Sea socio fundador de la Asociación de Amigos de Letras-Uruguay

 

Si quiere apoyar a Letras- Uruguay, done por PayPal, gracias!!

 

Recuerdos de Francisco Espínola

por Julio C. da Rosa

 

Tantas han sido las ocasiones en que he hablado y escrito sobre Francisco Espínola, que la mayor parte de lo que aquí cuento, solo es mera repetición.

Cuando a mis diecinueve años llegué a Montevideo, en compañía de padres y hermanos, desde mis entonces lejanas querencias treintaitresinas, con el propósito de continuar estudios, yo era un paisano bastante rústico, pero con muchas inquietudes intelectuales y una ya definida vocación literaria. Los cuatro años a que se reducía, por aquellos tiempos, la educación secundaria, en el interior del país -no obstante los grandes esfuerzos de nuestros profesores- no eran más que un adiestramiento previo a la largada final. "Ligero de equipaje", como me sentía, traté de buscar amparo. Y este no podía ser otro, para mí, que el que pudiera brindarme un compaisano y colega de sentires y quereres, que yo había descubierto en la bibliotequita de mi escuela rural número diez, de Treinta y Tres, a través de Raza ciega y Saltoncito, de quien supe que residía en la metrópolis montevideana.

Lo cierto fue que, durante muchos años, debí resignarme al fracaso de aquella ilusión, a causa de algo que, seguramente, poca gente habrá de comprender: la insuperable timidez de un pobre gurí recién llegado a la urbe capitalina, desde el fondo de los campos.

Fue Cuesta arriba, mi inicial libro de cuentos, publicado en 1953, el promotor de mi primer encuentro con el ser físico de mi imaginario mentor. Pocos días después de haberle enviado -con la admirativa dedicatoria que es de suponer- un ejemplar de aquel libro, prologado por Domingo Luis Bordoli, recibí, no sé si por intermedio de este o de Arturo Sergio Visca, la invitación para visitar al mismísimo Francisco Espínola, en su apartamento de la calle Isla de Flores.

Estaba esperándome en la planta baja, acompañado por una niña de cinco o seis años. Nos saludamos y, tras calcularle unos cuarenta y algo, se me ocurrió hacerle el siguiente cumplido: 

-Lo felicito por la preciosa nieta.

-¡Hija, carajo!

Se trataba de su querida hija Mecha.

Fue ya en el tercer piso y tras presentarme él a su esposa Dolly (Ana Raquel Baruch) y a su hijo Carlos, cuando me enteré de que, hacía buen tiempo, Paco estaba casado en segundas nupcias y de que su primera mujer había sido una persona de respetabilísimo carácter.
Ya sentados en torno a la mesa y en tren campechano, después de haberme contado distintas alternativas de sus breves relaciones conyugales con su anterior esposa. Paco me recomendó:

-Si estás peleado con tu mujer, cuídate de no discutir con ella, estando los dos parados en los extremos opuestos de una alfombra.

-¿Peligroso?

-Mortal; yo me salvé arañando, de ser desnucado.

Contó que, una ocasión en que se trenzaron, apenas él hubo pisado una punta, ella le dio tal tirón, desde la otra, que lo tumbó contra el piso como a un pelele.

Leyendo pasajes de aquel, mi primigenio libro. Paco se mostró tan paternalmente generoso en sus comentarios del mismo, que yo salí convencido de que valía la pena seguir escribiendo.

Apenas me hubo nacido mi segundo opus (De sol a sol), allá le caí, cargado de originales dactilografiados, prontos para ir a la imprenta.

Lo encontré demacrado, convaleciente de una intervención quirúrgica que le había extirpado más de medio estómago, a causa de una úlcera fenomenal, de la que pronto se restableció. Me citó para una semana después, recomendándome que le llevara las pruebas de imprenta, pues, sobre ellas, le resultaba más cómoda la lectura. Aquí comienzan mis reproches a mí mismo, por no haber recogido, con la debida fidelidad, la mayor parte de mis encuentros con Francisco Espínola, durante el largo tiempo en que nos tratamos. Apenas recuerdo algunas de sus múltiples reflexiones, en ocasión de esta segunda entrevista:

Dijo, entonces, que la preocupación más importante de quien escribe, debe ser la de llegar al lector en la forma más clara y comprensible que pueda; dijo que, en vez de avergonzarse un creador, de ser hijo de su tierra y su tiempo, debe esforzarse por serlo al máximo. (Bien que pudo evocar, a este respecto, infinidad de ejemplos: desde la Biblia, Don Quijote, Tolstoy, Mann, Gallegos, Acevedo Díaz, Viana, Alegría, Carpentier, Asturias, Rulfo, hasta García Márquez, Borges, Morosoli, Porta..... Espínola....).

Dijo que el contacto con las grandes obras de arte, sobre todo la música (Espínola tocaba el violín, escuchaba mucho, y mucho sabia sobre el tema), ayuda al ser humano a ser bueno. Dijo que, al finalizar el disfrute de una gran obra de arte, se siente una profunda sensación de melancolía. Dijo que al escribir una obra de narrativa, es bueno comenzarla y, a veces, terminarla, con una relación sintética de sus personajes y situaciones más significativas. Dijo, en fin, muchísimo más, que, por desdicha, no fue registrado fehacientemente.

En tanto leía aquel material de mi segundo libro, haciéndome toda clase de sugestiones a su respecto, yo fui recibiendo la impresión de que esperaba mi pedido para que escribiera el prólogo, lo cual me situaba ante difícil situación. Literariamente hablando, me debía al grupo Asir y, en consecuencia, me sentía obligado con el núcleo de sus conductores, y, en forma muy especial, con Domingo Luis Bordoli y Arturo Sergio Visca. Atendiendo a que el primero de ellos había prologado mi libro Cuesta arriba, tenía decidido pedir el de este otro, al segundo, lo que hice logrando que Visca escribiera la excelente pieza que hasta ahora luce el mismo.

Cuando, con las aprensiones que cabe imaginar, trasmití a Paco, tal decisión y sus fundamentos, me respondió:

-Bueno... vamos a ver qué dice.

Lo cierto es que quien nada dijo, después, fue él.

Cuando estaba preparándome para mi tercer engendro (Camino adentro), más que presuroso, me fui a pedirle el prólogo al Maestro. Su respuesta fue:

-Vos, a esta altura, no precisas ningún prólogo.

Bien me cuidé de no volver, nunca más, a pedírselo.

Mucho tiempo transcurrió, antes de que se produjera mi encuentro con Paco, en más de una de aquellas memorables reuniones en casa de Mingo Bordoli y su hermano Héctor (Perico), calle Coquimbo N° 2257, donde, entre tango, grapa y disquisiciones intelectuales de todo tipo, deshacíamos encuentros y cocinábamos las ediciones de la revista Asir.

