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Courtoisie premiado

La solidez en el aire

Se ha dicho muchas veces que la poesía es una forma de conocimiento. La desconfianza que suele inspirar esta idea tiene su origen en uno los rasgos distintivos de la escritura poética: casi nunca condesciende a argumentar sus afirmaciones; muy pocas veces ofrece pruebas de lo que sostiene. Lo que cada poema pide a su lector es que acompañe al poeta en un salto de la imaginación, una iluminación que traspasa la lógica y llega a rozar algo que antes no se sabía y que el poema sacó a relucir.

Este contrato entre supuestos poemas y sus respectivos lectores tiene varios problemas. Ante todo, no es tan fácil que un texto sea un poema, que ese salto se produzca y llegue a destino. Suponiendo que haya poesía de por medio, también resulta difícil que la sensibilidad del lector recorra el mismo camino que la del autor. De modo que se necesitan dos pequeños milagros para que el poema cante en el lugar apropiado: que el autor haya visto algo en la orilla opuesta; que el lector sea capaz de ver lo mismo o, mejor aún, que haya podido usar el poema para enfocar su propio sueño. En definitiva, el consenso que alcanzan algunas personas para ser reconocidas como poetas depende de la capacidad de persuasión que tienen sus intuiciones, una vez que ha logrado dar a éstas una expresión. Paradójicamente, este poder de convicción se logra apartándose del sentido común y también de aquello que ya ha sido canonizado como poesía.

Rafael Courtoisie (Montevideo, 1958) es una de esas personas que logran convencer a su lector de que han encontrado algo entre los ruidos de la vida y del lenguaje. La capacidad de Courtoisie para escribir poesía puede verificarse de manera creciente desde su precoz primer libro, Contrabando de auroras (1977), hasta la contundencia de Estado sólido (1996), que ha ganado con toda justicia el VIII Premio de la Fundación Loewe, una de las distinciones más importantes que se otorgan en España.

 

Recogiendo verdades. Es posible seguir con claridad el arco que ha ido describiendo la obra de Courtoisie entre el primero y el último libro. Ya desde sus mismos títulos, puede apreciarse la transición desde una voluntad lírica, quizá romántica, a una inteligencia que, en este último libro, parece circunscribir el campo de la atención a la materialidad de las cosas del mundo. Hay, también, un movimiento gradual desde el verso —que funciona casi siempre en sus poemas como un navajazo de sentido, un juego de luces intermitentes— hacia la prosa. Y además, una progresiva eliminación del yo e incluso del tú, para ir imponiendo una manera de hablar cada vez más neutra, más impersonal, donde los textos parecen escribirse por su cuenta, como si sucedieran inexorablemente y el autor no fuese otra cosa que un recolector de verdades que ya existían en el mundo pero estaban desperdigadas.

Lo admirable en Estado sólido es la consistencia ideológica y el parejo nivel de calidad de los veintiún poemas que lo integran. La coherencia del conjunto está dada por el hecho de que todos los textos participan de la misma voluntad de excluir la psicología y camuflar sus invenciones —los saltos de la imaginación poética— con una objetividad de apariencia científica. Se habla de la alegría como una sustancia gaseosa y de la tristeza como algo líquido; la soledad, la derrota y otros conceptos abstractos son descriptos como piedras, el amor de los locos es una vestimenta transparente. Inversa, curiosamente, cosas de materialidad ostensible como una pared o los metales son analizadas al mismo tiempo por lo que tienen de físico y lo que Courtoisie les descubre de espiritual o, si se quiere, de humano.

 

Riesgo a correr. Lo que rubrica el gesto de estar exponiendo un conjunto de certezas comprobables es el tono asertivo que Courtoisie le impone a casi todas las frases. Esta modalidad de la escritura supone un alto riesgo, porque exacerba la condición de indemostrable que tiene toda escritura poética. Y ese peligro sólo puede sortearse cuando el texto impone la necesidad de que lo que afirma sea cierto; porque es bello o porque ilumina de tal modo la imaginación del lector que éste reconoce de inmediato la pertinencia de lo que acaba de leer. Así este libro.

Pero, en verdad. Estado sólido no alcanzaría el grado de sutileza que ostenta si no hubiese una ironía secreta e intensa en su retórica de lo categórico que, contrario sensu, termina por imponer la duda más que una convicción autoritaria acerca de las cosas de las que se ocupa. El énfasis de algunas afirmaciones es tan grande que no puede dejar de reconocerse su carácter paródico. De modo que el sentido de necesidad que impone el libro no es la solidez física que parece proclamar desde el título sino la manera en que descubre la permanente fluctuación, de uno a otro estado, de todas las cosas.

En el reverso de su aparente tersura, en la saturación misma de su precisión verbal y su convencida elocuencia, esta voz que parece saberlo todo viene a imponer una duda resbalosa y metódica. Una incomodidad que el propio Courtoisie ya había expresado más llanamente en un poema de 1986: "Las cosas no son lo que son".

Un temperamento maldito podría preguntarse: "¿Para qué diablos, entonces, escribir todo un libro que dice lo mismo que ya se dijo en un solo verso?". A quien no quiera tomarse el trabajo de leer este libro para responder por sí mismo a esa pregunta, podría decírsele que la respuesta está en aquel verso: porque lo mismo no es lo mismo. En este caso, incluso, lo que parece lo mismo está, en Estado sólido, mucho más bellamente escrito. 

Cáscaras

 

Las cáscaras. Una cáscara, todas las cáscaras. La cobertura del gusano de seda; el capullo capilar de piel oleosa que envuelve el único par de alas, las alas evidentes, nunca vistas, del dromedario.

La corteza humana de la naranja, con su gruñido de poros macilentos: la cáscara que hace del caracol una fruta de lentitud perfecta; la cáscara de la ira, rojiza y creciente, delicada piel del bulbo al estrellar bajo la luna rara.

Desollar, pelar, quitar una capa de cebolla, desvestirse.

Todas las cosas del mundo son frutas que requieren perpetuarse, desarrollar sus jugos físicos, su perla o pulpa cartesiana.

Entre lo duradero y lo efímero se dispone una cáscara cuyos atributos son los de la frontera y el límite.

Perforar una cáscara o hablar a gritos, hacerse a un lado o desvestir un durazno, desollarlo en vida para, cuando se pudra, saciar la nada pudorosa con sus partes.

El sexo verde, abierto de un higo, la costumbre o glotonería que devora las cosas sin pensarlas, los moluscos bivalvos que abriendo y entregando el ánima desprecian la dureza que los sostenía, son extremos vivos de la cáscara, ejemplos maximales de su recia posibilidad y de su falla.

Todas las cosas del mundo son frutas que requieren exactitud para no rodar y despellejarse. Pues hay un árbol central en quien las piensa, sostiene y acaricia. Pero al dormir o enloquecer, el árbol se perfuma de otro mundo.

Cuando desnuda, la pulpa de un objeto malogra o dulcifica.

Leve bozo de pubis o durazno. Uva bruñida.

La cáscara preserva, finalmente, del delirio. Así el cráneo.

 

(de Estado sólido)

ESTADO SOLIDO, de Rafael Courtoisie. Editorial Visor, Madrid, 1996, 48 páginas.

Guillermo Saavedra

El País Cultural N° 367

15 de noviembre de 1996

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