasta poder localizar al plomero malhumorado pero eficiente que siempre lo auxiliaba en momentos como este. Al estirar el brazo y sumergirlo en el agua; el suéter cayó, y luego de un viaje rápido a través del aire, se sumergió en al agua de la bañadera, se hizo más lento y oscuro. Los tejidos se abrieron lentamente mientras absorbían el peso del líquido. Jorge lo vio hincharse y adoptar la forma de una anatomía familiar, y pudo percibir claramente a su padre dentro de él, sentado en la bañadera con la pipa en los labios quietos. Alcanzó a sentir el olor al humo del tabaco, hasta adivinó las figuras grises retorcidas en el aire antes de dar el grito. Salió corriendo hacia el exterior del baño resbalando en el agua del piso.

Cerró la puerta con ímpetu. El corazón latía con fuerza. Costaba creer aquello. ¿Su padre?...¿allí?...era imposible... Respiró largamente y arrimó una silla con manos temblorosas. Descansó el cuerpo e intentó pensar. Seguramente estaba cansado...una ilusión suscitada por la pérdida aún no superada...un anhelo de reencuentro...una esperanza de vencer a la muerte y alentar a la metafísica. Ensayó el gesto de volver a ingresar al baño inundado. El miedo lo inmovilizó apenas tensó las piernas para levantarse.

De haber estado Julia allí, estaba seguro que ella lo tranquilizaría llevándolo a rastras hasta la bañadera y obligándolo a mirar la simple acumulación de agua; el vacío rotundo y doloroso, el blanco del fondo, el tapón, y la cadena. Julia y su temperamento, siempre tan enérgica y descreída de los misterios.

También estaba ausente. Una pulmonía se la había llevado hacía varios años. Su padre fue importante para la superación del duelo. Se había mudado con él, le preparaba la comida, y le leía en las noches; como a un niño. Jorge había disfrutado de ese retorno a la sobreprotección de la infancia hasta la llegada de la detención, hasta el llamado telefónico y la voz anónima que le dio la noticia; “Su padre ha muerto” había dicho, y el resto eras sonidos, balbuceos inconexos que ya poco importaban. Aquella voz sin dueño confirmó a Jorge, en breves palabras, que estaría solo para siempre. Miró la alianza que aún conservaba en el anular. Recordó. Inevitable.

Cobró coraje y se levantó de la silla. Al ingresar al pasillo, sus pies chapotearon el agua. El charco se expandía sin tregua como una lengua líquida, en apariencia inocente, que se estiraba y se burlaba de su fragilidad. Se arrimó a la puerta (solo quería huir de allí); y al tomar la llave para quitar la tranca, el cuerpo de Julia se materializó entre la madera blanca de la puerta y su rostro sorprendido. Lo miró con ojos cansados. Jorge saltó hacia atrás en un impulso de terror y quedó acostado en el piso mojado. Sintió cómo el agua humedecía la camisa que se le pegaba ahora al cuerpo contraído. Se mantuvo mirando a Julia, mientras retrocedía arrastrándose hacia la cocina. Ella tosía como haciendo arcadas, se curvaba a cada expulsión de aire y hacía una mueca que connotaba molestia y sufrimiento. Un jadeo la hizo invisible. Allí se quedó, tirado en el piso, desgarrando al agua como a la tierra. Ya el llanto era un estertor entrecortado.

Pensó en Julia el día en el que se besaron por primera vez. La tarde tranquila de otoño, la plaza inexplicablemente desierta, el ruido de las hojas lentas en el aire, el sol escondido que dibujaba las siluetas de las casas y los cerros. Todo era una silueta.

-Ya no puedo decirte nada. Solo quiero permanecer- Había dicho Jorge luego de una larga caminata.

-¿Permanecer?

-Quiero permanecer acá- Y se acercó para darle el beso.- Hasta que el sol se aburra de mirarnos.

Aquella frase había adquirido inmortalidad. Ese curioso poder de las palabras... Los domingos a la noche, tras la lectura silenciosa que invocara al sueño, acudía a veces el anhelo de una charla. El diálogo se prolongaba por algunas horas hasta que el cansancio recordaba las obligaciones de la mañana próxima. Casi siempre evocaban aquella tarde sin duda especial; y recordaban aquella frase “Hasta que el sol se aburra de mirarnos”. Sonreían mientras el recuerdo se desvanecía para dar lugar a la nada que antecede al descanso. A veces asomaba un deseo que se corroboraba, minutos después, en el lecho ruidoso y vacilante por la acción de dos cuerpos en el éxtasis.

Recordó. Recordó la muerte. La paulatina molestia en la espalda, la tos, las noches dilatadas de desvelo y preocupación. La cama revuelta y exhausta de las vueltas de los cuerpos ahora inútiles, impotentes. Las visitas del médico, las órdenes de los medicamentos, la paulatina atenuación de la voz, los murmullos últimos que no eran palabras, solo suspiros. Recordó al padre, su abrazo frente al cajón protector y endemoniado, el desagrado ante este gesto, sus sordas palabras, las pesadillas. Volvió a ver a su padre sentado a su lado, leyendo en voz alta un cuento de Borges, la pipa humeante en los labios. Se vio a sí mismo sentado en el colchón ahuecado mirando el dibujo de la sábana. Y vio el otro cajón, el de su padre, el de la pipa apagada sin aroma a tabaco, el de la muerte que era también la suya, el del inicio de un final solo. El esbozo de una liberación.