Fue allí donde se me reveló el meollo de la personalidad de Francisco Espínola, en el campo de la creación literaria y su admirable facundia como narrador oral, que exhibió en improvisaciones rebozantes de calidad y humor. Su discurso transcurría tanto a través de una extraordinaria capacidad imaginativa, cuanto a un irreprochable marco histriónico, en el que el lenguaje gestual y el servicial cigarrito cumplían irreprochable colaboración.

Según ya dije, llegué a Montevideo, desde mis pagos campesinos, desbordante de ansiedades culturales. En el IAVA tuve la suerte, en el área de las letras, de tener conductores de la categoría de Carlos Sabat Ercasty, Roberto Ibáñez, Emilio Oribe, Emilio Zum Felde, Lincoln Machado Rivas, Oscar Secco Ellauri; y en ciencias biológicas, a Venancio Tajes.

Pero sentía la necesidad de acceder a otros ámbitos del quehacer intelectual, a los cuales se me ocurría que, por alguna razón, ingresaba tanta gente. En busca de puertas de ingreso a ellos, me lancé. En artes plásticas, trate de saturarme al máximo, de museos, exposiciones, galerías y conferencias. A tales extremos llegó aquella búsqueda, que, allá por la década del cincuenta, formé parte de un paupérrimo grupo de pelados como yo, que nos dimos el lujo de pagar a un guía que nos introdujera por entre los laberintos de una famosa muestra de pintura francesa, que llegó, entonces, a nuestra capital.

Me faltaba, empero, la cobertura de una extensa y, para mí, muy entrañable área de mis carencias intelectuales: nada menos que la relacionada con el arte musical. Desde mis lares rurales, yo sólo traía el inolvidable recuerdo de los discos de acetato de una vieja ortofónica, con las grabaciones de Carlos Gardel, Francisco Canaro, alguno que otro cantor o músico rioplatense, Serenata y Momento musical de Schubert. 

Mas, de pronto se me reveló el inconmensurable universo sinfónico, encabezado por Beethoven, cuya presencia ocupó la totalidad de mis capacidades en la materia.

Sin embargo, un día advertí que, pese al impacto del genio de Bonn y su cohorte, en lo más íntimo de mí persistía, lozano e imbatible, el recuerdo de Gardel. Ello me produjo tal entrevero de contradicciones, que en seguida se me ocurrió consultar a mi conductor maragato.

Mientras yo le exponía, con lujo de detalles, mis tribulaciones ante aquel conflicto espiritual. Paco (lentes en la punta de la nariz, envolviendo su consuetudinario cigarro), me escuchaba atentamente.

Mi conversación duró el mismo tiempo que el de su envoltura. Ahí quedé, pendiente de su pronunciamiento. Tras aspirar una profunda bocanada de humo y mientras la expulsaba, se expidió mi consultor:

-Bueno... la verdad es que tanto Beethoven, como Gardel, fueron dos genios; y, además, dos hombres buenísimos.

Luego de otra larga fumarada, me hizo saber:

-Ahora, te digo: a mí me gustan Igor Stravinsky y Amalia de la Vega.

Adiós mi conflicto.

Paco prodigaba una acendrada veneración a la personalidad de su padre ("Don Paco"), prestigioso caudillo blanco, con destacada actuación en filas revolucionarias.

Una vez, tras contarme proezas guerreras y cívicas de su progenitor, quiso revelarme la preciosa anécdota que sigue.

Transformado, ya. Don Paco padre, en tan solo un recuerdo del viejo caudillo -llamado a cuarteles de invierno- montando un petiso tordillo, solía recorrer los barrios de su querida San José de Mayo, buscando encontrarse con sus viejos compañeros de causa. Allá, en un barrio, se apea frente a la pobretona casa de doña Guillermina, viuda de un casi hermano compañero de aventuras partidarias.

-¿Cómo anda, mi comadre?...

-¡Don Paco, qué sorpresa!

-¿Qué es de su vida, correligionaria?

-La de pobre, como siempre; ¿y la suya, comandante?

-Aquí me ve, sacudiendo la modorra.

Mirando hacia abajo y moviendo la cabeza hacia uno y otro lado, comentó ella:

-Este Don Paco... ¡siempre zafau!

Alguna vez, Paquito (Francisco Espínola, hijo), fue activo militante nacionalista, en San José, en determinado sector de su partido, violentamente opuesto a otra fracción del mismo. Luego de ingentes gestiones de terceros, para lograr la reconciliación de ambos contendores, se convino realizar una reunión en determinado bar céntrico de la capital maragata, con objeto de sellar las paces, con sendos brindis a cargo de uno y otro.

En tanto llegaba la hora del acto, los integrantes de la nutrida concurrencia fueron, de a poco, templando los ánimos, a fuerza de sucesivos tragos.

Ni más ni menos que cualquier hijo de hombre y mujer. Paco no acostumbraba negarse a participar en reuniones amistosas donde se consumiera alcohol. Mas, pronto de genio como era, la bebida solía sacarlo de sus casillas de tal modo, como para volverlo extremadamente agresivo y hasta hiriente.

Sin tropiezo alguno, el oponente pronunció un breve discurso, en un todo compatible con el amistoso ánimo componedor reinante.

Cuando le tocó el turno a Paco, él trató, en un principio, de ajustar su exposición, al pacifico talante de su predecesor. Pero, a poco de comenzar, su carácter violento acabó por imponérsele de tal modo, que -según memorias supérstites- dicha exposición acabó concretándose así:

-Bienvenida nuestra unidad partidaria. Saludo a todos los correligionarios empeñados en lograrla, como, por ejemplo (aquí los nombres de varios integrantes de la comisión mediadora). En cuanto a vos (ahora el del conductor del bando opuesto), quiero pedirte, con todos los respetos debidos, que te vayas a la raíz de la p. que te p.

No hay que decir que la reunión para el reencuentro amistoso terminó en trifulca fenomenal.

Daba gusto y orgullo, verlo desempeñarse en su quehacer docente, como un verdadero maestro, siempre cuidadoso de la imparcialidad ideológica (político-religioso-filosófica), en el dictado de sus clases. Estas convocaban a multitudes de entusiastas devotos -estudiantes o no, jóvenes y adultos- cuya presencia desbordaba los salones de la Facultad de Humanidades, del IAVA y del Instituto Magisterial.

El imperativo llamado de caminos más pragmáticos me obligó un día a separarme de la tentadora bohemia que tanto me había ligado al magisterio intelectual (como quien dice, en vivo y en directo) de Francisco Espínola. Ello no quiere decir que hubiese perdido todo contacto con él, pues seguimos encontrándonos en diversas reuniones.

Vale la pena evocar, entre estas, un acto frente a la Biblioteca Nacional a propósito de no sé qué motivo, en el que habló alguien, con tan rimbombante como ininteligible decir, que provocó un desplazamiento de concurrentes azorados, hacia un rincón donde Paco fumaba y gesticulaba como un diablo:

-Che, pero ¡qué brutal chisporroteo de disparates!...

