Un cuento sin concluir

Alfredo de la Peña

Fermín no tenía aspecto saludable; pero en sus cuarenta y tres años de vida jamás guardó cama más que por algún endiablado resfrío.

Su conformación magra le daba un aire de fragilidad constante. Bajito, flaco, de cara sumida y ojos medios inexpresivos tras las antiparras, caminando apresuradamente con pasos cortitos, parecía que siempre estaba huyendo o escabullándose. De natural tímido y nervioso, poseía, sin embargo, una afabilidad en el trato, que lo hacía simpático.

En su oficina del Ministerio, aceptaba las bromas con cierta vergüenza de si mismo y no osaba devolverlas ni tampoco hubiera sabido cómo, en el caso de quererlo.

Gozaba del afecto, entre sus compañeros y jefes, que gozan siempre los que no estorban a nadie. Un afecto entre burlón y piadoso.

Muchas veces, al referirse a él, en los corrillos, se decía: "el pobre Fermín", con cierta lástima, aunque nadie hubiera podido explicar nunca el por qué de la misma.

Durante el otro medio día, corregía pruebas en una imprenta, con lo que estabilizaba su presupuesto.

No tenía deudas. Posiblemente guardaba algún peso de vez en cuando. No tenía vicios, salvo el de fumar cigarrillos baratos.

De tardecita, regresaba a su hogar, donde siempre lo esperaba su mujer.

Conversaban; es decir, ella conversaba, comentando hasta la nimiedad de los detalles los sucesos del día. Siempre los mismos, por supuesto.

Cuentos de andanzas caseras, charlas con las vecinas, comentarios de los precios y de algún accidente extraordinario que hubiera conmovido la cotidianía.

Fermín oía, aprobaba, sonreía, desaprobaba, siempre con gestos, sin proferir palabra. Y todos sus cabeceos correspondían exactamente a lo que Mariana concluía de las cosas.

Cuando sonreía era por alguna observación picaresca o exaltación novelera de Mariana, quien contando siempre las mismas cosas, sabía darles giros propios y matices peculiares, al trasmitírselas a su marido.

Mujer de ingenio, en fin, parlanchina y burlona, afecta a las bromas y al comentario sazonado, mantenía siempre sobre las cosas un ánimo festivo, nivelando así las asperezas de la vida.

A Fermín le gustaba esa modalidad, aunque a veces se burlara de él; pero, en esas burlas reconocía una inocencia, un afán de juego, más que una malhadada intención. Además, reconocía interiormente, que muy a menudo dado el temperamento de su mujer, ciertas actitudes suyas, ocasionaran la burla.

En suma, vivían felices porque aparte de las cualidades que ambos demostraban, no se exigían otras.

Fermín era supersticioso, pero trataba de no demostrarlo muy claramente, para evitar que su mujer se riera a sus expensas.

Y si por ejemplo Mariana lo descubría cuando cruzaba los dedos anular y mayor, murmurando por lo bajo "el diablo te aparte", o cuando se persignaba rápidamente, quedaba confuso e indefenso como un niño a quien se le descubre hurgándose la nariz.

Poseía la debilidad suficiente como para no imponer a su mujer, respeto por sus rarezas.

Pero no guardaba rencor ni se malquistaba consigo mismo por esa debilidad. Prefería eso, a hacer como otros que, brutalmente, imponen sus sinrazones y sus taras por medio de la violencia.

Taras, era una palabra que Fermín odiaba. Siempre decía, refiriéndose a sus particularidades: manías. Esta palabra se avenía mejor con su idiosincrasia.

En la oficina, siendo él muy puntilloso en cuanto a la colocación de ciertos objetos sobre el escritorio, alguna vez, algún compañero le había dicho "no seas tarado", reprochándole ese orden menudo e inconcebible que mantenía.

En cambio, le quedó muy agradecido a su jefe, un día que lo llamó para increparlo sobre sus "manías".

Seguramente el jefe, eligió cuidadosamente la palabra para no herirlo, mientras que los compañeros, sin pretender herirlo, habían hecho uso de la brutalidad a que algunos creen que da derecho la confianza.

