La luz del hogar

 

El viejo Dal está sentado charlando con el jardinero municipal Alonso qué corta las hojas de una palma a la orilla del río. El pasto está tibio en medio de la tarde y baja en apretadas filas hasta bañarse en la ondulación silenciosa de las olas; éstas se quiebran a veces, en una pedrería de pequeños globos transparentes, y el pasto se revuelca allí lleno de verdor y juventud. El viejo Dal mira esa tranquilidad de la orilla, y se pone a recordar historias raras de la gente que tienen una cierta relación con el no. Aquellos hechos cargados de una atmósfera sombría se difunden en esta luz dorada en la que empapan sus hojas los eucaliptus del paseo, y adquieren un tono extraño v poético. Dal tiene ahora sesenta años y ha sido siempre una especie de filósofo en el pueblo. Sus antiguos trabajos de sereno, portero y vigilante de un parque no le han impedido vivir entregado a sus pensamientos y observar las idas y venidas de loa habitantes de Mercedes.

No hace cosa de diez años tenía por única ocupación leer diarios y libros a Don Matos Fernández, uno de los ancianos más acaudalados del pueblo. Este anciano era entonces propietario del único Mercedes Benz que había en plaza. Desde su llegada, el vehículo había producido una fuerte impresión sobre los niños y la gente sencilla. Algunas veces se le veía salir a toda máquina avanzando a manera de gran habitación por en medio de la calle. Los colegiales se empinaban para observar dentro al pequeño señor, convertido a causa de su barba y de su pelo, en una pelotilla de lana sucia. La velocidad del Mercedes Benz obedecía a uno de los caprichos del viejo propietario, como el de hacer sus necesidades a varias leguas del pueblo, al aire libre y rodeado de un paisaje reconfortante. Dal soportó con increíble paciencia las estupideces del anciano. Finalmente, este le donó en testamento una casita de material compuesta de dos plazas, en el barrio de Sandú Chico. Para ese entonces ya había quedado solo. Dal enviudó a poco de casarse. Por desgracia casó con una mujer estéril. La necesidad de tener un hijo fue creciendo en él tan fuertemente, como la necesidad que tienen otros de realizar, por lo menos una vez en su vida, una aventura. Ahora, mientras narra la historia del zapatero Giménez, mira con atención las hojas de la palma que está podando el jardinero Alonso. Dal podría compararse a esta palma cuyas hojas tiemblan levemente al sol, y que ha crecido años y años con una conmovedora lentitud, en el mismo tiempo en que la gente se ha entregado a todo género de locuras y ha ido desapareciendo.

Cuando el zapatero Giménez llegó a Mercedes, ya había muerto don Matos Fernández, y Dal, libre de él, se pasaba el día caminando y charlando con la gente. Algunas veces le acompañaba en sus vagabundeos, un muchacho de casi veinte años, de cuerpo pequeño y cráneo extraordinariamente abultado. Hacían en realidad una pareja algo ridícula. El pequeño Nicolás balanceaba su cabeza corno si, a ejemplo de las lavanderas, llevara un bulto encima, y miraba a todo el mundo con una expresión de cólera. Dal, caminando con la vista baja, y doblando mucho las rodillas cual si evitara el barro, no parecía hallar en todo el pueblo un sitio donde estirar sus larguísimas piernas.

Giménez trabó amistad con Dal y Nicolás en el Almacén y Despacho de Bebidas de Zebeldía. El zapatero había salido de Montevideo con su mujer y un chico de pocos meses, acosado por el atroz recuerdo de un hijo muerto. Se había establecido en Salto, Rivera, Tacuarembó y en algunas estaciones. Como su única preocupación consistía en librarse de aquella pesadilla, lodos los lugares le resultaban igualmente irritantes y angustiosos. Al cabo de uno o dos meses, perdido el atractivo que puede tener la vida de estos pueblos, Giménez se sentía acorralado por el fantasma del hijo y huía hacia otra localidad.

Lo siento en el aire... es como un olor que tiene el aire —solía decir. Aquel hombre fornido, más bien bajo y con pecho de boxeador, mostraba en su cara, contrastando con la piel tostada de su nuca y sus brazos, una palidez tan intensa que se la creería revestida por una capa de harina. 

