El Taller Torres - García por Guido Castillo |
Una escuela de pintores sólo es posible cuando cada uno de sus integrantes desconfía de sí mismo porque cree en la realidad de la ilusión de la Pintura y teme la verdad de sus engaños. Esa escuela entraña, entonces, una actitud ética, inseparable de su convicción estética; y cuando la ética y la estética tienden a fundirse con la metafísica, aquella enseñanza de la pintura que pretenda trascender la física de un oficio más o menos académico o tradicional, supone un sentimiento e inteligencia del arte que implica una concepción, más o menos manifiesta, del mundo y del papel que le ha tocado desempeñar al hombre en ese mundo. Por eso la metafísica hace humilde al artista, salvándolo de caer en la vanidad esteticista o en la pedantería moralizadora, permitiéndole coincidir con otros, colaborar con ellos y elegir libremente un destino común. Se ha dicho que la pintura es el hombre, y, también, que el estilo es el hombre, y se ha dicho bien, pero, no se ha dicho bastante, pues, si eso es cierto, lo que ahora nos interesa es saber qué es el hombre; y, mientras no lo averigüemos, seguiremos sin saber qué es la pintura ni qué es el estilo. Si se le dijera a Velázquez, por ejemplo, que su pintura es él, es probable que respondiera, becquerianamente: —Pintura eres tú; y ese tú podría significar que la pintura no estaba en su cabeza sino en la del Bobo de Coria o en la de Inocencio X, como un espíritu sin nombre, como una indefinible esencia que se descubre en los pintores y se encubre en la Naturaleza. Don Joaquín Torres-García pudo fundar una escuela, precisamente porque no creía que la pintura era él ni de él. A este respecto, dice José Bergamín: "Lo primero que enseñaba Torres, si no ando equivocado, era precisamente eso: no personalizar, ni personificar en él ni en ningún otro a la pintura. Y muchísimo menos en el joven aprendiz que la intenta. También evangélicamente practicaba Torres como Darío, el parabólico precepto de que aquel que quiera salvar su vida, su alma, (¿su personalidad? ¿su máscara?), la perderá. Lo que tiene que salvar el pintor, como el poeta, siguiendo el consejo de Swinburne, es la forma; siempre impersonal, en la humana aventura espiritual de su vida”. De acuerdo con el sentir de su maestro, los integrantes del Taller Torres-García, si bien saben que la pintura no es anterior a los pintores, creen que éstos existen porque existe la pintura y no a la inversa. Es este, indudablemente, un criterio anti-historicista, si entendemos por historicismo la creencia de que existe una historia sin pintura y sin poesía, en donde está la explicación de la pintura y de la poesía. Y si lo que un pintor procura no es convertirse en un ser extraordinario y admirable que hace cosas nunca vistas para asombro de las gentes, sino en un contemplador y artífice con la necesaria sabiduría y con la suficiente docilidad para que la pintura pueda hacer de él y con él lo que graciosamente quiera, si ese es su afán, repito, tanto más lejos llegará en su propósito cuanto más profundamente pueda compartirlo con otros. Por otra parte, la enseñanza del maestro Torres no podía ser, como es natural, tina invitación a la genialidad, sino una iniciación en los misterios del arte, para poder hacer las cosas como Dios manda, y lo que Dios manda es cumplir con la Ley, pero amorosamente, en novedad de espíritu y no en vejez de letra. Y al que proteste ante esta aparente legalización del arte, podemos asegurarle que es de pintores y de poetas creer que en la pintura, en la poesía, hay una ley escondida. Pero esa ley no nos aprisiona, nos libera, porque comienza por sujetar nuestras naturales tendencias, para salvarnos de naufragar en las frías corrientes de nuestro propio yo, de nuestra propia vida. Torres-García educó a sus discípulos en un oficio tan riguroso como anti-académico, inseparable de la pintura misma. Los acostumbró a dominar un instrumento vivo, a desconfiar de lo caprichoso y de lo fácil y, sobre todo, a sentir que la pintura está siempre más allá de todos los medios utilizados para apresarla, por sabios, delicados y sutiles que éstos sean. Y en esta extraordinaria enseñanza, única en nuestro tiempo, —pues, según creo, ninguno de los otros grandes maestros modernos ha formado una verdadera escuela— Torres no sólo hizo comprender un arte en donde se funden, con