Es seguro que alguien, algún día, habrá de lucirse, recopilando las innumerables anécdotas de Francisco Espínola, a lo largo de su vida.
Junto a tantas, seguramente habrá de figurar la siguiente:

-Entre el coro de gallos de una de tantas madrugadas de regreso a su casa por una calle oscura (seguramente desde el quilombo de Sombras sobre la tierra), repentinamente lo acuciaron los apremios por orinar. Sin la menor vacilación, se paró y, tras los aprestos del caso, allí nomás, comenzó a liberarse del acuciamiento. Cuando estaba en lo mejor de la operación, siente, de pronto, que alguien le toca el hombro, diciéndole: 

-¿No sabe que no puede hacer esto, aquí?

-¿No, mismo?

-Ya lo oyó: aquí no; es un atentado al pudor.

-Digo yo: ¿y atrás de esta piedrita?...

-¡Acompáñeme! -contestó el otro, tomándolo del brazo.

-¿Adonde quiere que lo acompañe?

-Derechito al calabozo; ¡toque!.

-¡Un momento, milico de mierda: deje a la gente terminar, pues señor!

-¡Andando, vagoneta!...

Aparte de primos hermanos por sus respectivas madres Justina y Teresa Cabrera, Francisco Espinóla y Renán Rodríguez eran conterráneos hijos de San José. Paco, blanco por tradición, profundas convicciones histórico-partidarias y una entrañable adhesión a la ilustre figura de Eduardo Acevedo Díaz; Renán, colorado por idénticas motivaciones ideológico-tradicionales, a la vez que cultor apasionado de su maestro José Batlle y Ordóñez.

Tuve el gusto, en más de un encuentro con ellos, de verlos y oírlos dialogar a propósito de toda clase de temas políticos, históricos, religiosos y filosóficos (sobre los cuales tenían sobradas razones para discrepar), con altura de verdaderos señores de la tolerancia y la recíproca consideración. Más allá de toda clase de disensos, había algo en lo cual ambos se sentían acendradamente aunados: el amor de la tierra patria, la veneración de sus hacedores y el culto de su identidad. Conversando, cierta vez sobre estas cosas y sus concomitancias, reflexionaba Espínola:

-Uno se pasa la vida, arrimando palitos al fogón de nuestras mejores tradiciones y, de repente, aparece uno de tantos, y pff... sopla y desarma todo.

Más que correligionario en el más alto plano de las ideas, de aquel excelso ciudadano que fue Renán Rodríguez -más que su hermano menor en la militancia política-, yo me sentí siempre confeso devoto de sus cimeras dotes intelectuales y morales, de su sereno magisterio a través de los cauces pascalianos de la mente y el corazón.

De modo que, durante los mejores años de nuestra bienhechora amistad, semanalmente teníamos un motivo para encontrarnos y prosear -ya bajo los pinos y parrales de mi estancia cimarrona de la calle La Gaceta, dele mate, picadito o tortas fritas; ya al amparo de su chalé, casi campesino, de la avenida Calcagno, en Shangrilá- bajo la mansa y caladora lluvia de su conversación plena de sabiduría o al ritmo de sus quehaceres de consumado cocinero.

Uno de los más queridos rincones solariegos de Renán era la zona de Arazatí, extenso espacio de monte silvestre y grandes arenales sobre el río de la Plata (entre los arroyos Arazatí y Pereyra), al que se accedía partiendo del quilómetro setenta y tantos de la ruta 1, luego de recorrer en auto, un largo trecho de selva virgen, y después, en canoa, una respetable laguna de tres cuadras de largo. El inmenso predio de más de quinientas hectáreas, pertenecía, entonces, a la División Remonta del ejército, y se mantenía en tal estado de conservación, que el bosque jamás había sido talado, debido a lo cual, el paisaje ofrecía un majestuoso espectáculo agreste. (Cuéntase que fue uno de los lugares en que se inspiró Juan Zorrilla de San Martín, para describir la salvaje ubicación geográfica de su Tabaré).

El ámbito en que debía asentarse nuestro campamento consistía en un arenal de diez hectáreas, atravesado por el vero cauce piálense. Allí, los vaivenes del viento, tan pronto cambiaban, en pocas horas, el cauce del río, como promovían inundaciones, de las que más de una vez los acampantes debieron huir a toda prisa.

En el verano de 1968, hasta allí habíamos arribado Renán, su hermano Tata, yo, otros compañeros de naufragio político en aguas de la llamada "reforma naranja" y alguna otra gente, entre la que figuraban un sobrino de Renán llamado Churchill y mi hijo Juan Justino.

Con la decisiva ayuda de dichos acompañantes, logramos erigir, a brazo partido, sudor y sangre, una gigantesca carpa militar, tras desigual lucha con parantes de ñandubay y una bruta lona cuartelera, a lo largo de todo un día.

La mañana siguiente se nos consumió en el acarreo y el acomodamiento, en el interior del armatoste, de nuestras provisiones de ropas, comidas, bebidas, etc.

Pasamos el mediodía, (rodeados de otra gente amiga de Renán, que se había allegado), alrededor de un fogón, un borrego y demás ingredientes de ocasión, incluso una preciosa damajuana de diez litros de vino.

A eso de la media mañana del día siguiente -y mientras al abrigo de nuestro enorme habitáculo, disfrutábamos el mate-desayuno- de pronto emergieron, de pie sobre la proa de la mismísima canoa de nuestro uso, a modo de eufóricos descubridores. Francisco Espínola (vestido con sus inseparables traje negro, camisa blanca y corbata) y el Ing. Agr. Esteban F. Campal, provistos ambos de sus pertenencias de ocasión.

Campal era un distinguido técnico en ciencias agropecuarias, ex subsecretario de Ganadería y Agricultura y ex representante del Uruguay en la FAO, con quien mantuve una larga amistad, a la cual nos convocaron, recíprocamente, su afición de buen lector de ficciones, y mi condición de campesino aficionado en aquellas disciplinas de su especialidad. Muchas fueron nuestras pláticas, sobre aquellos temas; muchas enseñanzas recogí, tanto de sus sabihondeces, cuanto de sus diletancias, a lo largo de añares y encuentros sin fin.
Allá por principios de 1961, Campal había escrito un valioso y muy documentado libro sobre la trayectoria histérico-sociológica de la ganadería en el Uruguay y provincias argentinas próximas, titulado Hombres, tierras y ganado. Aspiraba a que se lo prologara Francisco Espínola, a quien yo le presenté. Tras una serie de encuentros. Paco escribió un entusiasta y líricamente convocatorio "Prólogo para el joven lector". Tales hechos dieron lugar a una muy estrecha relación cordial y de mutuo reconocimiento admirativo entre ambos.

