Alejandro Michelena es un montevideano costumbrista y curioso. No
conforme con disfrutar del encanto de ciertos ámbitos y rincones
característicos de la ciudad, indagó con tenacidad las historias, los
rituales de los habitantes de los cafés más característicos, algunos ya
antológicos como el viejo "Tupí Nambá". Editorial Arca ha hecho una
redición de Los cafés montevideanos y también ha publicado,
recientemente, una nueva obra de Michelena: Más rincones de San Felipe y
Santiago.
—¿Cómo fue que se despertó tu curiosidad por la historia de los cafés?
—Surge, sin duda, de una costumbre bolichera. Fui habitué del viejo
Sorocabana de la Plaza Cagancha y en mis épocas estudiantiles, del
Sportman.
—¿Qué carrera seguías por aquel entonces?
—Estudié derecho dos años, y después "me torcí" como dice un tío mío.
Trabajé en muchas cosas: tareas administrativas, ventas, hasta confluir
en algún momento en el periodismo. Desde muy joven tuve un gusto por
esos lugares donde es posible el diálogo, el encuentro, el intercambio,
y esa costumbre me fue llevando a estudiar el pasado para ir conociendo
lo que había sido, justamente, la historia que nosotros por
circunstancias generacionales no pudimos conocer.
—¿Circunstancias que tuvieron que ver con hechos políticos o hábitos de
época?
—Por edad, no participamos del esplendor mayor de los cafés
montevideanos, que sí conocimos al investigar sobre ellos, o al hablar
con los viejos habitúes de lugares como el 'Tupí Nambá", el
"Montevideo", el Británico, y tantos otros que fueron realmente los
lugares —más que de encuentro cultural— de encuentro en todos los
sentidos, donde los montevideanos de las décadas del 20 y 30, ponían en
as ambla permanente todos los temas: desde la política a la literatura,
pasando por el deporte, por supuesto.
¿SOLITA?
—Los montevideanos hombres, porque raramente las mujeres asistían a los
cafés.
—En ese tiempo era un espacio masculino, había muy pocas mujeres que se
animaban a trasponer las puertas de un café. Una de ellas, la más
notoria en los veinte fue Blanca Luz Brum, causando el escándalo
correspondiente en aquella sociedad todavía provinciana.
—¿A cuál café asistía la poetisa? Imagino que no se presentaría sola.
— El "Tupí" era uno de los cafés que frecuentaba, allí tení su peña. En
el "Tupí"' había muchas peñas diferentes, las había de escritores, de
artistas plásticos, de teatreros, hasta de toreros en algún momento —eso
cuando todavía no se habían prohibido las corridas de toro. El libro va
más allá de los grandes cafés que hicieron época, también se ocupa de
pequeños recintos, como el clásico "Fun-Fun" del Mercado Central, o como
"Roldos", en el Mercado del Puerto y también incursiona en los boliches
de barrio, anónimos.
—¿Qué fuentes utilizaste para la Investigación?
—Este libro tiene detrás una labor bastante ardua, porque si en otros
temas es difícil investigar, mucho más en este caso sobre el cual no
existe prácticamente bibliografía, salvo los aportes de Aníbal Barrios
Pintos, que han sido fundadores. El resto de la investigación la hice
buscando casi al azar, a suerte y verdad, entre los viejos periódicos,
las notas que iban evocando a través del tiempo lo que habían sido:
cafés que cerraban, como por ejemplo, las notas de Mora Guarnido en el
diario "El Día", cuando era eminente el cierre del "Tupí Nambá" en el
año 58. El diálogo directo fue fundamental, una especie de investigación
de campo improvisada, hablé con decenas de viejos testigos,
participantes de peñas, fieles habitúes.
El resto fue a título personal, a través de la propia experiencia
bolichera, como el final del Sorocabana viejo, o lugares que llegué a
conocer como el viejo Jauja de Bartolomé Mitre. También asisto a los
nuevos "antros" de la noche que han ido surgiendo en tiempos recientes.
—Personalmente, ¿qué cosas te gustan de un café?
—Yo soy un poco clásico en cuanto al gusto por este tipo de lugares,
prefiero el café tranquilo, donde se puede conversar o leer o incluso
escribir, por eso estoy enojado con el actual Sorocabana, que ha tomado
un camino algo equívoco, a mi gusto, con sus noches totalmente dedicadas
a actividades musicales, a veces no del mejor nivel, exceptuando el
tango.
En realidad, quedan pocos lugares con las características que me
complacen en Montevideo. Cabe destacar el "Brasilero" en la Ciudad
Vieja, es todavía un remanso en medio del trajín estresante de la zona.
Después, hay que salir a los barrios para encontrar sitios como el Bar
Belvedere, allá donde termina Agraciada, con sus espejos y sus mesas de
mármol. Pero también es verdad que los boliches de barrio siguen siendo
todavía santuarios algo machistas. Pero en lugares como éste, u otros
bares de barrio de cierta importancia —no el boliche de esquina común—
ya hay un acostumbramiento de la presencia femenina, sin que cause
asombro. Porque la juventud ha cambiado, y en las nuevas generaciones se
han roto ciertas distancias.
—Tal vez se relacione con un tipo de desenvolvimiento de la vida
familiar: la mujer está en la casa, con los hijos, mientras el hombre
conversa un rato con los amigos del café, haciendo su vida social.