una nueva y vivísima significación, las más nuevas y las más antiguas manifestaciones de la pintura y que él llamó Constructivismo, —arte nocturno, interior y objetivo, que él creía sujeto a leyes eternas, camino para una apacible y melodiosa libertad que le permitía no sólo no renegar de la Naturaleza, sino buscarla, perseguirla, para agregarle aquella música sobrenatural a su música secreta—, no sólo enseñó ese.arte, repito, cuyo verdadero destino es la decoración mural, sino, también, la pintura de la luz, arte de encantamiento en donde la realidad parécese recrearse, haciéndose más real, más sensual y luminosa que en su estado natural; procedimiento sutil, divino y diabólico, capaz de asir lo indefinible, de adueñarse del color escondido en una sombra, de expresar la maravilla fugaz de un instante y de convertir el aire en el alma circundante de las cosas. Pero además, el maestro Torres cuidaba los menores detalles, que en él tenían un muy profundo sentido, y, al mismo tiempo que instruía en el difícil manejo del Compás de Oro, que él interpretaba de una manera muy particular, limpiaba la paleta del pintor, aconsejando por ejemplo, la utilización de estos colores: blanco, negro, ocre, tierra sombra, rojo puzzoli, verde y azul; o bien: blanco, negro, amarillo cromo, bermellón, verde y azul. Indicaba, también, que no se deben mezclar los colores entre sí, sino únicamente con el blanco y el negro, para aclararlos o ensombrecerlos. Todos estos detalles de una disciplina tan minuciosa parecerán antipáticos a los autodidactos que cuidan de su personalidad como de una plan-tita que hay que regar todos los días y que creen que de sus más ligeros antojos nacerá lo portentoso y nunca visto. Para su tranquilidad, les aseguro que esa disciplina era múltiple y, en apariencia, contradictoria, como que era obra de un artista que se mantuvo vivo hasta el instante mismo de su muerte, y para el cual la pintura nunca dejó de ser un problema. Por eso, los pintores del Taller, para quienes la originalidad es muy rara, pero la rareza no es nada original, están unidos por grandes problemas más que por extrañas soluciones. Y es preocupación de todos la de desentrañar o manifestar, pintando entrañablemente, esos problemas, y no la de tener criterio personal e ideas propias. Sobre esta actitud vital, sin la que no es posible un verdadero artista porque no es posible un verdadero hombre, yo no he leído palabras más reveladoras y resplandecientes que las de un personaje de Bergantín: "Nuestro espíritu no es nuestro como no lo son nuestras ideas. Eso que llaman esplritualismo los ideólogos, suelen ser imposturas de ladronzuelos o rateros del pensamiento; rateros de raterías sutiles y quiméricas, que viven de ilusiones de propiedad; porque ignoran que lo propio del espíritu, como de las ideas, es no poder ser ni poderse hacer propiedad de nadie. ¡Qué ideas tiene usted! exclaman los tontos. ¡Yo que voy a tener ideas! Permita que se lo repita: yo no tengo ideas; las ideas me tienen a mí que no es lo mismo; que es todo lo contrario: ¡me tienen y me sostienen, quiméricamente, en el aire, asido al ímpetu arrebatador y poderoso de sus alas!” En fin, el Taller Torres-García no podría tener la unidad que tiene sin creer en las cosas que cree, ni creer en ellas si no creyera de una manera unitaria. Quiero señalar con esto que la índole de una creencia, su sentido moral, estético o metafísico, nunca es independiente de su fuerza religiosa, de su capacidad para reunir a los hombres más diversos, religándolos a un fin trascendente. Y los pintores del Taller son muy diversos, habiendo entre ellos muchos temperamentos antagónicos; pero el amor y la fe son más poderosos que los mayores antagonismos. Y es el amor, es la fe lo que le falta a ese hombre de nuestro tiempo, cada vez más vacío y horriblemente solitario. |
Ensayo de Guido Castillo
Revista Entrega de La Licorne 2ª Época Año I Nº 1 - 2
Montevideo, noviembre de 1953
Ver, además, en Letras Uruguay, entre otros:
El pintor Joaquín Torres-García y la “modernidad incompleta” en América Latina, por Iñigo Sarriugarte Gómez (España)
Joaquín Torres García (1874-1949), por Carlos Real de Azúa (con videos) (Uruguay)
Valoración de Torres - García, por Guillermo de Torre (con videos) (España)
Editado por el editor de Letras Uruguay
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