La obra de César Vallejo (1892 - 1938)

 

Muerte y redención en la poesía

 por Martha L. Canfield

 

SI HUBIERA que enumerar en extremada síntesis los rasgos de la poesía de César Vallejo habría que anotar la originalidad de su lenguaje, la total adherencia expresiva al sentimiento de dolor, una visión muy personal de la Revolución, una concepción especial de la muerte.

La originalidad del lenguaje vallejiano y la consiguiente dificultad para clasificarlo, una vez que se ha liberado de los residuos modernistas, se puede apreciar ya en muchas composiciones de Los heraldos negros, especialmente en aquellas que anticipan esas conjunciones de varios planos temporales y distintos niveles miméticos, que constituirán el sello de Trilce. Si Julio Ortega ha podido encuadrar este segundo libro dentro de una "poética de la tachadura" es precisamente porque, con el tesón y la fatiga que han testimoniado sus amigos, Vallejo fue borrando o enmascarando, en una segunda escritura de Trilce, todas las referencias biográficas y anecdóticas. Juan Espejo Asturrizaga ha proporcionado algunas primeras versiones que prueban la concienzuda intervención del poeta a la búsqueda de un lenguaje despojado de todo lo contingente y cargado de la tensión de lo imprevisible.

 

Cotejando algunas primeras versiones se puede descubrir, por ejemplo, que el nombre de Otilia, la limeña amada por Vallejo, ha desaparecido en la versión definitiva del poema XV; en el poema VI, en cambio, el mismo nombre se ha transformado en el adjetivo "otilinas", con el cual el poeta califica las venas de la sublime "lavandera del alma". Asimismo Vallejo reduce e incluso elimina los nexos lógicos entre las partes, de manera de crear, en cada poema, verdaderos collages en donde los tiempos y las voces de la narración poética se sobreponen y se mezclan. Así, en el poema III, "Las personas mayores/¿a qué hora volverán?", al miedo infantil de quedarse solo y encerrado en casa se sobrepone la angustia del adulto "recluso" para siempre afuera de la casa, arrancado por la violencia del tiempo y de la vida a las dulces ataduras del hogar, a los hermanos, a los padres. El adulto se ha quedado prisionero en el afuera de la casa, en el afuera de la infancia. Y detrás de la voz infantil, delicadísima, evocada y mimada (" El mío es el más bonito de todos", "Madre dijo que no demoraría"), se oye también la voz pesada, cargada de dolor, del adulto: "por donde/acaban de pasar gangueando sus memorias/dobladoras penas". O bien, en el poema LXI, "Esta noche desciendo del caballo", se alternan y suceden en perfecta progresión de intensidad los varios tiempos del pasado lejano evocado, cuando la familia vivía felizmente reunida, el pasado reciente cuando el poeta, acabando de regresar de Trujillo, ha descubierto la tragedia del luto y de la disgregación familiar, y en fin el tiempo presente que, a su vez, reúne el acto de la escritura y la conversión de los sentimientos en una estoica aceptación del destino.

EL DOLOR DE ESTAR VIVO . El segundo rasgo específico de la poesía de Vallejo, por el cual podríamos distinguir a este poeta entre todos, es la fidelidad expresiva al sentimiento de dolor. Esa fidelidad expresiva lo incita a no concederá su estilo ningún elemento de deleite. Y en esto, precisamente, había señalado Roberto Paoli la diferencia con Neruda. Tanto el chileno como el peruano desarrollan con desgarradora intensidad la sentencia rubendariana de que "no hay dolor más grande que el dolor de estar vivo": pero mientras el chileno concede una amplia tregua al lector a través de la musicalidad y la sensualidad de sus versos, Vallejo no le concede nada. Ni hedonismo ni sensualidad. Ninguna clase de deleite. Esta adherencia total al sentimiento de dolor que lo invade y que es una de las razones de su originalidad y de su diversidad, indica asimismo una manera de sentir auténticamente india. Más que los temas, Vallejo heredó la voz del Perú indio, decía Mariátegui; y su pesimismo, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento. El indio, como la voz poética de Vallejo, está encerrado en su dolor así lo verán los grandes narradores peruanos posteriores a Vallejo y acaso herederos de su visión de! hombre, de Ciro Alegría a José María Arguedas.

 

El indio está en Vallejo y al lado de Vallejo. Así, él sufre como indio pero también como prójimo del indio. La solidaridad con sus penurias hará nacer la novela Tungsteno. Pero el concepto de prójimo se extiende en Vallejo hasta perder las connotaciones de país o de raza. El sufre por y junto a todas las criaturas humanas: "Se quisiera tocar todas las puertas/y preguntar por no sé quién; y luego/ver a los pobres y, llorando quedos/dar pedacitos de pan fresco a todos". Si el mal mayor del Occidente es la hipertrofia del yo y el consiguiente encerramiento dentro del círculo de los propios intereses, el remedio será —según la enseñanza de las filosofías orientales que tienden a difundirse hoy— la salida de ese círculo estrecho y, sobre todo, la disolución del yo. Vallejo había encontrado esa vía de salida mucho antes del auge de las filosofías orientales. El choque con el otro y con el sufrimiento del otro es tan fuerte para él, que su yo se lacera para abrazar al otro y no pudiendo desaparecer del todo para hacerle lugar, se siente culpable: "Y pienso que, si no hubiera nacido,/otro pobre tomara este café!/Yo soy un mal ladrón... Adonde iré!". La culpa es, simplemente, de haber nacido. En clave calderoniana y exasperando al máximo el concepto católico de pecado original, Vallejo se acusa y se atormenta: "Todos mis huesos son ajenos :/yo tal vez los robé!".

