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Sobre la filosofía, la identidad y la literatura latinoamericanas

Marcia Collazo Ibáñez 
collazomarcia@gmail.com

El poeta cubano Roberto Fernández Retamar narra que en 1971, un periodista europeo le preguntó: “¿Existe una cultura latinoamericana?”, interrogante que le sonó a algo así como “¿Existen ustedes?”. La respuesta de Fernández Retamar estuvo dada a través de un libro: Calibán o Apuntes sobre la cultura de nuestra América[1]. Ciertamente, parece evidente que poner en duda nuestra cultura es dudar de nuestra propia existencia, porque ¿cómo dejar en suspenso a la una sin condenar a igual destino a la otra? Este artículo tratará, en congruencia con las líneas iniciales, de interrogantes: ¿puede hablarse de un pensamiento latinoamericano como posibilidad de un discurso propio sobre el mundo? ¿Puede hablarse, desde igual punto de partida epistemológico, de una identidad y una literatura latinoamericanas? Y ante todo: ¿es lícito plantearse semejantes preguntas, que acarrean inevitablemente una sospecha de negación o, en el mejor de los casos, de mutilación?

¿Aventuraremos una respuesta? No ciertamente desde aquí. La intención no es contestar –tentación siempre presente pero en todo caso inconducente a nuestros fines- sino en todo caso problematizar el hecho mismo de las preguntas, desde la perspectiva de la historia de las ideas en América. El abordaje metodológico estará dado en el sentido de considerar a la idea literaria, no como idea concepto –acerca de la cual no es posible predicar, negar, afirmar o sugerir nada, dado su estado de abstracción o pureza-, sino desde la más concreta, posible y humana idea juicio, formulada desde un determinado sujeto del pensar que la crea y la comunica, la carga de sentido y le da, por así decirlo, un lugar en el mundo[2].

Paradójicamente, en un continente que se lacera a sí mismo dudando continuamente sobre su valía y sus posibilidades de autenticidad –y esto ocurre particularmente en el ámbito filosófico-, nunca parece haberse puesto en duda la cuestión de su capacidad de creación literaria, sencillamente porque ésta se impone por sí misma, con la rotundidad de su ser en el mundo. La literatura latinoamericana está ahí, como una realidad plenamente palpable de la que no es posible dudar.

Podríamos también preguntarnos si hay un americanismo literario, en el sentido de un discurso que dé o haya dado cuenta de nuestros más hondos problemas y utopías. La cuestión se vincula de modo casi obligado a la identidad de nuestros pueblos y a las ideas enmascaradas o subyacentes en ese concepto, tales como la negación de las alteridades y la unidad en la diversidad, la dependencia externa –y eterna-, la estéril persecución del arquetipo occidental europeo en nuestras formas de pensar, ser y sentir, la desigualdad de clases y de etnias, la fragmentación, el abuso y la injusticia, la pobreza y la opresión.

Sin embargo –reiteramos- en medio de tal entrecruzamiento, la existencia y originalidad de la literatura latinoamericana no parece haberse negado jamás, al punto de que Arturo Ardao[3] ha expresado que “las características que rodean al universal reconocimiento en nuestros días de la literatura latinoamericana, tendrían que ser aleccionantes en el campo de la filosofía”, especialmente si se tiene en cuenta que desde esta disciplina se ha puesto en tela de juicio la posibilidad de desarrollar un genuino pensamiento propio. Así, Augusto Salazar Bondy ha expresado que no habrá verdadera filosofía en América mientras exista situación de dependencia. En contraposición a ello, Leopoldo Zea manifiesta que el pensamiento filosófico es inherente al ser humano dondequiera que éste se encuentre, y se despliega más allá de cualesquiera circunstancia por el solo hecho de poseer ese ser un logos (concepto que abarca la razón y el verbo). Tal debate sobre la posibilidad y la naturaleza de la filosofía y del pensamiento latinoamericano, ha insumido todo el trayecto histórico que va desde la independencia política del continente hasta nuestros días.

Frente a ello, la vasta producción literaria latinoamericana se despliega con fuerza arrolladora ya desde la época colonial, con su carga de recreaciones y significaciones culturales, prescindiendo olímpicamente de las disquisiciones de seres que en el terreno filosófico –y en muchos otros, agregamos- se preguntan ni más ni menos que por su derecho al verbo[4].