A partir de aquella mañana del desembarco de Paco y Campal, en nuestro campamento de Arazatí, muchos imprevistos habrían de ocurrir. Empezando por la duración, hasta entradas de sol, del primer almuerzo, después del cual, luego de un breve intervalo de mate, té, bizcochos y millones de mosquitos, a eso de las diez de la noche -entre los dos recién llegados y nosotros siete u ocho dueños de carpa- estábamos tratando de caber en el interior de la enorme casa de lona sobre palos.

Cuando, ya sobre las orillas de la medianoche -contentos de haber cabido todos allí y a punto de caer en el pozo de la profunda dormición-, tras un largo bostezo, interrumpió la voz de Paco:

-¿Viste, che Renán, cómo los jodimos a los mosquitos?... Llenamos la carpa de gente y tuvieron que irse a dormir a la intemperie...

Cosa distinta fueron las noches siguientes: los gurises por ahí, de farra corrida; los mayores, salvo Paco y Campal, durmiendo a pata suelta.

Ellos dos se quedaban, allí nomás, frente a frente en sendas banquetas, cerquita de la damajuana de vino y bajo las nubes de mosquitos, a conversar mano a mano.

En un principio, la prosa sobre temas generales, domésticos, inofensivos, era un dechado de cumplidos, amabilidades y risitas amistosas.

Durante la etapa siguiente, solía tallar Campal, en temas de su especialización profesional, sin la menor observación de su interlocutor.

En la tercera jornada, la temática se desplazaba a la órbita de las letras. Ahí, Paco copaba la banca; pero Campal, según queda dicho, gustaba incursionar en tales campos y dos por tres se trenzaban.

Hombres, ambos, de fuerte temperamento -y ya, muy envinados- terminaban perdiendo los estribos y trabados en verdaderos pugilatos verbales de alto voltaje. Me quedó el final de uno de ellos:

-Escuche, don ingeniero agrónomo: zapatero a tus zapatos.

-Paco, yo a usted lo respeto como a un padre y lo admiro como a un maestro; pero no le permito que me ningunee.

-¿Ningunearlo yo?... ¡Pero si en eso usted no precisa ayuda!...

-Gracias por la muestra de amistad.

-Usted las merece, caballero.

Tras un instante de perplejidad. Paco se irguió e inmediatamente zambullóse sin chistar, carpa adentro. Campal se quedó acomodando damajuana y banquetas, y también fue a parar a la cama, calladitamente.

Al mediodía siguiente, antes que Paco se levantara y mientras Campal se ocupaba de la preparación del mate, me le acerqué y, en voz baja, fui enterándolo:

-Ingeniero... parece que la cosa anduvo cerca de la barbaridad, esta madrugada, aquí.

-¡¿Qué dice?!

-Claro... capaz que usted no se acuerda de nada...

-¡Por favor, déjese de misterios!, ¿quiere?

-Oiga: usted y Paco anduvieron, hace un rato, a los revolcones, entre estos arenales.

-¡No jorobe!... ¿Quiere dejarse de joder?

-Después de discutir a grito pelado, se fueron a las manos.

-¡Vamos, che; pare, no siga siendo tan buen amigo mío!

Anduvo un rato, de aquí para allá. Al fin me pidió:

-Dígame que usted no habla en serio.

Me vendí con una sonora carcajada.

No consigo explicarme cómo fue posible que, entre tanta gente, nadie hubiera dispuesto de un grabador y una maquinita fotográfica cualesquiera, con que haber registrado las conversaciones e imágenes (que hoy serían reliquias) de aquellos días, en medio de aquel grandioso escenario agreste y sugestivo.

Cumplida una semana de su inolvidable compañía, otra mediamañana ambos visitantes levantaron vuelo, en la canoa que los había traído. Los despedimos con aplausos y gritos cargados de pesadumbre.

 

A partir del excelente prólogo que Espínola escribió para la segunda edición del libro Hombres de Juan José Morosoli, entre ambos se consolidó una muy cálida relación amistosa, que, hasta entonces, no había pasado de ser tan solo un vínculo de recíproca cortesía admirativa.

Bien se conoce la incapacidad de Morosoli para salir de Minas por más de diez o doce horas, la que, si bien se debía a causas de carácter laboral (la atención de su barraca), mucho más se relacionaba con un rechazo visceral de la urbe capitalina. Fue necesario, entonces, planificar el encuentro de ambos en un lugar de Minas, y ocurrió en una casa que alquiló Morosoli, en acuerdo con su mujer Luisa Luppi, en medio de las sierras de Lavalleja.

Hasta su refugio llegó un día Paco Espínola, más que a encontrarse con Pepe durante algunas horas de la noche, a pasarse el resto del tiempo, proseándole a Luisa, toda clase de ocurrencias, sentado en una silla baja y prendido a su mate y a su infaltable cigarro.
Algún tiempo después. Paco me comunicó su disconformidad con los cuentos que Morosoli seguía publicando en el suplemento dominical del diario El Día. Recuerdo el caso de "Velorio", en el que aquel narraba el patético suceso de una niña muerta, a la que sus desdichados padres despojaron de las valiosas vestimentas (obsequiadas por un opulento estanciero y su mujer, a quienes ella había sido dada), pensando en que la ropa les serviría para cubrir los cuerpos de su decena de otros hijos. Mucho me extrañó el rechazo de Espínola de tales cuentos que, finalmente, habrían de ser recogidos en el libro Vivientes del maestro minuano. Y, particularmente, el de este, que siempre me ha parecido digno de figurar entre los mejores de toda la narrativa morosoliana. 

En un verano de mil novecientos setenta y algo, a Campal se le ocurrió planear una excursión mundo afuera, entre él, su hijo Francisco, Paco, con su impecable atuendo, yo y mi hijo Juan Justino. Puso a nuestra disposición una camioneta "pick-up" recién adquirida en excelente estado; y, previa dotación a escote de los tres tripulantes mayores, de un buen aprovisionamiento de vituallas sólidas y liquidas, nos largamos hacia esos campos afuera. Paco, Campal y yo en la cabina y ambos gurises, atrás. El itinerario teórico se extendía, a partir de Montevideo -tocando Aguas Blancas (departamento de Lavalleja), ciudad de Minas, una estancia próxima a Aiguá (Maldonado), la fortaleza de Santa Teresa (Rocha), la Charqueada (Treinta y Tres), la Casa de las Comedias de Justino Zavala Muniz (Bañado de Medina, Cerro Largo), hasta la estancia de don Gisleno Gómez (Molles del Pescado, Florida).