Ahora estaba boca abajo. Un reflejo interrumpió sus recuerdos; el agua ya casi ahogaba los pies. Levantó la cabeza y tomó aire violentamente. El ruido de la caída del agua le devolvió la alerta. Se levantó con dificultad. Luego de mantener el equilibrio inició el lento tránsito hacia la puerta.

-Ya siento los pasos más cerca- se dijo el hombre mientras agudizaba el oído. La claridad absoluta lo rodeaba como el ala de un ángel. Giró la pipa hacia la dirección de los pasos; esta se apagó al escuchar la tos.

-¿Qué haces aquí?- Gritó mientras buscaba los fósforos en el bolsillo del pantalón. -No puedo creerlo, no puedes ser tú.

Julia controló el exceso de tos que le había impedido escuchar con claridad el reclamo del hombre. Respiro hondo y dijo:

-No te asombres. Tú y yo sabíamos que tendríamos que arreglar cuentas luego de abandonar a Jorge con una carga que nos pertenece.-  Y volvió a toser inclinando el cuerpo.

Estaba ojerosa, irreconocible. La abrigaba el saco azul que Jorge había elegido aquella lejana tarde para que el personal de la funeraria hiciera digno al cuerpo inerte. El maquillaje que en aquella ocasión le habían aplicado ya había desaparecido. Solo el sendero oscuro que comunicaba los ojos con la comisura de los labios era perceptible.

 -Mis pasos me han traído hasta aquí- continuó. -Hace mucho que habito en este lugar. Lo único que recuerdo antes de todo este espacio vacío y aterrador es la cama y el dolor. El aire no entraba en el pecho. Todo se volvió oscuro por un momento. Desperté y ya todo era claro, ya estaba aquí, y sentí que era para siempre. Lloré por mucho tiempo, ignoro cuánto. Luego solo he caminado. Los pasos se sentían inútiles, pero ahora sé que no lo eran.

-No quiero verte, le juré a Jorge que nunca más te pensaría. No quiero seguir haciéndole daño.-Gritó el hombre encolerizado tomándose  del pelo con furia y temblor en los dedos

-¿Y crees que yo lo quiero? Ha sido todo tu culpa; nunca debiste besarme esa noche; nunca debiste visitarme mientras estaba sola. Tú conocías mis sentimientos y te aprovechaste de ellos.

El hombre se arrodilló; sin duda por la debilidad de sus piernas ante el peso de los recuerdos, y lloró.

Jorge tomó nuevamente la llave para huir de allí. El agua había subido, y continuaba ahogando a un hombre y sus recuerdos; lenta, paciente, con una violencia imperceptible, como una caricia deshonesta. Los fantasmas saltaron desde el agua vertiginosa y le golpearon la cabeza. Volvió a verse aquel día llegar temprano a casa. Volvió a sentir la esperanza de café y descanso. Vio una vez más cómo abrió la puerta, cómo se heló el cuerpo al ver la escena. Julia con los senos al aire inclinada sobre la mesa de la cocina. Detrás, su padre, sujetando la cadera prominente, levantándose los pantalones.

Recordó los gritos, la furia, los golpes contra la pared que en su imaginación eran rostros. Las largas soledades en el cuarto, los prolongados silencios. Se vio desesperado y solo, deseando encontrar un perdón y encontrándolo al fin. Se vio perdonando al mismo tiempo que crecía la enfermedad en Julia. Julia, la ingrata, la amada, la perra, la irremplazable. Saltó al funeral, al rostro pálido y lejano, al saco azul. El abrazo de su padre, el perdón desgarrado. Los recuerdos desplomaron a Jorge una vez más en el agua. Allí quedó.

Luego de algunas horas, quizás por el llamado de algún vecino que advirtiera la fuga de agua hacia la calle, los bomberos rompieron la puerta e ingresaron veloces. Nada había que hacer con Jorge. Ya estaba en el espacio blanco e infinito. Ya había caminado un corto trayecto hasta encontrar a Julia y a su padre. Se conmovió al ver nuevamente el saco azul. Las lágrimas de su padre ya no se veían luego de caer al piso claro. Evocó la frase inmortal que aun permanecía en la memoria a pesar del cambio de escenario: “Permanecer acá. Hasta que el sol se aburra de mirarnos”.

Ya nadie los miraba. Ya nada de ellos permanecía en el mundo, solo el agua de la casa que corría y se estancaba, y se evaporaba, y se inquietaba al recibir el peso del zapato de un bombero o un vecino curioso.

Un sol aburrido se ocultaba para los vivos.

Leonardo de León

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