Pola
(El Regreso)
María Magdalena Ceol

Siempre que tocaba la cara de león de bronce reluciente como el oro, en la altísima puerta de roble, con ángeles esculpidos que sostenían aldabones, recobraba aquellas sensaciones que signaron muy tempranamente mi existencia. Subía dos escalones de mármol, entre mayólicas verdes labradas que cubrían parte de las paredes del zaguán y accedían a un patio cerrado por un vitreaux de colores intensos que representaban flores exóticas en medio de pavos reales circundados por tentadoras manzanas. En ese espacio convergían varios cuartos. En el primero se dibujaba la silueta de una mujer con un fluido vestido de lienzo blanco. Mecía una cuna y susurraba canciones. 

La niña creció junto a su madre y absorbió una realidad que pronto hizo que se expresara y razonase como adulta. 

En la calle paraba un carruaje del que bajaba un hombre de galera y bastón. Entraba a la casa.

-¿Está el almuerzo?- Preguntaba en un tono de indiscutida autoridad.

La mujer se colocaba el delantal, corría a la cocina y servía la comida, en la mesa preparada de antemano.

El padre se sentaba después la niña y recién cuando terminaba de servir, la madre.

-Esto está muy seco. ¡Qué hiciste, mujer! ¿Por qué no está más jugoso? No pones atención a lo que haces. Nunca vas a aprender nada. Cada vez gastas más y se come peor. Eres una inservible. ¡No sé para qué vives! -

La mujer sumisa agachaba la cabeza. La niña comía callada y el alimento parecía caerle como plomo en el estómago. Miraba a hurtadillas a su madre y compartía el padecimiento que emanaba de sus ojos, y agrandaba el silencio de ambas.

-¡Mujer, que has hecho hoy! ¡Sólo esto! No es suficiente. Hoy traigo muchos deseos de comer y esto no alcanza. Ni siquiera eres capaz de calcular las cantidades. ¡Venir a casa es un suplicio. No sirves para nada!-

La niña escuchaba y temblaba. La madre decidió huir de ese infierno. La niña se dio cuenta, se enroscó en su delantal y lloró desconsoladamente. Después bajó la cabeza y se quedó dormida.

Un día la madre se acostó y cerró los ojos a la vida. La niña supo que nunca más le devolvería la mirada. Que a partir de ese momento al dolor y al miedo se le sumaría la más absoluta soledad.

El tiempo, que todo lo cubre, llenó de telarañas la altísima puerta, las cadenas con candados, el león y los aldabones con sus ángeles. 

Hoy, Pola, no tocó el llamador reluciente como el oro. Entró y se acostó a esperar que un desdibujada figura de mujer, con un fluido vestido de lienzo blanco, meciera la cuna y le susurrara aquellas canciones lejanas.

Ma.Magdalena Ceol
Taller de Escritura y Estilo "Atrapasueños" de la Biblioteca "Carlos Roxlo", barrio La Teja (Montevideo) Año 2006
Juan Ramón Cabrera - Coordinador

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