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Automovilistas
Cuque Sclavo

 

La calle es la novela de la vida. Uno entra en ella a luchar, a triunfar, a perder, a ganar. Podemos encontrar un amor o un odio, una mujer o un policía de tránsito. Antiguamente, los policías de tránsito se escondían en las curvas tras las arboledas, tal como aquellos espías del cine mudo lo hacían tras las palmeras exóticas y lucían unas ojeras tan negras que hasta el boletero se enteraba que eran espías. Luego, algún tipo inteligente se dio cuenta que eso era una payasada y los hicieron evidentes y con aquellas gloriosas motors Harley Davidson que los volvieron épicos en sus veloces expediciones punitivas. Luego, vino el auto y el radar, pero las motos siguieron y ellos, en cuero, cada día se parecen más a los jinetes del Apocalipsis.

 

Como los mormones, como los cantores de las orquestas típicas y los candidatos presidenciables, le temen a la soledad. Siempre van de a dos. El lema de su escudo clama: un automovilista es un delincuente hasta que se pruebe lo contrario. De allí el miedo que nos ataca cuando un policía de

tránsito se nos acerca. Un automovilista siempre está en infracción. Es tanto lo que uno debe cuidar. Luces, frenos, espejos, aliento, etcétera. A su vez hay que cuidarse de los otros automovilistas, de los ómnibus escolares, de los ancianos, de Conaprole, de los peatones y, por si fuera poco, del semáforo desincronizado, del señalero y los pozos.

 

Y, claro, también de los policías de tránsito. Uno los ve acercarse y la sangre se le congela, un sudor frío le camina por la espalda y antes de que llegue hasta nosotros ya estamos aullando:

 

Sí. Sr. Juez. Lo confieso. Fui yo quien lo mató.

 

Nos provoca el mismo miedo que le teníamos al de Matemáticas. (Yo creo que los recluían entre viejos profesores). ¿No se han fijado cómo, ni bien aparecen en la carretera, se produce un embotellamiento? Los automovilistas los ven y se paralizan, se inhiben, se bloquean. No es más que verlos y empiezan a caminar a paso de tortuga, se tiran sobre las cunetas, les viene pánico de la raya amarilla. Nadie pasa a nadie.

 

Todos respetan a todos. Aquello ya no es una carretera. Es un convento. El que tiene a un camión delante se le pega, humilde y respetuosamente, como para pasar inadvertido. Y los que vienen detrás suyo se le ponen a la cola. Visto desde lejos, aquello parece un cortejo fúnebre donde el semirremolque hace de carroza, allá, perdido en el horizonte.

 

Pero ni bien el policía desaparece, empieza otra vez la lucha y ya no hay ni raya amarilla, ni cuneta que valga: ¡¡corre por tu vida!! Entonces aparecerá otro policía de tránsito y, délo por seguro, será a Ud. al que parará. En ese caso observe estos consejos:

 

Jamás le diga: Disculpe agente. No lo había visto.

 

Dígale: Me distraje un segundo. No sé cómo me pudo pasar.

 

Dígale: Yo me fijé bien antes. Me aseguré de que no venía nadie.

 

No le diga: A la velocidad que yo venía podía pasar veinte veces.

 

Dígale: Créame. Hace quince años que manejo y jamás tuve un accidente.

 

No le diga: ¡Vamos m'hijo! Conozco el Reglamento mejor que Ud.

 

Dígale: Sírvase. Aquí están mis documentos.

 

Jamás, pero jamás le diga: Y ¿por qué tengo que darle mis documentos?

 

¿Estamos en un país libre? ¿Para eso querían la democracia? Dígale: La verdad, agente, es que después de lo que me pasó con Ud., no sé cómo podré mirar a los ojos a mi correligionario y pariente el Dr. Juan Andrés Ramírez.

 

Por favor, jamás, jamás diga: Déle, sátrapa, ¡hágame la boleta y lo incendio con el ministro! ¡Esto no va a quedar aquí!

 

Porque, efectivamente, es muy posible que eso no quede allí. Ni Ud., ni el coche, ni la libreta, ni el policía. Sino que todos juntos irán al Estadio.

 

Cuque Sclavo

Cuque contraataca
Colección Humores - editorial Fin de Siglo
Montevideo, 1994

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