Prólogo a "Poemas de la prisionera"
Jorge Albistur

Desde luego, la posibilidad de una poesía femenina que no sea al mismo tiempo poesía de amor, es algo poco menos que impensable. Lo que resulta infrecuente, en cambio, y aún en los tiempos que corren, es el libro de una mujer tan íntegramente jugado a una forma del amor como la que aquí se canta: mucho más Eros que Ágape, y en apariencia, sin nostalgia de lo apacible, deliciosamente convencional y tierno. 

Sin embargo, y como escribió Darío, ¿quién que es no es romántico? Rosa Dans lo es, si se considera que el romanticismo eterno —aquel que está más allá de corrientes y nombres propios— consiste en confesar mediante el arte la tormenta interior. Ante los dos primeros poemas de este volumen, no faltará quien piense que es ésta una poesía desafiante en su sinceridad. Y esto, pese a toda el agua corrida bajo los puentes. Una cosa habrá de convenirse al menos: para comunicar este tipo de experiencia interior, era necesario hallar un lenguaje equidistante entre decir y callar; o sea, entre prosa y poesía. Y ya se sabe que en esta media lengua, la alusión dice más que las declaraciones y el silencio contiene a casi todas las palabras. 

De qué manera esta arrogante asunción del amor puede vivirse bajo el signo del drama y el fracaso, es algo que el lector verá tal vez con extrañeza. Quizá ocurre por esa sutil, acaso traidora eficacia con que el amor restituye a aquellas plenitudes sólo imaginables a la hora natal del espíritu. Rosa Dans lo insinúa en uno de sus poemas:

"Quedé lejos del cuerpo que abandonaste,

masa de desechos después de lo sangrado

después de aquella mano

que averiguó mi infancia

y te entregaste al sueño."

Y como cualquier sueño, al igual que toda embriaguez, tiene su día siguiente, la poetisa dice luego:

"Hoy pienso que dos lunas

son poco horror

para apagar la noche."

Es claro que esta poesía canta siempre al instante porque, como Nietzsche señalaba, sólo el placer —entre todas las cosas humanas— pide profunda eternidad. Pero aunque arda en el minuto, como nuevo serafín del amor, esta poetisa se contempla a sí misma, se juzga casi. Y en esta lucidez está toda la desgracia,

porque nadie será jamás feliz mientras viva y al mismo tiempo se mire vivir. La felicidad —eso que un chico siente como caliente oleada al correr una pelota—

consiste en jugar todo el ser a una acción cualquiera, sin que la reflexión guarde para sí algún lugar del alma. Ortega y Gasset sabía de este difícil y deseable frenesí por el cual la felicidad resulta privilegio de ciegos y de sombras. 

La forma poética, en este libro de Rosa Dans, no debe nada sustancial a ninguna corriente concreta, o al experimentalismo que hoy se advierte con tanta frecuencia. En realidad, la forma aquí desaparece y, como simbólicamente, la última pagina marca el fin del lenguaje poético, disuelto en prosa lírica. Pero esto aporta poco. Lo que importa es la temperatura íntima de estos "Poemas de la prisionera": la prisionera de sí misma.   

Jorge Albistur

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