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Perú o el resplandor secreto.
Cuarta parte: Reflexiones en torno a Machu Picchu: ¿101 años de qué?

Marcia Collazo Ibáñez 
collazomarcia@gmail.com

 

Entonces en la escala de la tierra he subido
entre la atroz maraña de las selvas perdidas
hasta ti, Macchu Picchu.
Alta ciudad de piedras escalares,
por fin morada del que lo terrestre
no escondió en las dormidas vestiduras.

Pablo Neruda. Alturas de Machu Picchu

Cuando viajaba hacia Machu Picchu, por la escarpada senda de los riscos y las montañas peruanas, no podía creer lo que mis ojos presenciaban. No cada kilómetro, sino cada metro que avanzaba la camioneta que nos transportaba, nos traía en oleadas las visiones fantásticas de una tierra que parece hecha, verdaderamente, por dioses y para dioses. Montañas hasta donde alcance la mirada, hacia arriba, hacia abajo, y más allá. A lo lejos, los picos de las más altas cadenas de los Andes, coronados por sus nieves eternas, a las que planta humana jamás ha tocado, o al menos, si lo hizo, no ha vivido para contarlo. Y más cerca, en nuestro derredor, por todos lados, laderas y laderas de montañas, algunas perfiladas casi a pico en sus estribaciones de verdores y de torrentes tumultuosos que dejan caer, con impávida furia, la espuma de las más blancas y puras aguas que la naturaleza haya podido crear. Perú es el esplendor de la tierra y del cielo, o por mejor

Machu Picchu

decir, el resplandor. Todo brilla en ese mundo, desde el agua que salta en los ríos impetuosos, hasta la roca a la que el sol o el río arrancan su destello. Brillan las hojas de las plantas selváticas, y brilla el mismo polvo, convertido en materia incandescente, cuando lo roza el sol, que allá parece calentar mucho más, como si evidenciara en la potencia viva de sus rayos, que realmente es el dios coronado, el Inti supremo, hacedor último del mundo y sus criaturas, porque alumbra la tierra y le hace nacer el fruto. Pero además, la ruta a Machu Picchu estremece y asusta, espanta en ocasiones, con sus alturas de más de tres mil metros que parecen descender en línea recta sobre un valle del cual no vemos nada más que una cinta delgada, de color gris plateado, allá en el fondo -el río-. Más de una vez, sobre todo si uno viaja del lado del abismo, no logra ver el borde del camino, y en en realidad es mejor que no se vea, porque las vallas y las contenciones son más bien escasas, por no decir inexistentes, al menos en los últimos kilómetros de la ruta que conduce a Aguas Calientes (tramo que se hace eterno en esas condiciones) y el vehículo transita al borde mismo de una calzada de tierra que amenaza a cada instante con desmoronarse. No es imaginación del viajero, en todo caso, lo del eventual desmoronamiento, ya que no solamente uno ve a cada paso grandes máquinas excavadoras que están intentando recomponer y allanar el terreno de una senda que, con mucho, tendrá unos tres metros en promedio de ancho, sino que cada tanto aparecen carteles con el no muy tranquilizador mensaje: Peligro de derrumbe. Entonces el viajero se inclina hacia adelante, para observar ansiosamente el camino, y comprueba más de una vez que, en efecto, la carretera está sembrada de piedras de pequeño o mediano tamaño que, a juzgar por su abundancia, habrán caído no hace mucho. Abismos de montañas por un lado, surcados por valles serpenteantes; y paredes a pico por el otro, allí donde el ser humano ha tenido que arrebatarle a la montaña un poco de lugar para trazar una senda o ruta que siempre es provisional, precaria e insegura.

A mitad del viaje, en ocasión de tener que atravesar uno de los numerosos torrentes que se desploman sobre la carretera y la cubren de agua hasta media rueda del vehículo, el conductor se detuvo. Todos miramos. Atravesó a pie el área inundada, mojándose por lo menos hasta los tobillos, rumbo a unas grandes piedras que se colgaban apenas del abismo. Allí, sacó una botella de licor, o de vino, y la rompió contra la roca. Cuando regresó a la camioneta, le preguntamos qué acababa de hacer.

-Es una ofrenda para la Pachamama -respondió. -Para que nos deje pasar -agregó, con toda naturalidad.

En el interior del vehículo cundió un silencio ominoso. Creo que en ese instante la Pachamama se me apareció, como fuerza magnética descendida desde el pulso vital de las montañas, que parecen girar y desplazarse a medida que el vehículo avanza, y empecé a aprender a respetarla.