En Aguas Blancas tomamos el aperitivo dentro de un enorme boliche atestado de paisanos proseadores, donde, de pronto, se formalizó un contrapunto de cuentos sobre perros prodigios, en el que desfilaron ejemplares tan capaces de clasificar una majada por razas y señales, como de contar, del uno al cien, a golpes de pata, o bailar un tango con cortes y quebradas. Perro hubo -en medio de aquella formidable polvareda de mentiras empapadas de grapa y tabaco- que, avergonzado de equivocarse por una unidad, en una de las tantas operaciones de aparte de haciendas que le había encargado el amo, acabó ahorcándose en el tirante de un galpón.

A falta de perro. Paco contó allí -por primera vez en la travesía- uno de los tres cuentos que fueron sus caballos de batalla, a lo largo de la misma. Piezas que aquel maravilloso inventor de ficciones habría de repetir, en no menos de cuatro versiones distintas, justamente para adaptarlas a la recepción de los diversos sectores de oyentes a los que habría de entregarlos.

Eran tres relatos humorísticos; dos de ellos, inéditos hasta ahora: el de la cotorra muerta a escobazos y el del hombre suicida; y un tercero, extraído de la novela Sombras sobre la tierra, el velorio del enano. 

El primero se refería al caso de un hombre casado con una mujer gangosa por mellada, el que tenía obsesión por la consecuencia que tal defecto pudiera trasmitirse a sus hijos. Apenas el primero de estos comenzó a hablar, su padre se empeñó en hacerlo pronunciar la palabra papá. Para su desgracia, el niño no pudo salir de un penoso silabeo tartajeando (gnpa gnpa).

Muy abatido, pero no derrotado por el fracaso, el hombre se puso a esperar la llegada de un segundo descendiente. Resultó ser este una niña, con quien, apenas comenzó a balbucear sus primeras palabras, el padre reinició su tarea de enseñarle a pronunciar papá, con la misma consecuencia. Ya en el paroxismo de su desesperación, resolvió comprar un pichón de cotorra y, no bien el bicho acabó de emplumar, otra vez se entregó a la porfiada lucha de semanas y semanas, sin otra suerte que la del maldito gangoseo aquel. Furioso, tomó una escoba y, en un santiamén, terminó con la vida del pobre animal.

El segundo de los relatos inéditos de Espínola, a lo largo de nuestro viaje, fue el de un porfiado suicida que, en compañía de un amigo, se tiró a las aguas del arroyo en que ambos se bañaban, resuelto a matarse.

Tras ser salvado de ahogarse, por el otro, acabó ahorcándose, valido del cinturón y de un gajo. Llegó la policía y, al interrogar al amigo del muerto, este contó, pormenorizadamente, el acto del salvataje. Ante la pregunta sobre por qué nada había hecho para evitar el ahorcamiento, contestó que por creer que, después de la mojadura, el desgraciado se había puesto a secarse.

Se me ocurre que bien valdría la pena intentar el rastreo y la reconstrucción -ya- de los muchos cuentos orales, con que Francisco Espínola se prodigó, a lo largo de su vida, en ocasión de infinidad de reuniones de toda clase.

Tal quehacer habría de servir no, por cierto, para rescatar dicho acervo, sino, al menos, para aproximarse a la prodigiosa capacidad imaginativa de aquel gran creador de ficciones.

Finalmente, su tercer relato, durante el viaje, consistía en el velorio de un enano, en cuyo transcurso los deudos pedían monedas para cerrarle los ojos; todo, en medio de una pintoresca trama. Debido a que este relato figura en la novela Sombras sobre la tierra, no creo necesario abundar en otros detalles a su respecto.

Es evidentemente cierto que la estructura de los tres relatos posee méritos relevantes de un gran talento inventor; tan cierto como que su trasmisión oral fuera recibida por el oyente, con el alborozo que llegué a observar, necesitaba ser hecha por el consumado actor que era Francisco Espínola, valido de las ayudas fonéticas, gestuales y adminiculares a las cuales antes me referí.

En Aguas Blancas, finalmente almorzamos asistidos de un ejemplar asado de costillar ovino, en cuya factura se lució nuestro conductor de ruta y camioneta. Se lució, asimismo, durante la consumación, proseando largo y parejo sobre temas relacionados con la agropecuaria, en lo cual se desempeñaba como un libro abierto, estimulado por nuestra admirativa atención y las frecuentes exclamaciones aprobatorias de Paco.

En Minas cargamos nafta y grapa gratuitas, que nos obsequió Elbio Pomatta, mi coterráneo compañero de liceo y aventuras juveniles y, ahora, providencial agente, allí, de ANCAP.

Ya rumbo a la Fortaleza de Santa Teresa, hicimos medio día en un alto y pintoresco lugar, poblado de árboles y rocas, donde abundan muestras de que se trataba de un paradero de gente en tránsito de ida y de vuelta.

Próximo al sitio que elegimos para posar, se aprestaba a tomar mate y churrasquear, junto a un modesto fuego, un paisano cincuentón, con apariencia de trabajador rural, quien enseguida hizo migas con nosotros. Al cabo de un rato de conversar con él. Paco y Campal convinieron hacerle una inocentada, en la que, después, me involucraron. Consistió la misma en hacerle creer, entre Paco y yo, la confidencia de que nuestro viaje tenía por objeto distraer al ingeniero, de un lamentable estado de casi enajenación mental, a causa de amores contrariados, a sus ya casi sesenta primaveras. La farsa logró embaucar de tal modo al reciente compañero de campamento, que, compadecido de la penosa situación de aquel prójimo, compungidamente se le acercó y, palmeándole el hombro, se puso a consolarlo:

-¡Coraje, compañero!... Por una cornada, más o menos, no va a entregarse un oriental.

-¡Es brava la cosa!

-Cuanto más brava, mejor para probar a un varón.

-Es fácil decirlo...

-Sí señor, y ¿sabe por qué?

-Lo oigo

-Porque se lo digo como colega, ¿me entiende?

-Si me aclara...

-Oiga, anciano: a mí también me tuvieron cierta vez, a los guampazos,¿sabe?

Se despidieron entre abrazos de recíproco compadecimiento.

En cada una de las paradas del recorrido, Paco se acercaba a los dos gurises que ocupaban la parte trasera del vehículo, en medio de las provisiones de boca, conminándolos:

-¡Cuidadito con ese tesoro!... Si llegan a tocar un solo bizcocho, van a parar al calabozo.

Tomaba un pan, lo partía en tres porciones y, luego de entregar dos de ellas a cada uno de los muchachos, salía masticando la suya y murmurando a modo de docto predicador:

-Ladrón que roba a otro ladrón, merece cien años de perdón.

La estancia de los alrededores de Aiguá -cuyo capataz nos estaba esperando con cama, comida y mil otras atenciones- era un antiguo establecimiento; su propietario tenía una sólida relación amistosa con Campal.

