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Las armas y las letras

por Guido Castillo

 

No es lo mismo moverse entre las cosas del mundo que andar por el mundo de las cosas. De lo uno, no podemos salir, por lo menos en en este mundo, y a lo otro —todo mundo, aunque sea este, siempre es un poco otro— casi nunca podemos entrar. Y el que entra y se pierde —es difícil perderse— en el mundo como tal, camina entre las cosas con los pasos seguros y livianos de un sonámbulo en un pretil, de un profesional del sueño.

Don Quijote es un profesional del sueño. Un soñador en acción. Un poeta en armas. Por eso, sólo él sabe tratar con amorosa justicia a la realidad y cada cosa se le hace un mundo. La poesía andante de este caballero está en que, al enfrentarse al mundo de las cosas, él ve lo que las cosas tienen de mundo y no lo que el mundo tiene de cosa.

“Aquí ha comenzado para mí —escribía Gerardo de Kerval— lo que yo llamaría el derramamiento de! sueño en la vida real. A partir de ese momento todo adquiría a veces un aspecto doble — y esto, sin que el razonamiento careciera jamás de lógica, sin que la memoria perdiera los más ligeros detalles de lo que me sucedía. Solamente mis acciones, insensatas en apariencia, estaban sometidas a esto que se llama ilusión, según la razón humana..." A don Quijote también se le derramaron los sueños en la vida real, y tenía conciencia de ello. Sus palabras y sus razones están llenas de lógica, de cordura y de reposada sabiduría, solo sus acciones son disparatadas e insensatas, porque están gobernadas por las ilusiones. La visión que el Ingenioso Hidalgo tiene del mundo es la de un espíritu esencialmente contemplativa y nostálgico, acostumbrado a mirar las cosas cercanas como si fuesen remotas y a descifrar el presente a la luz inmóvil de un pasado ideal. Sin embargo, lo que es propio de la contemplación poética es inadecuado para la actividad y la práctica. En la contemplación del poeta las cosas aparecen como mundo, porque, sin dejar de ser lo que son, se transfiguran en todas las formas posibles, y, sin perder su sorda-muda intimidad cerrada, se trascienden a sí mismas, se prestan a la “universal analogía" y se irrealizan en espejos de los sueños. Atreverse a actuar en ese mundo, significa perder el asidero de la propia conciencia y de la razón, significa caer en la locura.

La locura de don Quijote consiste en esgrimir las armas con el estilo de las letras mágicas de sus libros. El es un hombre de letras, un poeta, que, puesto en la encrucijada de la realidad y el sueño, ha elegido los hechos en lugar de los dichos, perdiéndose en los vericuetos de la "caballería andantesca”.

En el discurso de las armas y las letras dice don Quijote: “Es el fin y paradero de las letras, y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco encaminar y llevar las almas al cielo; que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar: hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justifica distributiva y dar a cada uno lo suyo, y entender y hacer que las buenas leyes se cumplan. Fin, por cierto, generoso y alto, y digno de grande alabanza; pero no de tanta como merece aquel a que las anuas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida”.

Los que escuchaban estas y otras razones quedaron asombrados "de ver que hombre que al parecer» tenía buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente en tratándole de su negra y pizmienta caballería”. Estamos seguros que si don Quijote se hubiera conformado con las letras humanas, habría escrito un libro exactamente igual al de Cervantes. Y este hombre de letras, que se ha entregado a la locura de las armas y que, paradójicamente, busca establecer con ellas el reino de la paz en esta vida, está, muchas veces, al borde de la santidad. El bueno y sabio Sancho —"si el necio persistiera en su necedad, escribía Blake, se volvería sabio"— que presiente las casi divinas y sagradas posibilidades del loco de su amo, le pregunta si no sería mejor que los dos se hicieran santos, pues “mas vale ser un humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero" Don Quijote le contesta que no todos pueden ser frailes “y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria”.

Alonso Quijano, el Bueno, es consciente de esa locura quijotesca que ha partido de la poesía y está a medio camino de la santidad. Locura que, por momentos, nos parece tan voluntaria y premeditada como una verdadera profesión de fe. Así cuando, en unas de sus primeras aventuras, los mercaderes no quieren confesar que "no hay en  el mundo todo doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso", porque no la han visto, don Quijote los fulmina con estas estas palabras definitivas: "Si os la mostrara , ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería; ahora, todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero confiado en la razón que de mi parte tengo".

Aquí don Quijote hace profesión inequívoca del quijotismo, y pide fe donde los mercaderes quieren pruebas. El no se ha engañado en cuanto a la condición natural de esos comerciantes incrédulos, y sólo quiere darles la oportunidad de convertirse en caballeros andantes porque "cada uno es hijo de sus obras"’. Pero al oír que ellos insisten en atenerse a lo que ven y tocan, los trata como “canalla infame” y ralea de "mala usanza”.

Novalis ha dicho: "De la fe depende el Mundo. Fe y prejuicio son una misma cosa. Tal como acojo una cosa, tal es ella para mi". De la fe de don Quijote en ia caballería andante —que coincide con la fe de Cervantes en la novela— depende la realidad y, más que la realidad, el Mundo.

A medida que avanza el libro le cuesta a don Quijote más dolor y más trabajo mantenerse en su locura y ser consecuente consigo mismo. En la Segunda Parte, el heroísmo se transforma cada vez más en una especie de sacrificio y de martirio, y las letras humanas de Cervantes están a punto de hacerse divinas. Al principio, don Quijote actuaba a pesar de todos y de todo y al final tuvo que dar un paso más y actuar también a pesar de si mismo. Tuvo que creer con mayor fe que nunca, a pesar de su creciente incredulidad. Y así escribió Cervantes sus últimas novelas a pesar de los otros y de sí mismo, a pesar de la realidad y a pesar de la novela.

Recurriendo otra vez a Novalis, encontramos dos maravillosos fragmentos que pueden servir como los mejores comentarios al caso de Cervantes y su héroe. El primero dice: "La vida es una enfermedad del espíritu, una acción apasionada”. Y el segundo: "Quien concibe la vida de otra manera que como una ilusión que se aniquila a sí misma, es aún prisionero de la vida".

¿Qué otra cosa son la existencia de don Quijote y la novela de Cervantes sino una misma ilusión que se aniquila a si misma? Ambos lo saben y, por eso los últimos actos del personaje y las últimas letras del autor están casi enteramente libres de la vida.

 

Ensayo de Guido Castillo

"Letras" - Año II Nº 6

Florida (Uruguay) - noviembre de 1966

Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay el día 6 de diciembre de 2016, hasta el día de la fecha inédito en la web mundial

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