El zapatero se había instalado a media cuadra del almacén de Zebeldía, en una casa que las "gringas" Rosso habían transformado en conventillo. La primera noticia sobre la desgracia ocurrida a Giménez fue transmitida a Zebeldía por la hija mayor de la gringa, una voluminosa mujerona de cuarenta años. El zapatero dice que su hijo se .ahogó, pero no es así, —vociferaba María— se mató, sí señor; me lo dijo su misma mujer. No tenía más que quince años, ¿qué asunto, eh? — Y con su costumbre de hablar a gritos y enardecerse por cualquier cosa, María mostraba sus tres o cuatro dientes; alguna mata de pelo le caía, entonces, sobre la cara, y adquiría un aspecto de bruja. No es tan extraño eso —comentó Zebeldía, con la expresión constantemente sonriente que le daba su dentadura de oro, mostrada a propósito de cualquier cosa— no hace mucho tiempo leí en un diario de Buenos Aires, el caso de una niña de doce años. Se suicidó ante la negativa de sus padres a satisfacer uno de sus pequeños caprichos; ¿qué me dice usted de eso? Y Zebeldía, carrilludo y calvo, se mantuvo sonriente sin advertir el acento absurdamente irónico que cobraban entonces sus palabras. Esta costumbre de la sonrisa le había metido ya en algunos líos. A lo mejor, —agregó María, continuando aquel caso por su cuenta— la botija tenía ganas de ir al cine y no le dieron plata; y ahí está. Aclarada la perplejidad del almacenero, pagó el real de café v se echó a la calle saludando con gritos estentóreos a todo el vecindario, incluso a las mujeres que lavaban la ropa en el fondo de las quintas.

En pleno verano, el almacén de Zebeldía junto a una línea de paraísos, conservaba hasta la tarde la frescura de las siete de la mañana. Los racimos verdes o color de crema de estos árboles, soltaban sus frutos uno tras otro, y en la vereda de tierra se escuchaba todo el día el susurro de las bolillas rodando al impulso del viento. Y Dal y Nicolás, que pasaban en el pueblo por un par de inútiles, solían estarse allí horas perdidas, contemplando cómo las bolillas de los paraísos se iban acumulando hasta formar grandes lagunas amarillentas. Casi todas las mañanas solía ir el zapatero hasta el despacho y cambiaba alguna frase con Dal. Hablaba de los pueblos que había recorrido; otras veces se refería al poco comercio que había en Mercedes. En cierta ocasión charlando acerca del río, contó Giménez cómo había perecido su hijo en el Santa Lucía, abandonado cobardemente por sus compañeros. Dal y Nicolás quedaron fríos ante el tono tranquilo y la gran cantidad de detalles con que Giménez adornaba aquel hecho, producto exclusivo de su imaginación. Cuando lo sacaron más o menos como a la hora, traía las orejas azules, y la planta de los pies también; azules como carne de paloma. Tras la invención de esa historia y el tono lacónico que imprimía a sus palabras, el zapatero pugnaba por librarse de otra sensación mucho más espantosa que dominaba su vida. Sólo en una ocasión abandonó Giménez su aspecto atribulado. Fue una mañana en que había bebido más de la cuenta. A la tercera copa ya el alcohol había hecho efecto en él. Tenía un par de botines en la mano, y mientras bebía, cabeceaba asintiendo a las conversaciones, y dejaba escapar una sonrisa que resplandecía de felicidad. Con el par de botines golpeteaba en el voluminoso cráneo de Nicolás, y éste lo miraba picarescamente y lo dejaba hacer. Luego el zapatero se iba una y otra vez con los brazos abiertos y estrechaba a Dal. Como Dal era muy largo, Giménez quedaba sensiblemente ¡rebajado, y adquiría un cierto aspecto filial aquel abrazo. Nunca se había visto tan alegre al zapatero. Esto duró sólo unos minutos porque el mismo Giménez, bajo el influjo del alcohol, empezó por hacer alusiones a su hijo y acabó por revelar los hechos tal como realmente habían ocurrido. Acodado a una mesa estuvo hablando no menos de una hora. Hablaba como para sí y se miraba las manos; otras veces la emprendía contra un enemigo invisible que buscaba en el aire; Giménez estaba interesado en que Dal y Nicolás comprendieran la enorme adoración que él había sentido por el chico. Llamaba a éste "la luz del hogar" en un tono tan perentorio que hizo sonreír a Dal y Nicolás. Era como si Giménez hubiese estado discutiendo largo tiempo con otra persona acerca de este término sin ponerse de acuerdo, y acabara por afirmarse en sus trece. En aquel entonces —prosiguió diciendo-— yo vi-vía en Montevideo; tenía una cosedora propia y estaba lejos de ser un remendón como ahora. Todo el cuerpo de Giménez producía una sensación de solidez y dureza, incluso de hostilidad. Igualmente, su cráneo, con el corte a cepillo de su pelo, únicamente parecía capaz de ideas tercas y duras como piedras. Causaba extrañeza observar que todo aquel organismo poderoso daba de sí una mirada lastimera y perdida. Hacía pensar en la cabeza de un loro que se debatiera atribuladamente con un pensamiento de hombre. Giménez comenzó a pronunciar frases delicadas que, sin duda, había meditado muchas veces a lo largo de aquellos dos años en que recorría la República, de un pueblo a otro, acosado por el fantasma del hijo.