Fermín, de todas maneras, con veinte años de servicio, prefería el ambiente del Ministerio al de la imprenta.

En medio del ruido de las máquinas, corregía las pruebas en un cuartucho donde el patrón le había acomodado una silla y una mesa. Allí no mantenía conversación con nadie, ni tomaba té como en la oficina, ni se hacían tertulias. Durante diez años de continuada labor, había perdido la resistencia que al principio costábale vencer.

Esas horas eran quizás las más ingratas del día; empero Fermín, sentía como una ventaja el hecho de no ser mandado por nadie, dirigido ni observado.

A su edad, tampoco sentía ganas de embarcarse en otra cosa. Estaba tranquilo.

Para este hombre; que no carecía de inteligencia, dotado de gran facultad de análisis y como todos los tímidos, agudo introspectivo, la vida que llevaba, según sus deseos, sin mayores aspiraciones concretas, se complementaba con la lectura, a la que dedicaba buena parte de la noche.

Era para Fermín, la parte compensatoria de la vida, y si se le hubiera privado de ese placer, posiblemente no hallaría en la vida diaria de hombre común que llevaba, nada digno de interés y hasta hubiera perdido el gusto por la existencia.

La aventura, la sensación atosigante y fuerte que rehuía en la vida normal, quizás por mera falta de impulso vital, la buscaba afanosamente en la lectura.

Por eso, había agotado con el tiempo, casi todos los libros de aventuras primero, y de fantasías después.

Una vez colmada su ambición de ensueño, procurada por Alejandro Dumas hasta Julio Verne e intercalando muchos autores mediocres entre los tantos buenos, se dio a la lectura de novelas policiales donde el suspenso y la intriga lo atraían vertiginosamente.

También la violencia lo atraía, pero siempre le dejaba un áspero sabor que no lo delectaba.

Aprendió a erizarse, a conmoverse y eso, nada más que ese sacudimiento tenebroso, era lo que apetecía.

Se diría que aletargado su corazón en la tranquilidad cotidiana, necesitaba un ejercicio extraordinario, compensador, que lo mantuviera en estado atlético.

Cosa rara, no le gustaba el cine ni aún en las películas policiales o de horror. Acostumbrado a maniobrar con su imaginación, exacerbándola hasta el vericueto sutil o imponiéndole el ritmo que deseaba mantener, o el freno consiguiente, le producía indignación no poder controlar la imagen de la pantalla, más, cuando en determinado momento, ésta hacía lo previsible y no lo que imaginaba Fermín.

Decía que el cine no fomenta la imaginación, sino que la destroza.

Y que hay figuras físicas de los actores le descomponían los personajes haciéndole tener en cuenta que ello era una ficción.

Por último le incomodaba el público, el gustar del espectáculo en comunidad, razón quizás principal, pero que él nombraba en último término.

Cuando Mariana iba al cine se hacia acompañar por alguna vecina. Ella no tenía más criterio que el de su gusto o disgusto para enfrentar las películas. Y su gusto podía ser el cómico-sentimental, pero nunca el escalofriante.

Mariana no leía porque nunca había leído. Un libro entre sus manos era una cosa inútil. Alguna vez pensó que eso no era para las mujeres que siempre están atareadas en su casa y sobre quienes se descarga la responsabilidad tremenda del hogar. Los libros eran indistinta y despectivamente: "novelitas"; cosas para matar el tiempo, como la política o el billar; cosa de los hombres que son todos unos niños grandes y que se aburren. Pura distracción.

Fermín al acostarse, leía en la cama, apoyado sobre un codo dando la espalda a Mariana. Ésta se acostaba casi siempre después de él y ya en la cama, repasaba el saldo diario, hacia mentalmente planes para las compras del día siguiente y luego de dos o tres bien exhalados suspiros acababa por dormirse.

De vez en cuando se despertaba sobresaltada y con el humor del sueño, increpaba a Fermín:

—Hasta cuando te vas a romper los ojos, hombre. Apaga, apaga, que ya es tarde.

—Ya voy, ya voy— contestaba Fermín molesto por la perturbación y sin ir a ningún lado.