Siguiente interrogante: ¿Por qué la literatura puede sobrevolar con tan inusitada fuerza nuestras propias negaciones como americanos e instalarse por sí y ante sí en la creación universal?

Se ha dicho muchas veces, desde los más diversos ámbitos del pensar, que en todo caso la filosofía americana no es universal, sino regional o particular. Leopoldo Zea ha señalado al respecto que, según ese criterio, particulares son también todas las “otras” filosofías: la alemana, la francesa, la española y la griega. Lo verdaderamente universal es precisamente el pensamiento humano y sus interrogantes acerca de los grandes problemas que aquejan a la humanidad; problemas que se presentan históricamente, es decir, instalados en determinado tiempo y espacio. Lo que ese ser piensa sobre sus particulares circunstancias, esto es lo universal. Más allá, por tanto, de una afirmación apresurada que se presta a innumerables equívocos y prejuicios, lo que se pierde de vista -y se pierde a veces irremediablemente-, es el eslabón oculto, subterráneo, subyacente, que por medio del logos conecta nuestro ser más hondamente creador –literario, poético y filosófico- con el ser de cualquier sujeto histórico en cualquier tiempo y lugar. Ni existe un saber objetivo, puro y desinteresado, ni el mundo puede ser pensado como algo fijo o estático, sino en continuo cambio y devenir.

Pero el ser humano parte siempre de sí mismo y de su entorno a la hora de crear, y en ello reside justamente la universalidad de la creación. La búsqueda de respuestas lo lleva a significar su realidad, ordenándola para aprehenderla y para apoderarse de ella, con arreglo a   propia voz interior. En ese proceso fatalmente elige, selecciona y relata  ciertos hechos, ideas e impresiones, haciendo emerger determinadas significaciones y relegando otras al olvido.

Si podemos conmovernos hasta las lágrimas con el discurso de Antígona ante Creón, o compartir la oleada de venganza sangrienta que embargó a Clitemnestra contra su bárbaro –aunque griego- marido, no es porque las esencias humanas permanezcan eternas y estáticas en todo tiempo y lugar, sino porque sólo a través de nuestra propia y particular vivencia y experiencia humana concreta, en determinada realidad histórica, nos es posible significar y resignificar otras vivencias y experiencias, otras narraciones, otras ideas, por alejadas que puedan parecer de nuestro propio acontecer histórico y ontológico.

Las particularidades de la literatura latinoamericana quedan expuestas en su inmensa riqueza por las mismas razones ya apuntadas: porque la conmoción artística se instala en los sujetos del pensar cuando los datos de su realidad se desploman sobre ellos, abrumándolos desde su misma belleza, tragedia, injusticia u horror. Y ello le ocurre –y no podría dejar de ocurrirle desde que se halla inmerso en el mundo- al escritor o la escritora, a la poeta o al poeta latinoamericano.

El encuentro entre historia y ficción, imaginación y utopía[5] produce una suerte de reelaboración del tiempo, un tercer tiempo colocado entre el mundo fenomenológico y el cosmológico, propiamente humano e intrínsecamente creador, cargado de simbolismo por cuanto aúna mundo y conciencia, alma y circunstancia, intelecto y materia, lo real de la historia y lo posible de la imaginación. Y los aúna en una estructura nueva de sentido, narrada por y para nosotros mismos. Esa comprensión de sentido supone una red narrativa tejida por individuos y por comunidades, tan ficcional como real, puesto que se desenvuelve en el ámbito de lo concreto presente y en el de lo construido, pensado, imaginado. En suma, en y desde lo creado.

De modo que la literatura no puede prescindir ni de las determinaciones sociales e históricas ni tampoco del vuelo libre e inapresable de la creación intelectual, que por medio del incesante juego de las violaciones, las rupturas y los intersticios abiertos en el horizonte cultural, inaugura nuevos e inquietantes haces de significados.

El arte es el símbolo, el resultado y el vehículo de la creatividad humana, pero su función primordial es esencialmente liberadora, por cuanto permite expresar la inquietud ontológica o la pregunta por el ser, por los bordes del ser que yacen en la penumbra de lo que se deconstruye, por la promesa y el proyecto de un futuro enmarcado en una utopía casi siempre formulada en términos no inocentes, y por lo mismo cargados de los más hondos y ambiguos significados.