—'Yo lo veía crecer, sonreír, moverse, y no me hartaba de contemplarlo. Era tan feliz que me consideraba en deuda con todos. Bueno, Vd. tiene un hijo y no se cansa nunca de contemplarlo, esa es la verdad. Giménez decía despacio estas palabras, y su pelo corto parecía, desamparadamente, erizarse un poco más. El viejo Dal le dio una palmada en el hombro, para hacerle ver que se interiorizaba del caso, pero Giménez lo miró fríamente, sin entender. —Yo me eduqué con los curas —continuó diciendo— allí me enseñaron a rezar. Después me olvidé de todo. Bueno, cuando vino ese hijo me di cuenta de que necesitaba rezar. Necesitaba rezar, sí señor, porque quería agradecer a alguien. Me parecía que lo único que tenía que hacer en la vida era adorarlo todo, y dar gracias. Había veces en que me ponía a besar las herramientas. Un momento después, el zapatero, con el rostro transfigurado, ardiendo de cólera y de impotencia, empezó a decir pesadamente; —Críe usted un hijo hasta los quince años. Tenga conducta; procure ser un hombre más bueno cada día... y después hínquese con su mujer y su hijo a rezar a Dios, a ese Dios. . . —y aquí el zapatero, pálido como un muerto, ensartó una horrible blasfemia.

En realidad, Giménez no tenía ninguna intención de relatar los hechos, que suponía ya conocidos, insistía a cada instante en que él había hecho una vida pura v honrada, y de ningún modo merecía aquel castigo. — Fue entonces cuando Ismael comenzó a ponerse extraño. ¿Qué fue? ¿Qué pasó? ¿Quién lo hizo cambiar así? Fue ese Dios el que lo hizo cambiar. El era también el que, algunas veces, hacía sonreír a Ismael, muy afable. Yo estaba alelado con la belleza de la criatura y no me daba cuenta de nada. Vaya a saber uno toda la astucia de que es capaz un chiquilín. — El zapatero prefirió omitir casi todos los detalles de la muerte del hijo, y la emprendió contra su esposa. —Tampoco mi mujer logró sospechar nada; con toda esa cosa de adivinación que tienen las madres no sospechó absolutamente nada. Ahora, ¿cómo se puede ser tan estúpida, dígame usted? El zapatero quedó bruscamente silencioso y ocultó la cabeza entre sus manos. Cuando al cabo de un tiempo levantó su rostro, lo mostró bañado en lágrimas. —Yo vi todo. . . vi todo — agregó — vi hasta la taza donde tomó café por última vez, — Se levantó de la mesa, y, queriendo estar solo, fue a sentarse en un banco largo, contra la pared. No contestaba una palabra, y parecía arrepentido de haberse confiado a los demás. Para reanimarle, Dal le hizo beber una copa. Se la empinó de un trago y continuó silencioso. Al cabo de un tiempo se levantó y se puso a recoger los botines que había hecho rodar bajo la mesa.

Aquellas palabras del zapatero, más que los hechos ocurridos posteriormente, suscitaron en Dal dos o tres convicciones con respecto a la vida, que se le antojaron fundamentales. Entre tanto daba vueltas por el pueblo alisándose su bigote entrecano, y mirándolo todo despaciosamente, con sus ojos azules y diluidos. Por su parte, el pequeño Nicolás tenía clavada en su cerebro la figura del hijo de Giménez. El hecho que había llevado a cabo aquel muchacho, obraba en él como un misterio lleno de juventud y extravagancia e, incluso, se le aparecía, vivamente, en una imagen llena de audacia y de belleza.