Otras veces, Fermín se extralimitaba y entonces. Mariana incorporándose en la cama apagaba la luz. Pero, esas veces eran las menos.

Generalmente no se despertaba y Fermín, tranquilo por ese lado, se intranquilizaba con la lectura hasta que la terminaba. Muchas veces era tal su emoción furtiva, que luego de apagar la luz, respiraba dificultosamente largo rato sin conciliar el sueño.

Los cuentos fantásticos lo atraían lamentablemente. Algunas noches, por exceso de fatiga, por acumulación indebida de carga nerviosa, debió suspender la lectura.

Pero bastaba que una noche durmiera para que a la siguiente la emprendiese otra vez.

Una noche que Mariana fue al cine, se quedó leyendo, acostado, "Cuentos de Orillas del Rhín" de Erckmann-Chatrian. Media hora después de medianoche sintió que se abría la puerta de calle. Sabía que era Mariana. Pero lo sabia y no lo sabia. La excitación que la lectura le había producido no le dejaba saber claramente que se trataba del regreso de su mujer.

Saltó de la cama, agitado y tembloroso.

La primera impresión de Mariana al verlo desorbitado y descalzo en la puerta del dormitorio, fue de susto:

—¿Qué te pasa, Fermín? ¿Qué pasa?— preguntó alarmada.

Y él: —Nada, nada, mujer, nada—. Y agregó débilmente: —Voy al baño, iba al baño.

Y para no desdecirse se encaminó hacia allí.

Mariana entró en el dormitorio, vio el libro sobre la cama, miró hacia todos lados, sintió a Fermín que en el cuarto de baño hacía ruido con las canillas y entonces se desplomó sobre la cama, muerta de risa.

Cuando comenzaba, era difícil pararla. Se retorcía sobre la cama, se crispaba, se estiraba de golpe, amagada por calambres; no podía ni hablar. Lloraba y lloraba, riendo sin poder contenerse.

Fermín frunció el ceño y no supo qué decir. En vista de que no cesaba, la sacudió.

—Bueno. Mariana, bueno. Te va a hacer mal.

No medió ninguna explicación. Al otro día, Mariana reía todavía, mirándola en los ojos y sin encontrar palabras.

Él desayunó y se fue, sin hacer comentarios.

Por el camino se reía de la risa de su mujer; más, lo desconsolaba que ella no comprendiera la trayectoria del miedo y que no distinguiera entre miedo y temblor, cobardía y sensibilidad.

Mariana debía saber que el no le tenía miedo a las cosas; que lo que había sentido era el miedo de la narración que se le había hecho carne. Y hasta carne de gallina.

Mariana no diferenciaba ni discurría jamás por más que se aplicase a explicarle, que no había salido del cuarto bien iluminado, de la cama caliente, hacia el ruido que sintió en la puerta, sino que salió de la zozobra, de la oscuridad de un relato de aparecidos, hacia un ruido de ese mismo mundo, hacia una perturbación más, ocurrida, —y no podía ser de otra manera—, en la página siguiente, a la que no había llegado y que, sin embargo, se le adelantaba.

Como siguiera leyendo cuentas fantasmales y misteriosas, se encontró hiperestésico en poco tiempo. En realidad siempre lo había sido; pero, ahora estaba conturbado y perseguido por remordimientos e inhibiciones.

Cada vez que finalizaba un cuento —ahora en la suma delectación del refinamiento no leía más que uno por noche—, sentía vivísimas ganas de echar el cerrojo, de mirar atentamente debajo de la cama y revisar el ropero.

Se detenía a duras penas. Comprendía que se detenía más gracias a la presencia incontagiable de su mujer, que ya no se dormía tan rápidamente como antes y lo vigilaba con el rabillo del ojo.

Durante dos o tres noches, mientras ella dormía, Fermín sigilosamente revisaba el ropero maldiciendo que rechinara un tanto su gozne, miraba debajo de la cama levantando la colcha y no se atrevía a echar llave en la puerta, para que Mariana no se enterara; pero la entreabría y escudriñaba las sombras del patio y del comedor que lo llenaban de miedo. Entonces volvía a cerrar y despacito y sin ruido se encogía en el lecho procurando entender todos los ruidos.