De esa manera el arte, y dentro de éste, la literatura, se enlaza con la magia y con el poder mítico y transformador del relato. Desencadena visiones vinculadas a los más profundos temores, inquietudes, dolores y esperanzas del ser humano. Pone en juego nuestra misma capacidad de reacción ante el mundo, a través de su significación narrada.

Toda creación literaria es esencialmente interpretación del y de los mundos, del conocido y de todos los que puedan concebirse o imaginarse. Por ello es también filosofía, aunque ya Borges haya dicho que la filosofía es una forma de literatura fantástica. La literatura desmantela todo discurso y es capaz de reconstruirlo no por la eterna pregunta acerca de las causas últimas de las cosas (que se arroga la filosofía), sino por su irreductible tendencia al desmantelamiento del orden aparente, por su apuesta continua a la deconstrucción de lo dado, por su incesante violación de las reglas del lenguaje y de los códigos de interpretación institucionalizados y ritualizados.

Y lo es, además, porque supone siempre intimidad humana puesta al descubierto, profundamente enigmática y aparentemente inaccesible. En ese juego de acercamiento y lejanía, de mismidad y otredad, de captura y de huida, se desenvuelve el ser de la creación literaria.

Dice Gadamer[6] que toda auténtica obra de arte encierra multiplicidad infinita de significados e interpretaciones. En ello reside justamente su valor creador y su capacidad de conmoción de lo humano.

Pero ¿puede relacionarse esa riqueza hermenéutica con determinados rasgos identitarios? O, dicho de otro modo ¿recoge la literatura latinoamericana los caracteres de eso que llamamos identidad, como narración de sí y como encuentro de lo propio a través de la alteridad?

Para muchos teóricos, la relación de la literatura latinoamericana con la identidad es un fenómeno característico de ésta. Si se coincide, por ejemplo, con el filósofo y poeta cubano R. Fernández Retamar[7] en que el mestizaje no es en América el accidente sino la esencia –y por mestizaje debe entenderse aquí mucho más que el simple cruce genético- parece obvio que la literatura no ha escapado a esa cuestión, convirtiéndose en una fuerza creadora que toma y asume la complejidad de ese mestizaje cultural, político, social y económico, aunque tal asunción está lejos de ser uniforme y pacífica, porque la idea literaria americana, al igual que el resto de las ideas, se enfrenta de continuo a sus propios demonios negadores y a las fuerzas centrífugas que la circundan.

Y se dan así impulsos que tienden a sacar a la literatura del contexto americano, insertándola en el más extendido fenómeno de la globalización, o que pretenden parcelar el terreno, yendo en pos de los cánones europeo-occidentales de creación artística, en desmedro o en rebeldía frente a los más propiamente americanos, o al revés, proclamando con mal disimulado chauvinismo la difusión mundial de un Borges o un Cortázar. Claro que ello no puede significar la caída en el paralogismo de negar la riqueza de toda influencia externa por el argumento a contrario. Y menos puede significarlo en América Latina, que entre los muchos elementos de que se compone, es una tierra forjada por descendientes de europeos –aunque esos europeos hayan caído después en el olvido de lo que un día fue para ellos el refugio de su utopía, tal como el mismo Hegel[8] expresa cuando proclama que América está fuera de la historia, pero que puede aguardarle un venturoso destino-. Al establecer tales forzadas clasificaciones cuyo solo patrón es la medida de lo que entendemos circunstancialmente por razonable o valioso, caemos en el peligro de despojar a nuestro ser de sus propias posibilidades de creación y de transformación, de sofocar su verbo en aras de una pretendida jerarquía escatológica en la que nos dejamos deslumbrar a priori dictados por el viejo arquetipo occidental, erigiéndolo ingenuamente en “modelo de modelos” de ser y estar en el mundo.

