Dinero fácil
Leonardo de León

Me desperté temprano. Vivo en un hotel de porcelana con paredes curvadas. Desde el exterior, el hotel parece un jarrón chino. Tenía hambre, pues no había cenado. Sentí un desconsuelo y un quejido en las tripas cuando di vueltas mis bolsillos y solo encontré dos monedas; cuatro pesos. Hacía días que no me llegaba ninguna changa para ganar alguna acumulación de billetes que me llenara el estómago. Mi único consuelo era, desde hacía días, masticar un pequeño trozo de cáscara de limón que al principio me arrugaba la cara, pero que luego confirmaba un buen aliento, y una agradable sensación refrescante. Es un buen engaño. Ya no pude recurrir al limón, pues la antigua fruta yacía cubierta por una capa blanca de hongos en una fuente desierta, agigantada, que parecía abarcar toda la cocina. La fuente, la mesa central de la cocina, las ventanas, la heladera, los adornos; en fin, todo elemento constituyente de mi humilde hogar, parecían agigantarse paulatinamente desde el inicio de mi prolongado ayuno. Yo no comía y me volvía más pequeño, y por lo tanto, la casa y sus elementos se volvían más grandes.

Sostuve las dos monedas de dos pesos como dos platos llanos, uno encima de otro, y emprendí el camino hacia la panadería que se encuentra a la vuelta de la esquina para comprar algo de pan. Llegué allí, y una empleada distraída con pelada reluciente untada en aceite bebé y ojos amarillos tomó los dos platos metálicos y me dio una galleta cuadrada. Para ese único artículo alcanzaba el dinero. Alcancé a levantar mi brazo derecho con el índice erguido, para reafirmar la protesta salvaje que ya levantaba los glúteos (como los campeones de atletismo) preparándose para explotar en una carrera verbal vertiginosa. Pero al ver las dimensiones del pan comprimido y en forma de cubo, enlacé el reclamo que ya se preparaba a correr en círculo por la cabeza pelada de la empleada, lo amarré al gañote hasta que tranquilizara su dinamismo, y salí de allí arrastrando mi cubo de pan que casi me igualaba en tamaño.

El cubo duró tres días. Lo administré con cuidado, pero algunas variables inesperadas descuartizaron mis cálculos, ya que la operación o bosquejo inicial que con entusiasmo matemático yo había realizado, indicaba una duración de aproximadamente cinco días. Lo que sucedió es que el alimento aumentó mis proporciones, y el cubo se hizo más pequeño. Recuerdo que luego de la cena del tercer día, me fui contento de mi talento administrativo al presenciar casi la mitad de la galleta encima de la mesa. Al otro día, me levanté contento de estar vivo aún, si hambre, y con el alumbramiento de mi reciente, nuevo, y único talento matemático o administrativo. La espalda me dolía un poco, y, mientras estiraba el cuerpo erecto, con las extremidades a los lados en magnífica extensión, me sorprendí de chocar la cabeza con el techo de la habitación, haber sacado un brazo por la ventana que alcanzaba más de la mitad de la calle, obstaculizando el transitar de los autos, como si fuera una barrera que utilizan en los peajes; y de ver que la mitad de la galleta era ahora una miga casi imperceptible. Algo debería hacer, pensé. La hilera de autos se alargaba cada vez más. Yo miraba la cadena automotriz y no sabía qué reacción adoptar. El chofer del primer vehículo, se bajó del auto perseguido por una conjunción de bocinas furiosas y apresuradas, en dirección a mi brazo- barrera. Caminaba lentamente en actitud  de análisis, examinando minuciosamente la barrera humana que impedía su llegada en hora al trabajo. Se acercó. Yo tuve miedo que las bocinas hubieran operado en alguna zona psicológica que impulsara actitudes de violencia, y que el hombre se arrojara con un salto elevado y tenaz hacia mi brazo, invistiéndolo a mordiscos de impotencia. Gracias a dios, nada de eso sucedió. El hombre caminó los dos cortos metros que lo separaban de mí mientras metía una mano en el bolsillo del pantalón. Extrajo un billete y lo introdujo en mi mano. Yo seguí el juego que el hombre inició, y levanté mi brazo con vehemencia, permitiéndole el paso. Al cruzar este la barrera, volví a bajar mi brazo un tanto acalambrado y obligué al resto de los eslabones de la serpiente metálica y multicolor que ronroneaba con fervor, a repetir el procedimiento que me garantizó una semana más de alimento.

El tiempo pasó, y yo continuaba detenido en el tiempo, sin ningún indicio del aproximamiento de alguna changa que me llenara el estómago ya cansado de comida barata e improvisada. Durante la semana ulterior al episodio de la barrera humana, mi organismo gigante y glotón, me secó el bolsillo con absorción  masiva. Mi cuerpo, ahora engrandecido, requería grandes porciones de comida que tenía que pedir telefónicamente para no alarmar a los ciudadanos con la visión de un flaco gigante , despeinado y costroso. Repetí la estrategia de la barrera, pero esta vez, el mismo señor que antes había iniciado todo, dilucidando mi descarada estafa, revivió mis pensamientos y se arrojó como sanforizado en dirección a mi brazo estirado y horizontal, para demolerlo a mordiscos y golpes de puños fallidos  y desprolijos. Aún no he sanado las heridas en la muñeca que sus dientes postizos pero efectivos me provocaron.