Con todo, los tiempos, afortunadamente, han cambiado. En el año 2012 se cumplieron cien años del ¿descubrimiento? de Machu Picchu. Cuenta el norteamericano Hiram Bingham, su descubridor "oficial", en su magnífica obra La Ciudad Perdida de los Inkas -libro verdaderamente recomendable-, que "el camino era ahora tan malo, que sólo con grandes dificultades podíamos obligar a nuestras mulas a seguirlo". Y en otro pasaje narra que "mientras seguimos la leve y pequeña senda a través de las quebradas tributarias del río Pampaconas tuvimos que hacer insólitas ascensiones y bajadas. Dos veces debimos cruzar las corrientes del río sobre puentes primitivos que consistían en sólo unos cuantos troncos amarrados que descansaban en resbaladizos peñascos". Es cierto que las cosas han cambiado; incluso se puede llegar a Machu Picchu en tren, desde el Cusco, prácticamente sin correr ningún riesgo. Pero desde los tiempos de H. Bingham acá, las montañas persisten (como lo han hecho y lo seguirán haciendo antes y después de nosotros), y persisten los ríos que en época de lluvias se desbordan en rugientes cascadas que corren sobre peñas colosales; y persisten las neblinas que impiden ver el borde mismo de la ruta; y persisten los aludes que esas lluvias provocan, y que el año pasado, sin ir más lejos, se tragaron varios kilómetros de carretera. Es la naturaleza en su esplendor; pero lo más interesante, es el proceso de adaptación a ella que llevó a cabo el ser humano en un periplo vital que le insumió sus buenos tres mil años. Proceso que, creo, no ha sido suficientemente analizado, por lo menos desde el punto de vista antropológico-filosófico por los historiadores y pensadores actuales, desde esa área que podría definirse como el vórtice en que se encuentran y convergen la historia de las ideas, la antropología y, como base de todo, el inmenso caudal de la filosofía, de la cual dijo Vaz Ferreira en su famosa parábola sobre el témpano y el agua, que no es otra cosa que el agua del océano, es decir de la vida y del pensamiento; el agua que rodea el témpano; de lo cual viene a resultar que el témpano, es decir, la ciencia, no es otra cosa que filosofía solidificada. Y véase de qué modo la reflexión sobre el Perú y su naturaleza nos lleva a interrogarnos sobre sus circunstancias vitales, y de qué modo también, la ofrenda a la Pachamama, realizada por el conductor de nuestro tour, linda en los bordes, no ya de la religión ni de la mitología, sino aún de la lisa y llana meditación filosófica.

En Perú el mundo no es otra cosa que un aluvión de naturaleza indómita, imponente en su elevación arisca, indescifrable en su multiplicar de panoramas que desafían continuamente las posibilidades físicas del ser humano; que lo empequeñecen, lo aplastan bajo el peso de ese aluvión de paredes de piedra, de honduras abismales, de alturas que quitan el aliento (literalmente) y que parecen sembrar siempre de obstáculos el desplegar vital de hombres y mujeres. La naturaleza allí está continuamente rebelándose, o mejor dicho, haciéndose sentir. Cuando llueve, la montaña se transforma de temible en tremenda, en espantable incluso. Cuando llueve, los ríos rugen y las bocas de la piedra dejan pasar torrentes que caen ciegos y sordos y bravíos, arrollando a su paso todo lo que se interponga. Son torrentes que socavan la piel de montaña, y le desencadenan aludes de los que precipitan todo tipo de piedras hacia el fondo: desde las más pequeñas hasta masas informes de varias toneladas. Se dice que el peruano es un trabajador infatigable, y sin duda lo es, pero es que, en el fondo, ha debido asumir el desafío de pelearle perpetuamente a la montaña su existencia. Así también, la organización entera del imperio incaico (acoto aquí que algunos historiadores ponen en entredicho el término imperio para referirse a ellos, por razones cuya exposición trasciende el tema de este artículo) parece girar en torno a la naturaleza y, no digamos ya su dominio, sino su conocimiento, apuntando a la armonía y a la convivencia, y al desarrollo de estrategias de uso y aprovechamiento de esas condiciones naturales en beneficio humano. Pero la naturaleza también fue utilizada para precaverse de enemigos.