Después de un bien nutrido tentempié y una suculenta cena de capón a las brasas, nos fuimos a dormir, bajo el acoso de una furibunda nube de mosquitos, cuyo solo zumbido, exacerbaba a Paco. Durante el desayuno del día siguiente, no perdió la ocasión para improvisar un gracioso relato alusivo a los "patudos". Contó que, a media madrugada, se había despertado repartiendo cachetadas, a diestra y siniestra, en medio de una millonada de tales bichos, que lo arrastraba rumbo a los despeñaderos de una cerrillada próxima, de los que se salvó abrazado a unos arrayanes.

La tirada siguiente se extendía, desde allí, hasta la Fortaleza, donde nos aguardaban el Dr. Raúl O. Gadea, su esposa Lirita Rodríguez y varios otros familiares contertulios de ocasión, al amparo de una formidable carpa con no menos de una media docena de dependencias (varios dormitorios, cocina, despensa, baño, amplio espacio para expansiones varias). Construcción, aquella, que el anfitrión tenía por costumbre armar, a lo largo de agotadoras jornadas que, durante el mes de diciembre, robaba a sus quehaceres de abogado, docente y gobernante departamental, en la ciudad de Treinta y Tres, para disfrutar a sus anchas, durante todo el mes de enero siguiente, en vida a lo indio, de pantalones cortos, alpargatas, torso libre y pelo rapado a cero.

No bien llegamos, nos rodeó un nutrido grupo de gente, encabezado por los dueños de la carpa, preguntando por el divo de nuestra cruzada. En medio de presentaciones, abrazos, etc.. Paco se encontró con Gadea.

-Tanto me han hablado del doctor, el profesor, el ex consejal y no sé cuántos otros títulos de Gadea, que nunca me hubiese imaginado toparme con semejante pinta de china cocinera, don.

-Usted siempre zafau, don Paco -le respondió el anfitrión.

Fueron tres días y buena parte de sus noches, consumidos en encuentros de diversa índole. Entre los de primera categoría, predominó, naturalmente, la presencia del gran escritor, docente y contador oral que nos acompañaba. Nos paseó por los dominios de la literatura de todos los tiempos, nos hizo escuchar la segunda o tercera versión de sus ya mencionados relatos del camino, conversó y conversó. (No puedo menos que repetir mi pesar por nuestra imprevisión de no haber llevado cualquier aparato con que registrar tan memorables jornadas).

Entre tantas sesiones, hubo allí una escena filosófico-humorística, consistente en una controversia a propósito del Viejo Vizcacha, cuyos protagonistas fuimos Paco y yo. Mi primera entrada consistió en un encendido alegato contra aquel antihéroe tan pillo como cínico. En tal acusación abundé en pruebas como sus cerdeadas de yeguas y carneadas de vacas ajenas; en sus descarados consejos: "Hacete amigo del juez/ no le des de qué quejarse/ y cuando quiera enojarse/ vos te debes de encoger/ pues siempre es güeno tener/ palenque ande ir a rascarse"; "No te debes afligir/ aunque el mundo se desplome:/ lo que más precisa el hombre/ tener, según yo discurro,/ es la memoria del burro/ que nunca olvida ande come"; "Lo que es yo, nunca me aflijo/ y a todito me hago el sordo:/ el cerdo vive tan gordo/ y se come hasta los hijos"; en su asquerosa costumbre de escupir el asado, para que nadie más que él, pudiera comerlo; en las raterías de cuando pillaban sus ojos y sus manos, sin dueño a la vista.

Como habrá de suponerse, a Espínola poco trabajo le costó darme una fenomenal paliza, en defensa del controvertido personaje martinfierrano. Nada se diga de los apabullantes recursos de su dialéctica; nada de su prestigio intelectual. Mucho menos se diga del favor que le prestó el Vizcacha pobre infeliz, marginado por una sociedad injusta, de la cual se desquitaba sacándole el provecho que podía, a modo de los más encumbrados protagonistas de la novela picaresca. 

Vapuleado, pero no vencido, yo me entregué a la búsqueda de un argumento que, por lo menos, atenuara el impacto de mi derrota ante el público espectador.

De pronto, el recurso se me reveló: había allí muchas mujeres y, precisamente, acerca de las mujeres. Vizcacha se había despachado en términos como: "...el hombre no debe creer/en lágrimas de mujer/ni en la renguera del perro"; "...mas si te querés casar/ con esta advertencia sea:/ es muy difícil guardar/ prenda que otros codicean"; "...es un bicho la mujer/ que yo aquí no lo destapo: / ella quiere al hombre guapo, / mas fíjate en la elección;/ siempre tiene el corazón/ como barriga de sapo". A modo de respuesta al evidente efecto que tales citas produjeron en el ánimo del publico femenino asistente, Paco apenas se encogió de hombros. Dejé para el final, a modo de remate que consideré decisivo, esta perla del rosario de mis acusaciones: "Oigan, mujeres presentes, después juzguen" -creo que grité, en tono triunfal: "Cuando mozo fue casao/ aunque yo lo desconfío;/ y decía un amigo mío/ que, de arrebatao y malo,/ mató a su mujer de un palo/ porque le dio un mate frío".

-Habladurías -comentó Espínola, chupó la boquilla y largó una risita desdeñosa.

Todo terminó en unánime, sonoro carcajeo.

Cierta noche, el programa consistió en un largo número musical, del que me quedó un penoso recuerdo. Invitado por los dueños de carpa a la hora del aperitivo, compareció un destacado guitarrista treintaitresino, a quien, antes de que llegara, yo había elogiado encomiásticamente. Fuera por eso, fuera, además, por un repentino descaecimiento de sus facultades interpretativas, la actuación del concertista no pasó de ser un suceso bastante menor.

Menos mal que, por haberse retirado casi enseguida, al hombre no lo alcanzó el fulmíneo -despiadado-juicio de Paco, sobre su guitarreo.
Fue este tan lapidario, que llegó a considerarlo pobre cosa, frente a las inaugurales interpretaciones que nos ofreció, después. Francisco (el hijo de Campal), en su guitarra, acompañado por el paupérrimo dedeo a pulgar, en su instrumento, de mi hijo, casi analfabeto en música.

Oyendo sus desmanes contra mi coterráneo musicante, me sentí por primera vez, abismado, ante la enorme capacidad de Francisco Espínola, para triturar, verbalmente, a un semejante que, por cualquier razón, no le cayera en gracia. Más adelante, contaré mi segunda experiencia al respecto.

Todo lo demás, consistió, bajo la hospitalaria carpa de la Fortaleza, en una memorable jornada de tortas fritas, conducida por Lirita Rodríguez de Gadea, y un sabroso mate amargo repartido por su esposo. Durante no menos de media hora. Paco nos hizo oír no sé qué nueva versión de, menos sé, cuál de sus cuentos de ocasión. Tras colmarnos de obsequios caseros, nos despidieron con cerrados aplausos, evidentemente dirigidos -más que a nadie- al gran primer actor de nuestra trayectoria.