Necesitaba dinero urgentemente.

Entonces pensé en el dicho popular que manifiesta al ahorro como la base de la fortuna. Como no tenía dinero para ahorrar, decidí ahorrar letras. La estrategia sería infalible. Tomé un lápiz, papel; y empecé a escribir. A cada palabra terminada en ese, yo se la omitía y guardaba la ese en una bolsa de nailon que coloqué en el piso, al lado de la mesa del escritorio. Escribí y escribí, prestando suma atención al procedimiento para que no se me escapara ninguna ese camuflada y aprovechadora de mis recurrentes distracciones. Ya a la hora y media, la bolsita de nailon se encontraba abultada, a punto de reventar, vomitando algunas letras hacia el piso. Luego de esto, renové la punta del lápiz y seguí escribiendo. Pero como ya tenía eses suficientes para mi proyecto, comencé a juntar en otra bolsita un conjunto de letras ele (minúsculas). Me dispuse un buen rato a esta tarea, tomando cuidadosamente las letras, hasta llenar la bolsa. Una vez completada la segunda fase, me encontraba en condiciones de rematar el proceso de elaboración. Fase tres: Tomé una letra ese de la bolsita de nailon que continuaba vomitando algunas letras hacia el piso, expidiendo alguna arcada parecida a la toz regularmente; y una letra ele de la otra bolsa. En un acto ortográfico sexual nunca antes existente, penetré con la fálica ele la ese inofensiva que aguantó el dolor de la puñalada sin emitir ni el más leve gemido. Así elaboré el siguiente símbolo: $.

Apenas terminada la función, un sobre se escurrió, con un susurro que llamó mi atención, por debajo de la puerta. Giré la cabeza en busca del susurro- Yo me quedé mirando el sobre blanco en contraste con el piso negruzco de suciedad, paralizado y con un confuso estado de nerviosismo que me sacudía las piernas. Al volver la cabeza para mirar el $ que yo había creado hacía penas unos instantes, renové mi asombro al evidenciar su desaparición. Mi idea resultó pensé entusiasmado y con el temblor creciendo dentro de mí. Me levanté de la silla, y el temblor crecía tan velozmente que avancé a los saltitos, como uno de esos martillos que se utilizan para romper las calles. Me incliné ante el sobre y lo recogí con emoción. Lo abrí. Diez dólares.

Si bien yo había creado un procedimiento de elaborar dinero fácil, desconocía algunas reglas con respecto a la aparición del dinero. Llevé el sobre hasta la mesa; y lo dejé descansando sobre la tabla. Tomé otra ese y otra ele, para repetir el procedimiento anterior. Cuando terminé de incrustar la ele en la sigzagueante ese, el símbolo $ desapareció mágicamente. Miré el sobre con suspicacia. Lo abrí. Treinta dólares. Yo era feliz Varios años estuve viviendo y comprando los víveres con el dinero que mi invento me proporcionaba. Nunca abusé del dinero fácil, y siempre mantuve una vida tranquila y humilde para no generar sospechas en la gente. Misteriosamente, mi metabolismo se normalizó y nunca más me vi enfrentado a cambios bruscos en mi cuerpo, supongo que al pasar la adolescencia, dejé de someterme a los cambios hormonales abruptos, característicos de esa etapa. Quizás las preocupaciones suscitaban aquellos trastornos. La tarea de fabricar los $, a veces, me cansaba, y lentamente comenzó a gestar un aburrimiento que se solidificaba día a día. Comencé a dejar la tarea para los domingos. Me levantaba temprano y me sentaba en la plaza, al lado de las viejitas encarnizadas en el tejido próximo a ser la bufanda de la nieta, o los zapatitos del bisnieto; y mientras ellas tejían, yo hacia $. A nadie le importaba lo que yo hiciera. Solamente una vez se arrimó un anciano de canas verdes y lengua de serpiente que me preguntó:

-¿Qué hace mijito?

-Hago $ abuelo.

-Ta muy bien mijo- Contestó. Y se fue arrastrando su cuerpo gelatinoso perseguido por un cascabel en silencio.

El dinero llegaba en diversos formatos. El sobre era el más normal, aparecía por debajo de la puerta como la primera vez o debajo de la almohada al comenzar el día; pero más de una vez me encontré un billete de cien dólares en la calle durante mis paseos nocturnos. Otras veces, me sorprendían golpes dolorosos y ruidosos en la cabeza mientras me bañaba; pues el agua solía interrumpirse para dar lugar al fluido de algunas monedas. Cuando iba a las librerías para comprar algún ejemplar que me coloreara la vida, me encontraba con libros de hojas de dinero en las mesitas de ofertas. En este último caso, me daba lástima o cierto pudor el arrancar la hojas de los libros; entonces los guardaba en mi biblioteca, y me fui construyendo una biblioteca millonaria.

Un día, unos ladrones entraron a robarme los libros. Nunca supe como se enteraron de mi secreto. El asunto es que intenté detenerlos, y un pedazo de plomo accidental se escapó por el caño metálico del arma y perforó mi ojo izquierdo. Desde ese día ignoro dónde estoy, y ya no necesito del dinero.

Leonardo de León

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