 

EL REDENTOR . La concepción especial que Vallejo tiene de la Revolución se pone de manifiesto, sobre todo, en los poemas dedicados a la España desgarrada por la guerra civil. Para el marxista Vallejo, la Revolución no es solamente un acto momentáneo de violencia reparadora de la violencia secular de la historia. Es también esto. Pero sobre todo, para Vallejo, inesperado continuador de la utopía martiana, la Revolución es un acto de amor, y el héroe revolucionario se confunde con el redentor. El combatiente puede morir pero gracias al amor de "todos los hombres de la tierra" revive multiplicado en la "Masa" (que da título al poema), Pedro Rojas, después de muerto, se levanta para besar su catafalco ensangrentado, llorar por España y seguir combatiendo. "Ha muerto el cuerpo en su papel de espíritu " — dice el poeta— "y el alma es ya nuestra alma, compañeros".

 

En este contexto la muerte no puede ser vivida simplemente como una violencia. Acercándose a los postulados del exisiencialismo heideggeriano, Vallejo concibe la existencia sobre todo desde la perspectiva de su finitud. Vida y muerte forman parte de un mismo ciclo, dentro del cual se dan recíprocamente sentido. Olvidar o descuidar nuestra condición mortal significa, para el poeta, reducir la capacidad de ser generoso con los demás. Así, la fiesta que no tiene en cuenta el duelo es imperfecta para Vallejo: "No he visto ni una flor de cementerio en tan alegre procesión de luces". Quien no es capaz de dar a los demás tal vez no ha comprendido que todo lo que posee le ha sido dado, empezando por sus huesos ("todos mis huesos son ajenos") y que tarde o temprano los tendrá que devolver. El que no da, roba algo a los demás y desvaloriza su propia existencia. El que no sabe morir no sabe vivir y viceversa. El que vive "poco" muere "poco" y viceversa. Y dado que esta incapacidad es culpa grave para Vallejo, será justo pedir perdón por ello: "Hoy no ha venido nadie a preguntarme ni a pedirme nada", se lamenta el poeta. Y en seguida, con el rigor lógico y la fulminante capacidad de síntesis que le son propios, agrega: "Perdóname, Señor: qué poco he muerto".

 

Hay que decir, sin embargo, que estas ecuaciones no se presentan siempre con la misma nitidez. Cronológicamente, en los primeros poemas que Vallejo dedica a la temática de la muerte, ésta aparece como una desesperante privación de ciertos seres queridos. Esa privación se condensa en un sentimiento de orfandad que más tarde se generalizará a toda la condición humana. Y porque el huérfano es siempre como un niño desprotegido, frente a la ausencia de seres queridos la voz del poeta asumirá un tono infantil. "Miguel, tú te escondiste/una noche de agosto, al alborear", le dice al hermano muerto. "Y tu gemelo corazón de esas tardes/extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya/cae sombra en el alma./Oye, hermano, no tardes en salir. ¿Bueno? Puede inquietarse mamá".

 

Pero también la ausencia, especialmente si es la de la madre, puede adquirir el tono del desgarramiento irreversible: "Cuando ya se ha quebrado el propio hogar,/y e   sírvele materno no sale de ¡a tumbaba cocina a oscuras, la miseria de amor".

 

MUERTE Y VIDA . En un segundo momento, que halla en "Ágape" el ejemplo más paradigmático, la muerte se presenta como un estado, no ajeno a la vida, sino presente ya desde la vida. A través de la lectura de Quevedo, emprendida con avidez en años juveniles, Vallejo aprende a no aislar la muerte de la vida. Dirá en Poemas Humanos: "no poseo para expresar mi vida sino mi muerte", y también —como Octavio Paz muchos años más tarde— asegurará que "sólo se muere de la vida". (Dice Paz, más explícitamente, pero sin duda citando a Vallejo, en un poema de 1952 intitulado "¿No hay salida?", "nadie se muere de la muerte, todos morimos de la vida ").

 

Pero es en las pequeñas muertes de cada día o de cada instante, en esos desfallecimientos del alma o "caídas hondas de los Cristos del alma", precisamente, en donde radica esa experiencia de solidaridad con el prójimo a través de la cual Vallejo recuperara el sentido positivo de la muerte y el valor ético del "morir por otro". Si no puedo dar nada de mí, si no muero un poco con aquel que está muriendo o por aquel que necesita de mí, parece decimos el poeta, entonces qué pobre de dádivas será mi jornada, qué poco generosa y por tanto estéril y culpable: "Perdóname, Señor: qué poco he muerto".