—En parte sí, el ámbito machista por excelencia que constituía el
boliche, permitía una sociabilidad sólo masculina en tiempos en que la
mujer naturalmente, quedaba en su casa (si exceptuamos las chicas del
Pigalle o el Chanteclair, que a altas horas de la noche aparecían por
los cafés de la Plaza Independencia).
Es verdad que hoy, gracias a la liberación femenina, el hombre ya no
busca dialogar sólo con otros hombres los temas que le interesan. Esto
explica, en parte, la pérdida de la costumbre de ir a un lugar neutral
como el boliche, para allí hablar ciertos temas o encontrarse fuera de
la rutina cotidiana.
MAS CAFÉ, MENOS ESTRÉS
—En tu libro has abordado muchos temas a partir de los cafés.
—Porque este libro aunque trata el tema de los cafés, tiene temas
subyacentes como, por ejemplo, cómo han variado las formas del encuentro
entre nosotros y cómo eran aquellos encuentros de nuestros padres y
abuelos. Ellos administraban su tiempo mucho más tranquilamente, con
mayor disponibilidad para hacer tertulia, para dedicar diariamente unas
horas a dialogar con los amigos del café sobre bueyes perdidos, o a
filosofar con ellos. Y estos señores tenían sus actividades y sin
embargo, teman tiempo. Este es un tema, el cambio de época y de la
ciudad. Por otra parte, el rescate de aquellos cafés históricos de los
cuáles el paradigma viejo fue el "Tupí", y el paradigma último fue el
Sorocabana, importantes como centros de actividad cultural, generadores
de ideas, de movidas, de inquietudes. Esto es verdadera historia y por
eso merecen que se escriban libros sobre ellos.
—En las ciudades del interior, ¿no se conservan mejor viejos cafés y
viejos hábitos?
—En el interior pasa algo parecido a Montevideo: por las penurias, los
embates sociales, han ido desapareciendo, o cambiando tanto que hasta
los recintos más tradicionales son ya irreconocibles. Por ejemplo, el
café "Oriental" de Minas, donde paraban Juan José Morosoli y también
Santiago Dossetti. Primero se fue modernizando, y luego desembocó en un
destino de supermercado.
Lo lamentable no es que desaparezca la costumbre de reunirse en los
cafés, seríamos torpemente nostálgicos si nos aferráramos a lo de antes
sin valorar lo de ahora. Lo lamentable es que Montevideo no haya sabido
conservar el ámbito estético y cultural, aunque fuese con nuevos usos,
de aquellos cafés tradicionales.
Recién ahora comienza a haber una inquietud por recuperar o preservar
ciertas identidades urbanas, gracias a la prédica de Arana y el grupo de
Estudios Urbanos, pero sin embargo, esta nueva corriente que ya tiene su
fuerza, no pudo lograr mantener el Viejo Sorocabana.
Más allá de que ese era un problema complejo, donde tendría que haber
habido voluntad propicia de todas las partes.
—Alguien comentaba que es muy difícil encontrar un lugar en que sirvan
un café verdaderamente rico. Argumentaba que las máquinas express
nuevas, lo queman y así el café siempre tiene mal gusto.
—Es verdad. Para tomar café rico, el Brasilero. Un ejemplo contrario a
toda esa depredación, donde gente joven se preocupó por restaurarlo en
un momento en que estaba por desaparecer, con un sentido
estético-histórico. Además, estos dueños que son jóvenes, han mejorado
el servicio. Algo que generalmente, suele dejar mucho que desear.
NOVELAS EN SERVILLETAS
—¿Es verdad que escribiste tus novelas —"Apartamento 108" y "El vuelo de
la oca"— en mesas de cafés?
—En parte fueron concebidas en un ámbito cafetero, y además en ambas, la
temática del café es una clave importante. Los personajes deambulan por
cafés que existieron —y otros imaginarios— que ofician a modo de
laberintos, para el encuentro consigo mismos o el desencuentro. Ni más
ni menos, lo que nos ha pasado a muchos, también al autor en la vida
real. Pero, la escritura en sí no ha tenido como centro el ambiente de
café.
—Tu nuevo libro, "Más rincones de San Felipe y Santiago", ¿pretende
completar tu mirada a los barrios?
—Más rincones no pretende ser una continuación de Rincones de
Montevideo, es otra recorrida, diferente porque toca lugares no tenidos
en cuenta en el libro anterior. Toma los barrios inéditos y no
prestigiosos, como Jardines del Hipódromo o Carrasco Norte, o Casabó. Y
además, es diferente porque la intención fue, aún en lo estilístico, que
tuviera más matices que el otro, que pasara de la evocación a la
descripción, de lo poético a lo narrativo que además no se quedara en lo
histórico o en lo actual, sino que también —como en el caso de la plaza
Cagancha— planteara perspectivas hacia el futuro.
Hay continuidad, pero no continuación entre ambos libros. Además
incursiono por Buenos Aires, muy fugazmente.
—¿Por qué elegiste el antiguo nombre de la ciudad, el que le puso
Zavala? Tiene reminiscencias onettianas, vendría a ser lo que Santa
María a Buenos Aires.
—En parte fue para no caer en redundancia con el libro anterior, pero
hice de todos modos la referencia para pescar a los viejos lectores.
Además me gustó rescatar a través de ese nombre, un pasado, símbolo del
encuentro entre pasado y futuro. Esto es posible, lo demuestra la
construcción de la Peatonal Sarandí. Algo que se puede llegar a dar, en
una ciudad equilibrada que crezca sin desmesuras, rescatando y
recuperando sus perfiles, no como museo, sino como cosa viva. |