¿Es cierto que Machu Picchu jamás fue descubierta por el conquistador español? Esta es una pregunta que amerita múltiples respuestas, y ninguna de ellas será concluyente; una de ellas es, sin duda, la de que al español le habría sido literalmente imposible avanzar más allá de cierto radio en las montañas (y lo habría hecho, de haber podido, ya que se perseguían los cuantiosos tesoros que los incas habrían sacado del Cusco). Además, los incas destruían los pasos, puentes y caminos que podían ser utilizados por el conquistador. Otra de las respuestas es que nadie, jamás, dejó indicios que pudieran conducir a Machu Picchu ni quiso revelar su existencia. Todavía en el Tahuantinsuyo se respeta y se venera la memoria de los incas, bajo todas sus formas. Y todavía, también, se guarda un rencor bien palpable contra la conquista española; no contra su cultura, ya que ésta fue asimilada en un proceso de quinientos años, al menos por una buena parte de la población; pero sí contra el símbolo del abuso y el despojo que significó la cruz española. Y traigo a colación la cuestión de la cruz porque nuestro guía en Machu Picchu, nos dijo en un momento de la travesía, encaramado en un muro de piedra, detrás del cual se abría el abismo: Si esta ciudad hubiera sido descubierta por los españoles, allá (y señalaba el promontorio del Huayna Picchu) habría hoy una cruz española.

Otra de las respuestas es, sin embargo, que Machu Picchu fue conocida desde siempre, al menos por los lugareños (reconozcamos que el sitio no queda a la vuelta de la esquina) y que, según afirma el historiador peruano Luis Lumbreras, fue saqueada durante todo el período colonial sin mayor resultado. Lo que hizo Bingham, entonces, fue su "lanzamiento mediático", al enterar al mundo en 1912 de su existencia, a través no solamente de su glamoroso libro, digno por lo menos de un Indiana Jones de carne y hueso, sino también por la mediación y los auspicios de la Universidad de Yale y de la National Geographic Society.

Queda, con todo, lo que debe quedar: el encanto y la imponencia y la magia de una ciudad sagrada, que fue utilizada como santuario por las clases más altas de la sociedad inca, en diversos períodos de su historia y bajo diferentes concepciones. Se estima que su antigüedad data del 1300 d.c, y que fue construida por Pachacutec, el más poderoso soberano inca que haya reinado en el Tahuantinsuyo (1438 - 1471). Nace, así, en el momento de mayor esplendor del imperio, hasta que transcurridas unas generaciones, parece haber sido abandonada en forma repentina. El sitio de su construcción fue cuidadosamente elegido, no solamente desde el punto de vista defensivo sino también desde el espiritual; en efecto, la cadena de montañas en las que se erige, nace en el Salcantay, la montaña nevada o espíritu mayor, y termina en el Huayna Picchu. El término Salcantay es de por sí elocuente: está compuesto por la palabra Salka (huraño o salvaje) y la palabra Antay (aludes o celajes). Montaña fiera, entonces, bravía y arisca, perdida entre celajes de brumas y de nieves, y paridora de peligrosos aludes. Pero es también la residencia del Apu, o gran Señor, espíritu principal. Por su parte, el Huayna Picchu posee también importantes restos arqueológicos incas, cuya construcción debió haber sido muy peligrosa, al punto de que se hace casi imposible imaginar cómo se las arreglaron para colocar las piedras de algunos tramos de escaleras, que caen en línea recta hacia el abismo. Desde allí se divisa el Salcantay, con sus cumbres nevadas, como si se tratara de dos sitiales sagrados, puestos uno frente al otro. Machu Picchu es, en suma, un tesoro de piedra que, por muy saqueado que esté a estas alturas, importa por lo que significa para seres humanos de cualquier tiempo, espacio y condición. Simboliza la eterna lucha entre el hombre y la naturaleza, y la también eterna búsqueda de lo espiritual, que parece estar siempre más y más allá de los límites que podemos suponer. Machu Picchu es, como lo dijera el poeta Pablo Neruda, "una espada envuelta en meteoros".

Hoy la ciudad no habla por la boca de quienes la poblaron, y está tan invadida de turistas que corre serio peligro de sufrir daños tal vez irreversibles. Y sin embargo sigue siendo, tal como lo expresó Neruda,

"una permanencia de piedra y de palabra: la ciudad como un vaso se levantó en las manos de todos, vivos, muertos, callados, sostenidos de tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe de pétalos de piedra: la rosa permanente, la morada: este arrecife andino de colonias glaciales".

Ver:

Perú o el resplandor secreto - Primera parte: Narrar para no morir

Perú o el resplandor secreto - Segunda parte: El eco de la inmortalidad

Perú o el resplandor secreto - Tercera parte: La narración y sus laberintos

 

Marcia Collazo 
collazomarcia@gmail.com

Publicado, originalmente, en "Bitácora", de la Agencia Uruguaya de Noticias Uy.press - Montevideo

2 de enero de 2014

http://www.uypress.net/uc_47611_1.html

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