 

Naturalmente el impulso de generosidad hacia el otro no excluye la descorazonadora constatación de lo absurdo: "¿Para sólo morir,/tenemos que morir a cada instante?". Pero, a fuerza de no poder separar el tránsito existencial de lo que él llama el "dominio de la muerte", Vallejo llega a aceptar ese revés de la medalla como algo que, en su ineluctabilidad, no puede ser más que justo. Es el sentido de los últimos versos del poema LXI de Trilce (sobre el que se han dado distintas y no siempre sensatas interpretaciones):

Todos están durmiendo para siempre

y tan de lo más bien, que por fin

mi caballo acaba fatigado por

cabecear

a su vez, y entre sueños, a

cada venia, dice

que está bien, que todo está

muy bien.

También Octavio Paz ha interpretado así la concepción de la muerte que se desprende de la poesía de Vallejo en virtud de ella lo ha considerado "único" en la poesía hispanoamericana. Decía cuarenta años atrás, en El laberinto de la soledad: hay dos maneras de concebir la muerte, una hacia atrás, como regreso, como vacío y como negación; otra hacia adelante, como creación. Vallejo es el único poeta hispanoamericano que se acerca a esta segunda perspectiva. Frente al descreimiento de su siglo, a Vallejo lo socorre su robusta alma cristiana. Octavio Paz, por su parte, llega a ella a través de un ecléctico camino que pasa por la religión precolombina, el protocristianismo y el budismo zen. Pero las conclusiones de ambos son afines.

 

ORIGINALIDAD DE VALLEJO . Único y específico de Vallejo, en cambio, es el proceso de evolución de la idea de la muerte en una progresiva concentración sobre sí mismo, que no obstante excluye toda complacencia narcisista. Así como el dolor de la vida y la violencia de los golpes de la vida los sentirá primero concentrados sobre la Madre España desangrada en la guerra civil y luego sobre sí mismo ("le pegaban todos sin que él les haga nada"), del mismo modo la temática de la muerte pasará a través de esa sombra que se cierne sobre España y por fin se concentrará sobre sí mismo ( "César Vallejo ha muerto").

 

Y luego: "me moriré (...) un día del cual tengo ya el recuerdo". Si antes quería desaparecer para dejar lugar al Otro, ahora quisiera concentrar sobre sí mismo todo el dolor de la humanidad. Su cuerpo se ofrece para recibir, concentrados sobre sí mismo, todo el absurdo y todo el sufrimiento del mundo. Morir entonces. en ese jueves de purificación indicado por la lluvia y los caminos, significa realizar el máximo sacrificio por amor del prójimo y en cumplimiento de un destino establecido de antemano: "un día del cual tengo ya el recuerdo".

 

En una sociedad en que la mínima incomodidad perturba y donde el lujo y el confort se han erigido en valores máximos, la capacidad de sufrir que Vallejo ha descubierto y potenciado en sí mismo constituye una lección extraordinaria de alta moralidad: amar al prójimo, sufrir con él y por él y —si es necesario— morir por él.

 

Los más formalistas dirán que la grandeza de Vallejo está en el infatigable trabajo llevado a cabo con el lenguaje. Los más idealistas, en cambio, pueden encontrar en esta concepción suya de la muerte un argumento irrefutable para afirmar, además de su extraordinaria estatura moral, su absoluta originalidad. Otros poetas hispanoamericanos han hecho de la muerte el eje de sus reflexiones poético-filosóficas. En 1921, con Elena Bellamuerte y otros poemas, Macedonio Fernández empezaba a tejer la red de estrategias literarias en las que atrapar y anular el efecto de la muerte que le había arrebatado prematuramente a su esposa.

 

En 1939, José Gorostiza proponía, en Muerte sin fin, su visión de la existencia como un continuo precipitar en la nada. En 1946 Xavier Villaurrutia, en Nostalgia de la muerte, construía su poética y su posición existencial en torno a la fascinación frente a la nada y a la nostalgia del limbo. Ninguno de ellos concebía la muerte como creación. En la poesía hispanoamericana, por lo menos hasta Octavio Paz, sólo Vallejo ha logrado hacerlo, en gran parte a través del mensaje fundamental del cristianismo, profundamente asimilado por él.

 

Referencias

Julio Ortega. Introducción a Trilce (Edición crítica comentada), Cátedra, Madrid, 1991, p. 13.

Juan Espejo Asturrizaga. César Vallejo. Itinerario del hombre, 1892-1923, Librería Editorial Juan Mejía Baca, Lima, 1965.

Roberto Paoli, Introduzione a Poemi umani – Spagna, allontana da me questo calice, Edizioni Academia - Milano, 1976,p. 11.

José Carlos Mariátegui, El proceso de la literatura, en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Amauta, Lima. 1970, p. 313.

Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica. México, 1986. págs 55-56.

Martha L. Canfield
El País Cultural Nº 299

César Vallejo en Letras Uruguay

 

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