Por último, una breve referencia al lenguaje -esa morada del ser como lo expresa Heidegger[9]-. Tal vez el más importante elemento unificador de nuestra literatura sea la lengua, no solamente como vehículo discursivo o instrumento de comunicación –que lo es en un sentido básico-, sino además como parte constituyente de la comprensión del mundo, de la cultura y el ser latinoamericano. Esencial factor de unidad que se impone por sobre las constantes fragmentaciones caleidoscópicas de nuestra realidad política, económica, social y étnica. Lengua española que sobrevuela las lenguas y dialectos regionales, no ahogándolos sino oficiando de lazo subsidiario vertebrador, que determina la designación de los entes del mundo y que participa también, ella misma, de nuevas resignificaciones, al sufrir cambios, adiciones y supresiones constantes, en ese juego de espejos y de signos que es la obra literaria, tan profundamente transformadora del mundo. Desde esta concepción, la lengua y con ella el mundo que podemos aprehender y hacer nacer, no se vislumbra como un mero instrumento de mediación entre entes, sino como verdadero hallazgo de las posibilidades infinitas y todavía inexploradas del ser latinoamericano en su más auténtico sentido creador.

Queda por responder, aún, cuál es el lugar de la filosofía latinoamericana en ese contexto, y cuál su relación con la idea, la identidad y la literatura de América Latina. La serpiente que se muerde la cola no escapará, como imagen y como desafío, a esa circularidad hermenéutica que, con nuestro consentimiento o sin él, nos reclama.

Notas:

[1] Fernández Retamar, R. (1971) Calibán. Apuntes sobre la cultura de nuestra América. Ed. La Pléyade. Bs. As.

[2] Es el filósofo español José Ortega y Gasset quien formula la ya clásica distinción entre la idea concepto y la idea juicio, esta última como verdadera, única y real posibilidad de existencia de un pensamiento. La corriente del existencialismo orteguiano pasa a América a través de la obra y la acción de los transterrados españoles, entre ellos José Gaos y Luis Recasens Siches, y tendrá gran influencia en los primeros planteos acerca de la autenticidad de la idea latinoamericana.

[3] A. Ardao (1987) La inteligencia latinoamericana. F.C.U. Montevideo. Ha sido Ardao, no sólo en nuestro país sino en toda América, uno de los pensadores que realizó los más valiosos aportes para el rescate histórico de la genuinidad de la idea latinoamericana en los más diversos enfoques disciplinarios.

[4] Zea, Leopoldo (1969) La filosofía americana como filosofía sin más. México. S. XXI.

[5] Desde la filosofía y la historia de las ideas latinoamericanas se ha señalado reiteradamente la particular función de la utopía en América, ya no como evasión de una realidad dada, sino a través de la significación de nuestro continente como Nuevo Mundo, tierra de promisión, de oportunidades –esto desde la óptica del inmigrante que ve en América lo que Europa debe o debió ser-, y también como posibilidad histórica y ontológica de cambio –desde el enfoque revolucionario hispanoamericano, primero, hasta los desarrollos filosóficos más actuales, entre los que se encuentra la filosofía de la liberación y la idea de América como lo que puede o debe ser. También en esta dimensión cabe situar a la literatura latinoamericana, tan cargada de símbolos que transcurren de continuo entre la realidad y la imaginación, la utopía y la magia.

[6] Hans Georg Gadamer. 1997 y 1994. Verdad y Método I. II. Salamanca, España. Ed. Sígueme.

[7] Fernández Retamar, R. 1873. Calibán. Montevideo. Ed. Aquí testimonio.

[8] En Fenomenología del Espíritu (1987, F.C.E., México) expresa Hegel que, aunque América se halla aún fuera de sí –o sea, fuera de la historia, por no haber logrado adquirir conciencia de la libertad en sí y para sí-, está llamada a desempeñar un día algún papel relevante en la historia de la humanidad, de acuerdo al desenvolvimiento del espíritu universal.

[9] Martín Heidegger (Ser y Tiempo, 1927, 1967, Halle, Alemania) establece nuevas bases filosóficas para la comprensión histórica, en base al retorno a la ontología del ser. En la comprensión se manifiesta la cosa misma, no su significado. A través del lenguaje, que forma parte intrínseca del ser, no nos dirigimos a la cosa, sino que esta sale a nuestro encuentro. Por eso el lenguaje crea el mundo y somos creados por el lenguaje. Es nuestra casa porque habitamos en él, y todo lo que designamos forma parte indisoluble del logos. Resulta interesante vincular este planteo con el problema de la literatura latinoamericana.

Marcia Collazo 
collazomarcia@gmail.com

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