Alegoría de un recuerdo

Leonardo de León

Algunos recuerdos de la niñez, no permanecen por mero capricho. Siempre refugian una secreta búsqueda en lo dilatado del tiempo. Este artículo quizás sea un hallazgo.

La infancia representa una instancia importante del futuro. Lo que sucede allí, nos acompañará con mayor obstinación que lo vivido en otras épocas.

De niño me asombró una imagen que no ha obviado ese rigor de persistir en el tiempo. La memoria grabó la secuencia de sucesos proyectada en la pantalla del televisor, y la guardó en un dilatado cajón de neurona. Cada tanto, como hoy, la evocación extrae el expediente y revive aquél momento.

Yo tenía, creo, nueve años. Encendí la televisión. Hice zapping sin saber qué buscaba. Y apareció aquello. Un toro furioso perseguía la capa roja. El torero de traje ceñido y resplandeciente se movía con elegancia casi femenina. El toro envestía la tela que pasaba rápidamente sobre sus cuernos, su lomo ensangrentado con lanzas incrustadas, su cola rígida de dolor. La capa terminaba el viaje con lenta ondulación, y esperaba una nueva embestida en el aire, sostenida por la segura muñeca del torero que resguardaba la espada.

Unos pasajes más, sin demasiada variación de movimientos. El público se anima. Yo no entiendo el por qué de semejante efusividad, hasta que vislumbro la hoja brillante de la espada que apunta hacia el toro jadeante. El torero mide la distancia. Sus músculos administran la fuerza. Ahora será él el que ataca. Lo hace. La hoja desaparece dentro del animal, y asoma la tímida punta del lado de abajo del cuerpo, entre las patas. El mango de la espada, con sus ornamentos de bronce, se mantiene inmóvil en el lomo, cerca de la base del cráneo.

Cambio de canal. Un confuso impulso me hace volver. Inexplicablemente, el animal se mantiene en posición de ataque. Sus movimientos vacilan. Ya la muerte está cerca. El torero se aproxima y le toca el cráneo; quizás para mostrar valentía, quizás para que aquel descubra el rostro de quién a sido su verdugo, quizás para despedirse y mostrarle su compasión. Un grueso chorro de sangre sale de la nariz del animal y cae con espectáculo en la arena. Cae pero vuelve a levantarse. El sangrado continúa. Cambio el canal sin saber que el momento sería tan bien guardado.

Lo importante ahora es saber el por qué, o develar algún misterio que nos haga sentir que el mundo no es cruel, y que esa muerte ha sido justa. Hagamos el intento.

La circunstancia puede interpretarse, como todas, desde una perspectiva alegórica. Si entendemos por alegoría aquella representación simbólica de ideas abstractas por medio de figuras o atributos, bien podríamos decir que en la historia que nos ocupa, el torero podría representar a la Razón del ser humano que se enfrenta al Instinto inherente a la bestia. La masa de gente que rodea y disfruta del combate, bien puede equipararse a la Humanidad.

De esta manera, la Razón muestra a la humanidad entera que goza de un poder y un dominio que subyuga con facilidad y tortura al Instinto. Este luce un aspecto atroz, incluso más fuerte que La Razón desde el ángulo físico; pero aún así, la escena nos muestra la supremacía del raciocinio; un ser que mata lento no por dificultad, sino por placer. La Razón no solo mata, sino que disfruta haciéndolo. La Razón en cruel.

Como sabemos, la Humanidad representada por el público acepta esta derrota del Instinto, de la misma manera que acepta la victoria de la Razón. La Humanidad es, entonces, igual de cruel que el torero, y este pasa a ser un símbolo que representa esa colectividad circundante.

Podemos concluir, por ahora, que la instancia representa la lucha del ser humano civilizado, con goce de Razón, ante las otras criaturas del mundo que carecen de ella y que, por lo tanto, resultan inferiores y dignas del tormento de la tortura. El ser sin Razón, el ser que es puro Instinto, sufre la agonía de una existencia injustificada. Para ser digno de vida, de vida en sociedad, debemos aniquilar el instinto y sustituirlo por esa Razón predominante y necesaria.

La interpretación anterior, bien puede admitirse para explicar la matanza desmedida del hombre hacia el ecosistema y las criaturas que lo habitan.

Pero...¡Un momento! ¡Algo anda mal! ¡Pues el hombre también mata al hombre, y también lo tortura, y lo subyuga, y lo asesina, y aniquila...! La Razón no solo mata al Instinto. Hemos olvidado un detalle importante, y es que el hombre también posee un instinto; un instinto que no aparece simbolizado en la escena del hombre y la bestia en la arena tumultuosa, pues este elemento incorpóreo forma parte del torero. Y evocando una vez más, no sin dolor, la matanza del toro, solo nos queda asociar ese instinto invisible, inserto en el hombre de la Razón, con el Instinto de la destrucción.

Entonces el festejo colectivo no se debe únicamente a la superioridad de La Razón sobre el Instinto, sino del Instinto de la destrucción ante cualquier otro Instinto o forma de vida.

Hemos olvidado otras cosas.

Olvidamos pensar en que la multitud que cierra el círculo de combate está compuesta por individualidades. Nos hemos dejado llevar por el escenario generalizado, y no afinamos la mirada. Miremos ahora al público. Miremos con cuidado, y llegaremos a ver a alguien, alguien que mira por primera vez el show, alguien que haya sentido lo mismo que yo sentí en mi infancia; algún turista o visitante ocasional. Alguien sensible al espectáculo, alguien que no esté ciego como sus compañeros de platea, como el torero desbordado, de Instinto destructivo. Observémoslo con atención; pues de seguro alcanzará una revelación que nos anime. Miremos a ese que observa y descubre (no sin una suerte de egoísmo) que todos los demás se han equivocado, al que se siente diferente a los demás y siente lástima por estos. Ese que mira al toro y lo encuentra más digno y superior al hombre, digno y superior por su Bondad. Ese que ignora la Razón porque conoce la Vida. Ese que sabe ahora que el Instinto es la esencia que mata sin matar a la Razón. Ese que descubre la humillación del torero. Ese que disfruta del espectáculo del toro victorioso: ese animal que muere con la victoria, ese que es más grande que el adversario y la multitud que representa. Ese, como él.

Parafraseando a Albert Camus, podríamos decir: debemos imaginar al toro dichoso. La recepción del momento es, para los ojos sanos, el descubrimiento de que el hombre, a través de sus gestos, se convierte en una bestia más bestial que el propio toro. El cuadrúpedo es el héroe que sabe el secreto; el bípedo, el desdichado que ignora.

Nota

Sería injusto abandonar esta página sin aventurarnos a otra conjetura; no menos temeraria que las anterior, pero posiblemente más alentadora desde lo estético.

Imaginemos que el hombre sensible que reconoce la victoria del toro no se encuentra entre el numeroso populacho enfervorizado. Pensemos que ese hombre es quién está en la arena, junto con la bestia moribunda; el que acaba de incrustar la espada de la sentencia.

El torero no ha actuado en función de sus propios ideales, solo ha respondido a un impulso dominante que orienta su voluntad; pues la concurrencia le proporciona el pan, acaso la leche para su hijo pequeño (tantas cosas...).

Devastado en su interior, y simulando una victoria que él reconoce en su fuero interno como derrota; se acerca al toro sangrante, le toca el cráneo y, mientras el público cree en el acto que interpreta con mérito, le pide perdón a la bestia que lo humilla y lo vuelve bestia ante los ojos plurales de la Razón.

Leonardo de León
Semanario Minuano.

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