El zapatero no alcanzó a habitar ni una semana en aquellas dos piezas que alquilara en el caserón de las gringas. En los días siguientes a su desahogo en el despacho de bebida? habló muy poco y mostrose excitado. Salía continuamente yendo a un lado y a otro sin que se pudiese ver la razón de tal actividad. Algunas veces, aguardándole en el zaguán, su mujer asomaba con el chiquito en brazos. Tenía ésta la cara colorada, despellejada en algunos sitios y brillante en otros como si estuviese untada de aceite. Bastaba ver el aspecto abrumado, casi de asfixia, que mostraba su rostro, para adivinar qué vida había llevado aquella pobre mujer.

 

Giménez se suicidó la noche del domingo, cerca de la una de la madrugada. Por la manera como lo hizo no pudo hablarse de premeditación alguna. Dos días antes, había estado en el consultorio del doctor Farrols, y había procurado explicar la agitación de su espíritu. El médico le había recetado un calmante y, según comentó luego Giménez con su esposa, la droga había surtido efecto v se sentía completamente tranquilo; incluso llegó a hablar de Farrols como de un médico excelente.

Para ese tiempo, el zapatero ya había suspendido sus visitas al almacén de Zebeldía. En una ocasión se detuvo en medio de la calle, y miró enconadamente a Dal y a Nicolás que estaban tomando el fresco, sentados en dos taburetes. En las primeras horas de la mañana del domingo, acompañado de su mujer y de su hijito, Giménez se había dirigido a la iglesia. No había concurrido tanto con el propósito de escuchar misa, como por una idea fija que se había clavado en él después de la muerte de su hijo; Giménez había llegado a la conclusión de que estaba endemoniado. Apenas entró en el templo, llamó aparte a un sacerdote y rogó que le exorcizara. También hizo aplicar el mismo conjuro a su esposa y a su hijo. Pensaba Giménez que el espíritu maligno había hecho primeramente presa en él, y ahora comenzaba a extender su influencia sobre su esposa y el niño. Durante el resto del día se lo pasó dando vueltas de un lado para otro, esperando que obrase el efecto del exorcismo. Iba hasta el fondo de la casa, y regresaba luego, quejándose del calor asfixiante de aquella tarde. Cuando llegó la noche no quiso acostarse. Caminaba de un extremo a otro de la pieza, aguardando aún el rayo de luz que, de una vez por todas, acabase con sus tribulaciones.

Ya muy tarde y a ruegos de su mujer, se metió en el lecho. A los pocos minutos expresó que no podía dormir y tornó a pasearse por la habitación. En cierto momento apretó sus sienes con ambas manos y quiso sentarse en un pequeño sillón de mimbre que días antes había comprado para el chico, pero éste crujió bajo su peso. Encolerizado, la emprendió a puntapiés contra el sillón y acabó por deshacerlo. Plantado en medio del cuarto comenzó, luego, a decir confusamente: —Siempre esa voz, Dios mío. . . hace dos años que me sigue a todas partes, que la encuentro en todas las piezas que alquilamos— y sus ojos se estaban fijo, mirando los pequeños zócalos de madera y los rincones manchados por lamparones de humedad. Pensaba, quizás, el número de veces que se había repetido en su vida ese espectáculo de las nuevas piezas alquiladas, que parecían siempre las mismas con sus zócalos y tablas carcomidos, sin que él pudiese, entre tanto, liberarse de aquella idea fija. Su esposa, aunque temblaba de miedo, no quería levantarse y hablar por no atemorizarle más. De pronto, Giménez se precipitó hacia la otra pieza donde tenía instalado el taller; y salió corriendo con la cuchilla de cortar suelas en la mano. Seguramente se hirió por primera vez al pagar frente al almacén de Zebeldía, siguió dos cuadras derecho hasta desembocar en el paseo, y atravesó éste en dirección al muelle. Bajando los escalones de madera se había sentado en el último rellano con los pies colgando sobre el agua, pues allí quedó un ancho lago de sangre.

Llegada la mañana, los chiquilines del barrio se entretenían en contar los coágulos de color de vino que arrancando del almacén de Zebeldía se continuaban hasta el muelle. Frente a la plazoleta de "El Ciervo", una anciana con un baldecito de carbón colgando de su brazo, comentaba con otra, mientras observaban las huellas de la sangre: —Cómo habrá pasado anoche, por aquí... Las dos viejas buscaban representarse los pensamientos que habían cruzado por la cabeza de aquel hombre, cuando corría con la sangre escapando de su cuello, en medio del gran silencio de los árboles y de la calle del pueblo a las dos de la madrugada; y lo que habría seguido pensando, luego, cuando se sentó en el rellano del muelle, con los pies colgando sobre el agua, en una actitud que, vista de lejos, semejaría la de un pacífico pescador.

En la misma plazoleta de “El Ciervo”, a eso de las diez de la mañana, estaba sentado el viejo Dal, y reflexionaba sobre la muerte del zapatero. Miraba hacia el río, en dirección al sitio donde yacía el cuerpo de Giménez. Encima de aquel cuerpo, siete u ocho cuadras de agua deslumbradora se movían apenas, voluptuosamente henchidas de pereza; las colinas y los arenales lejanos parecían estremecerse con los destellos de las pequeñas olas. Dal seguía pensando en las frases que había oído de labios del zapatero. De pronto creyó descubrir una verdad oculta, o más bien una ilusión que se había ocultado tras aquellas frases, y de la que Giménez había sido víctima durante años. Excitado por este pensamiento Dal se levantó y comenzó a pasearse delante del banco. Era pomo si Giménez hubiese intentado detener a la muerte mediante la bondad que había querido imprimir a su vida. Era, al fin v al cabo, una ilusión muy común a casi todos los hombres. Dal intentó llevar adelante sus pensamientos, pero acabó por confundirse en una serie de ideas generales sobre el bien, la suerte humana, y las decisiones que el mismo Dios pudo haber adoptado con respecto a estas cosas. Entre tanto, sus ojos miraban una palma viejísima, desnuda como un palo, que crecía junto a la pared del Teatro de Verano. El pequeño penacho de cuatro o cinco hojas verdes se erizaba en el aire como la cola de un gato; y más abajo, en los mechones de hojas secas que colgaban semejando una bola de paja, entraban con gran bulla los gorriones y reaparecían para zambullirse en la luz. El aire imprimía a las hojas un movimiento ondulante y las hacía chocar con un sonoreo de papel. La muchedumbre de los gorjeos parecía también imprimir a las hojas una cierta palpitación. El viejo Dal se puso a mirar atentamente el árbol y quedó un poco avergonzado de sus graves meditaciones. La vieja palma, sin ninguna idea de la muerte, estaba allí y parecía temblar y dilatarse en aquel rumor tibio que la existencia hacía en su torno.

 

Después del mediodía, diez o doce curiosos agrupados en el muelle al pie de la escalera, observaban con atención la mancha rojiza que había quedado en el rellano. En el grupo se hallaba también el peluquero Frías. Era un hombre pequeño y gordinflón, de cabeza cuadrada. Junto a él un estudiante con los libros bajo el brazo, trataba de calcular la cantidad de sangre derramada en aquel sitio. Molestado por este

adoctrinamiento, el peluquero daba pequeños pasos en derredor de la mancha y procuraba investigar por su cuenta. Frías y el estudiante acabaron por trenzarse en una discusión acerca de los litros de sangre que contenía el cuerpo humano. Los cinco litros que aseguraba el estudiante le parecían a Frías un verdadero disparate. Traía en su apoyo una serie de casos prácticos como el del “Pescao negro” René que se cortó con un vidrio de la puerta al tropezar en el umbral de lo de Soto, y “echó no menos de diez a quince litros de sangre, por parte baja”.

 

Entretanto, durante todo aquel día y el siguiente, los marineros de la Aduana rastreaban las aguas. Recién al tercer o cuarto día, dos niños que estaban cortando pasto a orillas del río, a varias cuadras del muelle, vieron de pronto flotar y mecerse en las pequeñas olas, una cabellera humana. Los muchachos comenzaron a dar gritos, y en pocos instantes se congregó una multitud. Los marineros aproximaron su canoa -al cadáver y, sin quitarlo del agua, uno de ellos remolcó el cuerpo hacia la costa. Cuando lo levantaron para tenderlo sobre una tarima, del puño que se mantenía en alto desprendióse la cuchilla de cortar suela y se hundió en el agua. —Parece de piedra!—, exclamó asustado un chiquilín que vendía pasteles, cuando observó aquel brazo desnudo de apariencia mantecosa, y salpicado de coágulos de barro. La gente acompañó el cadáver hasta el camión estacionado bajo dos moreras, junto a un kiosco que expendía bebidas en verano.

Sobresaliendo de las demás cabezas, el viejo Dal estaba inmóvil interrumpiendo el paso del gentío que lo balanceaba suavemente. Cuando partió el camión llevándose el cadáver, y la gente se iba dispersando, María Rosso que se había mantenido muy quieta, empezó a dar señales de consternación con la cabeza. —Ahora qué asunto pa'nosotros. Esa pieza no se va a poder arquilar más. Ha quedau espantada. —Y hablando a gritos, marchó también calle arriba remando afanosamente con sus brazos, y afirmando sus talones con tal decisión que parecía querer abrir un pequeño hoyo a cada paso.

El aire frío hacía flamear las corbatas y los pañuelos de los hombres. Dal y Nicolás se alejaron de allí y se pusieron a caminar por una calle en las inmediaciones de la Aduana. Caudales de polvo se levantaban a cada instante y caían sobre un sitio baldío lleno de montículos entre los que crecían unas plantas de membrillos. Dos albañiles estaban demoliendo una casa. Ya habían quitado el techo y sólo se veía una ventana de rejas en un muro erizado por los mordiscos de la piqueta. El viejo trataba de encontrar una frase que diese salida a sus pensamientos. Era una idea con respecto a la muerte, que ya se le había ocurrido cuando estaba sentado en la plazoleta de “El Ciervo”, y meditaba sobre las palabras del zapatero. Siguieron caminando en silencio y, una media cuadra más arriba, pasaron junto a un chalet en construcción. De no haber visto aquella casa Dal no hubiera podido hallar una expresión adecuada a sus pensamientos. Detuvo del brazo a su acompañante y empezó a decir en un tono sarcástico: .—Este palacete, porque podemos decir que es un palacete, pertenece al doctor Santín. El doctor todas las tardes se da una vuelta por acá; a veces viene acompañado de su señora, y los dos se paran en la esquina y miran como marcha esto. Se pasan allí, muy orondos, sin que ninguno de ellos tenga la más ligera idea de la muerte. Ahora, y esto es lo que yo pienso—dijo Dal recalcando las palabras— el doctor Santín y su mujer creen asegurarse contra la muerte construyendo una casa; eso es lo que yo pienso. —Y el viejo terminó encarándose con el edificio como, si fuese el mismo propietario. En el fondo, y aunque se había explicado muy mal, estaba sorprendido de esa despreocupación ciega y absurda que se apodera de un hombre con respecto a la muerte, cuando se ponía a cavar los cimientos de su casa. Experimentaba que algo similar había ocurrido con el zapatero. También aquel hombre tenía la ilusión de sobornar a la muerte, a medida que llenaba su existencia de actos buenos y honrados. —Tú has visto, Nicolás —prosiguió diciendo el viejo— cuando alguno muere hay siempre mucha gente que levanta sus brazos hacia el techo ,de las habitaciones, y clama con ira y con ojos llenos de cólera: ¿por qué?, si hay un Dios? ¿Qué hemos hecho nosotros para que se nos castigue así? Y algún otro que anda paseándose en el patio, bajo un corredor, habla de tanto pillo como hay en el mundo, y vive sin embargo; cuánta ilusión sobre la muerte nace en el pecho de todo hombre a causa de sus actos puros y honrados. —El viejo Dal, ya decididamente puesto en filósofo, sentía el escalofrío de aquella verdad.

Los dos abandonaron la obra y echaron a caminar por el sendero de un campito que antes había sido cultivado. Crecían allí dos o tres perales, y bajo los árboles la hierba se mostraba espesa y nueva. Posesionado por aquel pensamiento, el viejo Dal murmuraba con una voz pensativa: —Todo está inmóvil, sí, todo está inmóvil... —Experimentaba como un fraude la seguridad que, en ese instante, ofrecían aquellos árboles. De pronto se detuvo delante de uno de los perales, y preguntó:

—¿Qué están haciendo aquí estas ramas? Crecer y crecer. Los hombres también crecen, ¿y qué? ¿qué se consigue con crecer? Un ligero temblor recorría el cuerpo de Nicolás a causa del aspecto extraño que había tomado el rostro de Dal. Lejos de reflexionar sobre lo ridículo de su situación, el viejo seguía inmóvil y no cesaba de escuchar atentamente. El mutismo, ahora más pesado, en que continuaban las ramas, aumentó en los dos una sensación de asombro. Las puntas de las hojas se tocaban, como olfateándose, en un gran silencio. La sombra jugaba sin ruido sobre el pasto. En las ramas más altas del peral cuchicheaba el viento, y abajo, Nicolás tenía la sensación de estar encerrado en una urna. Un miedo sobrenatural se había apoderado de él. Todo estaba en el fondo y para siempre inmóvil, y sin embargo, igual que en un sueño, las hojas al tocarse ,las unas a las otras, y la sombra jugando sin ruido sobre el pasto, simulaban la vida.

La tarde comenzó a ponerse fría. El cielo se oscureció un poco más, y se borraron las pálidas sombras de loa perales. Dal cesó de repetir su frase. Ante el frío de aquella verdad veía su vida entera como un punto minúsculo, y suspenso en medio de otras vidas humanas que parecían flotar sobre el suelo, sin poder penetrarlo, como las figuritas de un lienzo. Habló a Nicolás de ir a tomar un trago al almacén. Era una dicha, en este instante, tratar con la gente en el almacén de Zebeldía, y comentar el caso del zapatero. Estar fumando y bebiendo en aquel ambiente, tibio como un nido, a causa del afán de comunicarse que tendría la gente después de la desgracia.

Empezó a caer una ligera llovizna. Nicolás no quiso acompañar al viejo. Durante una hora anduvo bajo la lluvia, dando vueltas de un lado para otro por aquellas inmediaciones-. Se sentía completamente solo en el pueblo. En realidad, Nicolás tenía razones para sentirse así. Habitaba en casa de un hermano que le reñía a cada instante por su holgazanería, y con una cuñada que, en algunos casos, pagaba semanas enteras sin dirigirle una palabra. Los jóvenes gustan de sentirse abandonados. Se acarician en esa mentida soledad corno una mujer que palpara voluptuosamente su cuerpo desnudo. Pero en realidad cuando un muchacho se encuentra completamente solo en el mundo, suele mirar sin lástima en su interior y descubrir allí una increíble cantidad de energía.

Después de la escena de Dal, Nicolás sentía su cabeza como al borde de un abismo. Para librarse de aquella sensación que juzgaba humillante comenzó a repetir: —Todos tienen miedo. Sí, lo acabo de ver hoy mismo cuando sacaron del río el cuerpo de Giménez—, El caso del zapatero como la historia del hijo suicida estaban sin duda llenas de horror, pero ¿por qué tener miedo de eso?—, se preguntaba Nicolás con una intrepidez que lo llenaba de goce. Ante aquellas preguntas se sentía empapado en un aire frío y negro, pero, al mismo tiempo, sentía con placer que podía respirar libremente dentro de aquella atmósfera. El muchacho se puso a caminar apresuradamente. Cada vez más animoso se dio cuenta que en esa misma tarde necesitaba hacer algo a lo que no se atrevería, sin duda, la mayoría de la gente. Cuando pasó por el almacén de Zebeldía se detuvo apenas, para observar a través de los cristales. El viejo Dal, en medio del humo, tenía una copa en la mano y palmeteaba alegremente en la cabeza al peluquero Frías; éste reía también sacudiendo los hombros y después echaba afuera su abdomen y se ponía a mirar hacia arriba, muy atentamente, el rostro de Dal. -—Esos también tienen miedo— pensó Nicolás, y continuó su camino fortalecido en su determinación. A medida que se aproximaba al río y se envolvía en la oscuridad de los árboles, tenía la sensación de que empezaba a flotar en un misterio. El muchacho creía caminar enteramente solo. Sin embargo, al pasar por el negocio de Zebeldía había sido advertido por Dal, y éste se había echado en su busca. Alcanzó a divisar a Nicolás cuando salía de la oscuridad de la plazoleta y cruzaba bajo un farol en dirección al muelle. El globo de luz se diluía en una aureola amarillenta e iluminaba la niebla de la llovizna corriendo a impulsos de la ráfaga. A esa hora y con aquel tiempo no había un alma en toda la costa. El vigilante que hacía guardia en el embarcadero estaría, sin duda alguna, metido en su garita. Nicolás avanzaba con paso tranquilo, al parecer, e indiferente a la lluvia que caía. El viejo montó en la baranda del paseo y se dejó caer en el pasto, a la sombra del murallón que contenía la acera. Acechaba en la oscuridad los maderos del muelle que se divisaban más negros bajo el único farol, y sobre la masa de agua alumbrada a intervalos por los destellos de las olas. Dal no conseguía percibir nada y, por cortar camino, había perdido de vista a Nicolás. La llovizna caía suavemente mojando la tierra con un ligero rumor, y haciendo pequeños chasquidos en el pasto. Un cartel que estaba sujeto a un poste y se había aflojado, golpeteaba tristemente contra el leño. Dal continuó avanzando hacia la orilla. Cuando estaba a pocos metros de la empalizada, y logró mirar por debajo del descanso de madera levantado apenas medio metro sobre el agua, creyó percibir una sombra que se movía de un lado a otro sobre las olas. Acercóse un poco más y logró, entonces, distinguir claramente. Apenas pudo dar crédito a sus ojos. Allí estaba en efecto Nicolás, nadando silenciosamente, en el mismo lugar donde tres días antes el zapatero, después de herirse mortalmente, se había dejado caer al agua. En el sitio donde ahora blanqueaba la ropa del muchacho, podría verse aún, húmeda por la llovizna, la gran mancha de sangre. Completamente perplejo Dal permaneció allí queriendo saber en qué paraba aquello. A los reflejos fugitivos que producían las pequeñas olas pudo observar la cabeza de Nicolás, y el gesto serio, un poco ceñudo de su rostro, que iba y venía, absolutamente tranquilo, sobre la superficie ondulante. Pugnaba el viejo por adivinar las intenciones del muchacho. Se le apareció de golpe el recuerdo de Ismael, el hijo del zapatero, y experimentó como que Nicolás se estaba allí empapando en el misterio de esos dos seres, bañándose en la misma agua que uno de ellos había teñido con su sangre. Así transcurrieron unos minutos. Luego, la sombra que se movía entre las olas, se prendió a uno de los maderos, trepó al rellano, y comenzó a vestirse tranquilamente, en el más absoluto silencio. El viejo Dal tornó sobre sus pasos, escaló la baranda, y ocultándose detrás de un árbol, decidió aguardar al muchacho. Cuando ya vestido, Nicolás atravesaba la calle, bajo uno de los faroles del paseo Dal le salió al encuentro. Adivinando que había sido espiado, Nicolás se detuvo frente al viejo, y lo miró con los ojos llenos de cólera: —¿Qué hacías? —preguntó Dal. —Me bañaba... ¿por qué?— contestó secamente el muchacho, y sin dignarse dar más explicaciones, dejó plantado allí a Dal y siguió su camino. El viejo que no esperaba ser tratado de aquel modo, también se llenó de cólera. .Echó a andar hacia el almacén de Zebeldía. Se reprochaba a si mismo por haberse metido en las locuras de un mocoso medio trastornado. Al cabo de dos o tres cuadras su enojo había ya desaparecido.

Al pasar frente a la casa de Giménez percibió el filo de luz que escapaba de los postigos casi cerrados. Y al ver la lucecita, recordó de golpe, murmurando pensativamente, aquella frase: “era la luz del hogar” —que el zapatero pronunciaba con un acento perentorio, un tanto ridículo. El recuerdo obraba como un sarcasmo cruel delante de aquel hilo de luz que hacía brillar los adoquines. Allí estaba la madre y el chiquito. -No llegaba hasta la calle ni el más débil gemido. Ella estaría estrechando fuertemente al pequeño contra sus pechos y, mientras tanto, dejaría errar sus ojos sobre la mesa del taller con las herramientas abandonadas, y sobre la banqueta forrada de cuero. Dal se echó a recordar todo lo que había visto y oído en esos días. Y comprendió que ni la desesperación del zapatero, ni el suicidio del hijo, ni el cadáver, ni la extraña ocurrencia de Nicolás, podían tener la fuerza de aquellos postigos silenciosos que dejaban escapar hacia la calle un hilo de luz. A las nueve y media de la noche, sobre el pueblo sin un alma, seguía cayendo la lluvia. Parado delante de aquella lucecita, Dal la veía, de golpe, vivir dentro de sí, como un recuerdo. Un recuerdo que parecía haber nacido con él. Pero quizá esto no fuera otra cosa sino el efecto de la lluvia y de la hora solitaria. Si en esos instantes, uno de los habitantes del pueblo se echa a vagabundear a lo largo de las calles, suele pensar que es triste haber visto la lluvia, durante muchos años, caer sobre Mercedes. El agua cae encima de las casas y de las enredaderas, como cae sobre el lomo de los animales, en el campo.

Dos horas más tarde, Dal completamente borracho, sosteniéndose en los hombros de Frías, repetía por centésima vez: —Sí, señor; yo hubiese querido tener un hijo. Oiga bien. Frías, un hijo; aunque al igual que éste se hubiera levantado la tapa de los sesos a los quince años. Teniendo un hijo uno es a la vez un hombre y una mujer. Óigame bien; aunque se hubiese levantado la tapa de los sesos.

Luis Castelli
Asir - Revista de literatura
Nº 19 - 20, diciembre - enero 1950/51
Mercedes (Soriano) - Uruguay

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