El desarme

 
La clientela del boliche de mi padre, "Los dos frentes", en la proa de las calles Yerbal y Camacuá en el Bajo montevideano, era mucha y variada, pero nunca dio ningún dolor de cabeza, pues como todos saben frente a la proa de nuestro negocio estaba la segunda seccional de policía que era un calmante rápido para la gente nerviosa. Voy a empezar recordando a un militar que tenía el grado de teniente, y venía de visita al Bajo cuando estaba un poco embriagado. Era muy simpático, su apellido comenzaba con la letra G, tenía una mancha en la cara de esas que llaman antojo, y no creo haberlo visto nunca en estado normal. Venía siempre uniformado, y daba la sensación que las mujeres del Bajo tenían atractivo para él, solamente cuando había ingerido alcohol. Habíamos hecho buena amistad, y se había ganado mi confianza, porque un militar no podía entrar a un lenocinio armado, y para hacerlo dejaba el sable en mi negocio, con su correspondiente cinturón de cuero. Pero el alcohol no lo dejaba razonar y se planteaban con su sable escenas bastante cómicas. Me divertía. Muchas veces pretendía entrar en un prostíbulo, y se olvidaba que tenía el sable puesto, pero las meretrices sabiendo que en esa forma no podían recibirlo, lo obligaban a dejar el arma en mi negocio. Botija . . . ¿ me tenés el sable ? ¡ Cómo no, mi teniente ! El teniente salía a la calle para volver a los 10 segundos y decirme: ¿ Botija me das el sable ? Y esta escena se repetía varias veces en pocos minutos, y entre que teneme el sable y dame el sable, llegaba un momento en que teniéndolo puesto me lo reclamaba. El alcohol lo ponía inquieto o nervioso, y solo lograba cierta calma cuando el sable descansaba debajo de mi mostrador por lo menos media hora. Había encontrado a la chica de su agrado. Volvía a tomar una última copa, retiraba su sable y no volvía por quince días. Como era un hombre alto, y bien parecido, tenía buena aceptación entre las mujeres de ese ambiente, aunque debo suponer que pagaba religiosamente su cuota de amor. Una vez vino vestido de civil y las damas amigas sufrieron una desilusión terrible; la ropa de calle le quedaba muy mal. Al verlo una de las más confianzudas le gritó: Ché teniente, no vengas mas de particular que te rebajo de grado. Ese día también entró a mi boliche y la fuerza de la costumbre le hizo decir: Ché Botija . . . ¿me tenés el sable?

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