Sin embargo, se le confundían todos. Le parecía que resonaban en la pieza, que abrían la puerta, que el ropero gemía más de lo acostumbrado y que alguien levantaba el lecho.

Si dormía, sus sueños eran mucho peores. Se mezclaba a su pesar en las aventuras y era perseguido por los más macabros personajes.

En los momentos de lucidez diaria, se le sugirió que podría consultar a un médico sobre las palpitaciones que crecían durante la noche, desmesuradamente. Quizás sufriera del corazón.

Pero el gasto, la molestia y la falta de pruebas como para alentar esa idea, lo disuadieron de ir.

Y aunque hubiera querido dejar ese tipo de lectura que cada vez lo impresionaba más, lo buscaba desesperadamente por las librerías, cumpliendo así con su enorme afán de sensación.

A veces se disgustaba, porque leía algún cuento menos tenebroso de lo que suponía y pensaba pestes del autor, le falta eficacia del tema o su indebido desarrollo.

Hubiese querido leerlos en progresión paroxística; pero ningún catálogo traía indicaciones de ese género.

De casualidad, cayó entre sus manos el libro de Leyendas de Bécquer, donde, —le habían dicho— había alguna truculenta. Jamás pensó que el autor de "Volverán las oscuras golondrinas...", hubiera escrito algo de ese tenor; comenzó pues, por el que le habían indicado: "El Monte de las Animas”.

Ansioso, desesperado, con un ritmo aceleradísimo de sístole y diástole, Fermín leía sin respiro "El Monte de las Animas”.

Lo fascinaba. Varias veces al tragar saliva, la garganta, apretada por la angustia, le hizo un ruido parecido al que produce el vacío en una pileta que se desagua.

Le temblaba el pulso y debió coger el libro con las dos manos, apoyando la cabeza contra el respaldo de la cama.

Transpiraba en la frente y tenia las manos frías. Ya en el final, leía:

"...Y cerrando los ojos intentó dormir... pero en vano hábil hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el "aliento..."

Desencajado, trémulo, se bajó Fermín de a cama, temblando de pies a cabeza. Sus piernas apenas se animaban a sostenerlo. Tuvo casi la ocasión de gritar, pero solo emitió un gruñido. El reloj de la pared del comedor, regalo de casamiento, dio las campanadas rotundas.

La vibración que produjeron en el silencio de la casa, aceleró la pulsación de Fermín. Las sienes parecían desatadas, locas y puestas a batir criminalmente. De pronto recordó que no había sentido como otras veces, a Mariana cerrar la puerta de calle con el pasador.

Por nada del mundo la despertaría para preguntárselo, pero, por nada en el mundo se animaba a investigarlo.

Permanecía de pie al costado del lecho, mientras siniestra y escrutadoramente, pretendía alcanzar con la vista, la sombra que se difundía bajo la ancha cama.

Para que su mujer no lo sorprendiera, pretendía acomodar su ropa en la silla con torpes y temblorosas manos.

No aguantó mucho tiempo y se arrodilló al fin, metiendo la cabeza bien abajo para avizorar mejor.

Mariana, despertada, rodaba por la cama al mismo tiempo, levantada, empujada por olas incontenibles de risa que la  ahogaban haciéndole estallar el pecho y mordiendo en su frenesí, la colcha, para apaciguarse.

Reía con largas, creciente y al fin ahogadas carcajadas. Cuando parecía que acababa de reírse, en medio de la contorsión dolorosa del rostro, volvía a empezar, creciendo su risa hasta la estridencia.

Fermín, balbuciente y lloroso, preguntaba con irritación, sin obtener respuesta:

—¿Dónde está el servicio, eh, donde está?

El libro, al caer, se había cerrado, y la cama, sacudida, parecía reírse también, con todos sus muelles.

Alfredo de la Peña
Asir Revista de literatura Nº 25 / 26
Diciembre 1951 / enero 1952

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de de la Peña, Alfredo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio