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¡Andá a cargar al puerto, vo!
Elina Carril Berro

 

No es necesario ser una 90-60-90, tener una cimbreante figura y andar por ahí con cara de guerrera para tener la malhadada suerte de ser piropeada, cuando no abordada, asediada o virtualmente acorralada. Nada de eso. Pesando más de 30 kilos alcanza y a veces hasta es demasiado, para que el varón uruguayo se sienta en la imperiosa necesidad de manifestar su admiración ante esa visión casi feérica en las que parece nos convertimos a veces las mujeres.

No pienso rastrear el origen del piropo, que seguramente debe tener lo suyo. No sé si empezó con los griegos, tuvo su auge en tiempos del Imperio Romano, floreció en la Edad Media y declinó con la Revolución Industrial. De hecho, al galante hombre local se le conocen parentescos y nos acordamos de los chispeantes españoles y los encantadores, aunque a veces pegotes, italianos. Los uruguayos son en general una mezcla de ambos, más algunos ingredientes autóctonos que hacen del ya clásico y refinado "¡mamita!" vernáculo, todo un símbolo.

Más allá de la interpretación casi grosera -por lo evidente- de que por algo mentan a la madre ante la vista de una mujer que les gusta- y a juzgar por el énfasis puesto, no es precisamente para que les sirvan el café con leche -y no a la tía o a la prima, la cuestión del cargue callejero- que del otro ya nos ocuparemos otro día- puede llegar a ser algo serio, pocas veces agradable y por momentos, sumamente peligroso. Paséese si no a las 11 de la noche -que no hablo de la 1 de la madrugada- por algún barrio o mismo en el centro, sola se entiende o con alguna amiga. Salvo que sea usted un bagayo irredimible, encontrará a su paso algún solícito Adán que con voz meliflua y pretendidamente seductora le dirá: "¿Solita? ¿Puedo acompañarla/te?". Uno se hace la sorda y el varón abandona, no sin insistir: "No sea/s malita. ¿Porqué no contesta? ¿Está enojada?" y así sigue desgranando frases con mucho diminutivo hasta que se pudre de su silencio.

Como todas sabemos esto no sucede sólo en horas de la noche, que las 3 de la tarde con sol y moscas, puede ser una hora ideal para el seguidero. La cosa puede no pasar de ahí; una espanta al moscardón, cruza la calle, se mete en un bar, sale por la otra puerta, resopla, pero el tipo era inofensivo. Pero, ¿y cuando no se resignan y quedan furiosos porque no supimos apreciar los laureles que supieron conseguir y los bienes que nos tenían reservados y entonces pasamos de ser divinas y sublimes a unas creídas hijas de la madre?. Surgen así los :"qué te creés que sos, la Farra Fose?" o "Salí tarada" o flaca, o gorda. ¿Cómo fue posible tal mudanza?. ¿Nos llevan al cielo y ahora nos conducen al averno?. Ah sí! manes de la sicología masculina.

No hablemos ya de lo patológico, que sería cuando sigue uno de esos que, a menos de diez centímetros, empiezan a narrarnos todo lo que nos harían -casi siempre a y no con nosotras- con un detallismo que el Kama Sutra se convierte en libro de Historia Sagrada comparado con la imaginación de estos señores. Pero bueno, son enfermos y como tal hay que tomarlos. No niego que es difícil ponerse calma y pensar que, pobre, es un perverso. Mejor le hablo, lo calmo y mientras tanto la voz susurrante sigue -persigue, por detrás. Diga que la experiencia indica que estos son más inofensivos que otros. Que por ahí no son tan preciosistas en sus promesas pero que no se bancan la negativa.

Decía que es curioso eso del insulto o la agresión. En nombre del amor y/o deseo, nos gritan guarangadas, nos insultan o nos pegan manotones que en general, son tan fugaces que habría que preguntarse cuál es el placer. No podemos negar que es una forma peculiar de entender la conquista. Seguramente ellos piensan que una se queda feliz, orgullosa de su anatomía cuando desde un ómnibus, camión, auto o a pata, nos gritan esos piropos tan llenos de poesía y cargados de misterios simbolismo. Eso, son unos poetas nuestros amados compatriotas, de verba galante y prosa florida...

Y si bien no respetan estaciones, porque ya se sabe que debajo de un poncho hasta los tobillos, o un pesado tapado que tapa todo, se pueden esconder tesoros inenarrables, cuando llega el verano el asunto se pone espeso. Y se entiende, ¡las mujeres se ponen cada cosa! ¿Cómo se les ocurre andar de solera o con top? Ya sabemos que no es por el calor, es de provocadoras nomás. Después no quieren que se metan con ellas. Nosotras somos las culpables y ellos tienen todo el derecho a decirnos lo que se les frunce.

Modestamente, me he preguntado más de una vez qué pasaría si la cosa se invirtiera. Que libre de intenciones comerciales, una se pusiera a seguir a algún morocho de ojos verdes que nos gustó o que pasáramos al lado de uno de esos recios muchachitos de deportivo aspecto y murmurábamos trémulas: "¡Qué bien estás, papito!", para seguir con la cuestión edípica.

Porque las mujeres no estamos rellenas de estopa y ¡oh! casualidad a nosotras suele gustarnos el sexo opuesto y como cuando una nada por la calle, no puede adivinar si ese es un estudioso de epistemología o un auxiliar cuarto de contaduría -sin despreciar a los auxiliares cuartos ni a los epistemólogos- se fija en el envase. Y muchas veces el envase llama la atención. Sin embargo quedamos en el molde y la cosa no pasa de algún par de miraditas apuradas, no sea que a una la confundan.

Y esto es así, porque nosotras somos distintas -por suerte- de los hombres. Entonces no estoy demasiado segura de que la solución sea que nos equiparemos y salgamos como desmelenadas a seguir y toquetear a cuanto varón se ponga a tiro. La cuestión estaría más bien por el lado de que los hombres dejaran vivir un poco y si sienten que deben exteriorizar su admiración, que lo hagan, pero que se pongan un filtro entre la mente y la boca, cosa que el producto final o sea el piropo, sea tal y no una animalada!.

Elina Carril Berro
"El humor está de feria". Editado en 1983.

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