De la Fortaleza a La Charqueada, llegamos luego de haber recorrido el tramo final de la ruta 9 (Chuy), la carretera que, después de pasar por los pueblos 18 de Julio, San Luis y Cebollatí, nos condujo hasta la balsa de La Quemada, a orillas del gran río del mismo nombre.
Colocó Campal la camioneta, en medio de la balsa y subimos nosotros a esta. El pintoresco trayecto, accionado por un caballo, nos llevó casi media hora, desde La Quemada a la ruta 18 y, por esta, hasta La Charqueada (Villa Gral. Enrique Martínez), a través de un kilómetro y menos de dos minutos.

Allí aguardaba José Caucha, amigo mío, a quien el maestro Luis Ferreira había encomendado recibirnos, en una casa desocupada, de su propiedad, previos prolijos operativos de escoba y creolina, y amueblamiento indispensable de cinco camas, dos o tres sillas, una mesa, un primus y una caldera, pues de todo lo demás, veníamos bien provistos.

A orillas de la tardecita, los dos gurises se fueron a pescar y parrandear pueblo adentro. Paco, Campal y yo nos pusimos a pellizcar viandas, a la vez que a mojarnos, primero de grapa, luego de vino, dele prosa. 

Siempre en cerrada plática y ya en ropas menores, de pronto nos encontramos en medio de la madrugada. Entre tantos temas vinculados a la vida del país, surgió el de la corrupción. Y, como no podía ser de otro modo, coincidimos totalmente, en considerarla un peligroso mal, cada vez más extendido, contra el cual se imponía, urgentemente, la adopción de drásticas medidas. Creo que hasta brindamos por tan absoluta coincidencia.

Llegado el momento de proponer remedios, antes de que Campal y yo abriéramos la boca. Espínola contó, con lujo de detalles, el caso de una ejecución -no recuerdo si mediante horca o fusil- que presenció en una ciudad de Checoslovaquia, donde estuvo en ocasión de una recorrida por algunos países situados detrás de la cortina de hierro de la URSS.

Dijo que, comprobado el delito de un carnicero, consistente en la venta clandestina a precios prohibidos por el gobierno, de productos de su giro comercial, luego de un juicio sumario, fue ajusticiado en una plaza, en presencia del público, convocado al efecto.

Tras vehemente exclamación en dúo, contra el horroroso hecho, Campal y yo fundamentamos, cada cual a su turno, nuestro absoluto rechazo del mismo. Mas, no bien hubimos terminado, nuestro interlocutor -en camiseta y calzoncillos, como estábamos- abandonó súbitamente la habitación y, profiriendo toda clase de improperios, se largó puerta afuera, hacia el patio contiguo.

En tanto Campal se hundía hasta la cabeza, cama adentro, salí yo, en procura de nuestro furibundo detractor. Lo encontré en el fondo del terreno, mascullando puteadas.

-Vamos a acostarnos. Paco.

-Anda vos.

-No, si usted no me acompaña; mire que estamos casi en pelotas, el vientito del Cebollatí se está enojando y nuestros pulmones no perdonan.

Después de hacerse de rogar un par de minutos, salió caminando rumbo al dormitorio; antes de volver a entrar, se detuvo súbitamente:

-Escúchame.

-Claro que sí; pero mire que esta brisita nos está calando.

-Mira; poco me importan tus pavadas de (algo así como pobre angelito o cosa parecida).

-Lo entiendo.

-Lo que me calienta son las poses de este (creo que vejete presuntuoso), metido a profesor de ética.

-Bueno, pero, ahora, déjelo seguir durmiendo; mírelo allí, ya casi parece un muerto.

-Sí, pero antes de parecerme yo también a un muerto tan difunto, quiero que sepas.

-Oigo.

- Vos sos un bobo bueno; pero, comandado por el que te dije, son los dos tan burros, que ni cuenta se dieron que mi relato sobre el carnicero, sólo tenía el propósito de mostrar una práctica ajena a nuestras modalidades, pero nunca como ejemplo a seguirse.

-Entiendo; pero, acuéstese, ¿sí?

Cayó sobre la cama y allí se quedó, tan tieso como el otro.

A la mañana siguiente -como si nada hubiese ocurrido- estábamos los tres, mate va, mate viene, conversando sobre cuanto hay, en tanto continuaban los dos gurises pescando en las barrancas del Cebollatí. Eran las diez de la mañana y nos encontrábamos a sesenta kilómetros de la ciudad de Treinta y Tres del Olimar, nuestra próxima meta. 

Cargada la camioneta y despedido Calicha, nuestro cordial asistente, allá salimos, en pro de los pescadores. De repente, se le ocurre a Campal pedirle a Paco que nos hablara sobre un tema literario cualquiera.

-¿Quieren Homero?

-Más para acá.

-¿Dante?

-Un poco más.

-¿Shakespeare?

-Cerquita.

-Cervantes.

-Pare ahí.

-Bueno, elijan.

-Don Quijote, por supuesto.

-Sigan.

Entre tantos temas que propusimos, jamás se nos hubiese ocurrido el que, al fin, eligió el propio Paco, referente al misterioso y un tanto enigmático personaje del libro, don Diego de Miranda (el de la "muy hermosa yegua tordilla", "el del verde gabán"), cuya sabrosísima plática con Don Quijote y Sancho, se relata a lo largo de los capítulos XVI, XVII, XVIII, de la inmortal novela cervantina. Hablando del tal. Espínola arrancó allí, siguió hasta el puerto pesquero donde nos esperaban los muchachos; y desde allí, de vuelta a la camioneta y durante la media hora que nos llevó el reembarque y durante el recorrido de los sesenta kilómetros hasta la ciudad de Treinta y Tres; hubiese seguido hasta quién sabe cuándo y dónde, si no lo interrumpiera el encuentro con la gente que nos estaba esperando. Tratándose de literatura y otras disciplinas conexas, aquel hombre era un venero de saber y decir.

Previamente al arribo a la Sociedad Criolla, donde debía culminar la jornada, entre una multitud de coterráneos amigos nuestros y de admiradores del personaje que nos acompañaba, debimos pasar por la casa de mi tío Serafín (Chico) da Rosa, a tres cuadras del Olimar, rumbo a Montevideo, luego de atravesar el puente carretero. Sabedor, mi pariente, de que andábamos en compañía de un hombre cuyas mentas de buen decidor compaisano conocía, me había pedido:

-Antes de la reunión en la Criolla, traémelo a probar una cañita con butiá, que está pidiendo que la saquen de la botella; de repente el hombre agarra viaje y nos cuenta algo lindo.

Dicho y hecho; a partir del segundo vaso del "compuesto". Paco se volvió un libro abierto. Enrabado con un gracioso insuceso de su participación en la revolución de enero de 1935, contó no sé qué nueva versión de aquellos cuentos del camino.

Eran las dos de la tarde, cuando le advertí:

-Compadre, hace rato que en la Criolla nos esperan.

-Vos siempre oportuno -me respondió. Al despedirnos, me conminó mi tío:

-Si antes de seguir viaje, no me haces pasar a este viejo por aquí, no te saludo más.

El programa de la cruzada, incluía una conferencia de Espínola sobre Pedro Leandro Ipuche, nuestro más grande poeta treintaitresino, de cuya obra literaria, aquel me había hecho comentarios altamente laudatorios. Llegado el momento convenido para su disertación, Paco se excusó diciendo que no se sentía bien, lo cual no le impidió participar de una gran rueda de caña con pitanga, picaditos, canto, guitarra y cuentos que la sustituyó, lo cual no mereció disculpas.

Según los planes de la travesía, desde Treinta y Tres, debimos haber rumbeado, como ya lo dije, hacia la casa de las Crónicas de Justino Zavala Muniz, en Bañado de Medina, gran amigo personal y literario, este, de Paco, no recuerdo de qué manera vinculado a Campal y solo conocido de mí, por intermedio de mi primer libro de cuentos.

Mas, el día antes de la partida. Paco y Campal nos comunicaron su indisposición para continuar el viaje. Debimos, en consecuencia, cortar directamente rumbo a la antes mencionada estancia de don Gisleno Gómez y familia, ubicada en Molles del Pescado (Florida), a poca distancia de los pagos de Juan Cunha, cuya entrañable evocación, inspirara su inolvidable Sueño y retorno de un campesino.

En aquel tiempo. Francisco Espínola era muy conocido de mucha ente del interior del país, por sus magníficas conversaciones y lecturas de sus cuentos, a través de los canales del SODRE. Justamente, la dueña de casa, maestra Celina Carrasco de Gómez, -buena lectora y poseedora de una estimable formación intelectual- era admiradora, gracias a aquellas audiciones televisivas, de nuestro distinguido compañero de viaje e histriónico actor en las mismas. De modo que dispuso él de un selecto auditorio, ante el cual tuvo ocasión para lucirse como tal. Por cierto, volvió a sacar buen partido, en la emergencia, de aquellos polimorfos tres "caballitos" del camino.

Fue a lo largo de nuestro retorno a Montevideo, y a propósito de no recuerdo qué alusión al tema de su afiliación al Partido Comunista, durante nuestra permanente charla, cuando Espínola nos contó las razones que lo indujeron a tomar tal decisión; finalizó asi:

-¿Qué querés?... Se había ido mi cuñado (no lo nombró, pero es de suponer que aludía a Luis Pedro Bonavita); se había ido mi mujer, (Dolly), se habían ido mis hijos (Carlos y Mecha). 

Como se sabe, tales razones estaban precedidas por una notoria inclinación suya, que había aumentado a lo largo de un buen tiempo, en favor de la ideología marxileninista.

Convertido él, en un símbolo viviente de su nuevo partido, que cada vez le exigía un mayor compromiso; y yo, en apretujado habitante de un apartamento de la calle Rossell y Rius (frente a la jaula de los osos de Villa Dolores), cincuenta veces menor que mi salvaje espacio de La Gaceta, pocos fueron, de entonces en adelante, mis muy placenteros y provechosos encuentros, con aquel hombre magistral. Del último de ellos, registra mi memoria una muy concurrida y bulliciosa reunión, en la que me lucí con el asado a fuego lento, de un inolvidable chivito -regalo de Manuel Cabanelas Vaz (queridísimo compinche de tiempos idos), que, previos brindis, consumimos con sobrada complacencia, entre veinticuatro concurrentes.

Menos preocupado que por exhibir, allí, sus cualidades artísticas, Paco se inclinó por el ejercicio de su demoledora capacidad de agresión irónica y ofensiva, contra quienquiera que no le resultara agradable. La víctima fue, entonces, un muy querido, bonísimo y joven amigo mío, cuyos únicos pecados consistían en gustarle la grapa, ser energúmeno batllista, escribir versos, dibujar y florearse, con efusión propia de sus treinta y pocos años, en temas literarios y afines.

Ya desde un principio, su recién conocido contertulio no le cayó, para nada, en gracia a Espínola, de solo oírlo abrirse con el sonoro recitado de un poema de su autoría, no obstante habérselo dedicado "al ilustre maestro maragato, cuya presencia, aquí, nos enaltece a todos".

-Para semejante idiotez, mejor no haberlos enaltecido -fue el cáustico comentario de Paco. A tan hiriente puyazo, créase, todos los concurrentes prodigamos una alegre carcajada cordial; a ella, también créase, se plegó, con amargo rictus, el de mi buen amigo lírico.

Créase, finalmente, que dicha carcajada se repitió tantas veces, cuantas fueron las sucesivas, crueles, sentencias de aquel juez implacable, contra el pobrecito acusado. Hasta ahora me duele la evocación de aquel penoso hecho del cual participé por inexcusable cobardía.

Disuelta la reunión, allá por la alta madrugada. Paco me llamó:

-Che, vos sabes que me olvidé de llamar a Dolly.

-Pues llámela ya; allí tiene teléfono.

Tomó el tubo, vaciló, me miró sonriente, me preguntó cabeceando:

-Decime... tarado, ¿cuál es mi número?

Más acá de lo mucho que le debo a su magisterio intelectual, le debo a su decidido apoyo en mis primeros pasos en el arte de la creación literaria. No solo me acercó su generoso aliento, en ocasión de mi primer libro, sino que, además, dedicó incontables horas de la noche, en su casa, a realizar un prolijo análisis de mi segunda publicación, y toda clase de sugestiones sobre ella, que, en muchos pasajes, contribuyeron a su perfeccionamiento.

Hablando, explicando, enseñando, predicando sobre literatura, era un prodigio de elocuente sapiencia.

Durante toda su vida fue un hombre pobre, limpio, honrado; tanto como bueno, tierno, compasivo, piadoso, fue también pasional, y, en ocasiones, violentamente agresivo. En fin. Francisco Espínola fue un eminente maestro -inmensamente rico en virtudes y defectos, luces y sombras- cuya memoria ilustre el Uruguay debe perpetuar. 

La fecha de su muerte, coincidió con la del golpe militar que sufrió el país, el 27 de junio de 1973. El velatorio de sus restos fue un acto eminentemente político, en medio de cuya apretada concurrencia, apenas pude acercarme al ataúd, en modesto y fugaz homenaje a mi querida imagen de su persona y su personalidad.

Mucho me ha dolido la pérdida del inmenso compañero de militancia democrática, imbricada en raigales tradiciones político-culturales. En ningún momento han mermado mi admiración por su eminente figura, ni mi afecto por sus calidades de amigo leal y calentón, querible compaisano.

Julio C. Da Rosa
Boletín de la Academia Nacional de Letras Nº 9
Enero - Junio 2001

Ir a índice de crónica

Ir a índice de da Rosa

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio