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Un día de esos
Aldo L. Cánepa

De mañana.

Me despierto a deshora. Siento frío. Veo que está amaneciendo. Miro el reloj pulsera: son las cinco y media. Martín se llevó el despertador para levantarse a las siete: ahora tiene clase de contabilidad a las ocho. Supongo que se acordará de fijarse si hay un paquete de basura para sacar. Aunque siempre sale apurado: tal vez no se acuerde. Es matador que los basureros pasen a las siete y media. No me voy a levantar; si se olvida, mala suerte. Anoche apagué la luz cerca de la una y media. No me conviene levantarme, tendría sueño después, fumaría todavía más de lo que acostumbro. Y hoy es un día de ocho clases; y además una reunión estúpida. Mejor me duermo otra vez.

Es inútil: como siempre que despierto a estas horas, me cuesta llegar de nuevo a las hondonadas del sueño. Me invade una terrible lucidez, de la que prefiero escapar. Ya lo había señalado Melville. En Bartleby. Trataré de escapar de ciertas ideas que me persiguen. La película que vi anoche me impresionó muy bien, realmente. No lo hubiera esperado de una película argentina. Ese padre maduro, abandonado hace años por su mujer, maestro jubilado que vive en una especie de conventillo con su hijo – un hijo de la edad de Martín- es algo así como un ideal, inalcanzable para mí - ¡y para cuántos!- de hombre equilibrado a pesar de la locura y la histeria que lo rodean. Lo que apreciaba Hamlet, lo que encontraba en Horacio. Mejor me levanto y saco el paquete de la basura, a lo mejor Martín se olvida.

Ya está el paquete en la vereda. En la casa de enfrente, contra el árbol, hay un montón de desperdicios: deben haber puesto un paquete de noche y un bichicome lo habrá deshecho. Creo que el primero pasa a eso de las dos.

Vuelvo a acostarme para dormir un poco más. "La guerra del cerdo": ¡cuánta realidad en un argumento fantástico! Oigo pasar al primer bichicome de la mañana; voy a mirar por la celosía: se detiene, toma mi paquete sin abrirlo, lo pone en el carrito y sigue calle abajo. Bueno, a dormir. Ese Slavin ¡qué actor tan adecuado al personaje! Es cierto que la película puede ser interpretada como una acusación contra la juventud revolucionaria, con esos jóvenes que quieren matar a los viejos. Pero podría entenderse como; los jóvenes que quieren matar todo lo viejo. Y me parece que el sentido es más amplio y sugiere el rechazo de todo extremismo. Había poca gente en el cine; esta película debe haber tenido escaso éxito. Bueno, me levanto: no hay caso de dormirme otra vez. Después de todo, madrugar es algo que me gusta hacer de vez en cuando. Ahí pasa el segundo carrito de la mañana.

Caliento un poco de leche para tomar antes del mate. Ya hay sol. Voy a subir a la azotea.

Va a ser un lindo día de primavera. Los árboles de la calle-sin podar desde hace años-muestran el delicado verdor de su follaje naciente. Martín me grita que se va sin desayunar, cierra la puerta de calle de un golpe. Yo bajo a tomar la leche y aprontar el mate.

Arriba otra vez. Tengo la mañana libre: primera clase a las dos. Ahí va otro bichicome. Y otro más. Cinco en dos horas. ¿A dónde irá el país? Por mi parte, tengo mis horas para leer, para recostarme en el perezoso, para escuchar música. No debería quejarme. No me han echado de Secundaria. Al contrario, voy a jubilarme por mi cuenta. Aunque unos años antes de lo que pensaba, porque esto ya no se aguanta. No me he convertido tampoco en una máquina de repetición, como tantos. Como Fabián, que un día sacó la cuenta delante de mí: entre prácticos y teóricos de Química sumaban ochenta horas por semana. Tenía coche, claro-un Volkswagen-para trasladarse a sus cinco liceos; creo que eran tres públicos y dos privados. Pobre Fabián. No alcanzaba a tener más de treinta años. De las ocho de la mañana a las doce de la noche; incluyendo sábados. Ni tiempo para darle cita a una mujer, como me dijo. Y una noche se estrelló en la Rambla y muró desangrado.

De tarde.

Toca hacer un escrito en uno de los grupos del primer turno y otro en uno del segundo, de modo que la jornada me resulta más liviana. Mientras los alumnos escriben, fumo en mi pipa, respondo alguna consulta, miro los fragmentos de cielo que dejan ver las altas banderolas. El primer tema los hará escribir sobre la angustia del Darío de los Nocturnos, sobre su pavor abismal por "no saber dónde vamos, ni de dónde venimos". No me imagino saber algo auténtico, no me imagino poder enseñar cosa alguna o mejorar y convertir a los hombres". Nada de todo eso me parece consolador, y sin embargo, mágicamente, me consuela.

Cambio de liceo para asistir a una de esas inútiles, ridículas, irritantes y obligatorias reuniones de profesores de Literatura y de Idioma Español, cuya finalidad es discutir la ortografía de los estudiantes. Es un liceo privado. La Secretaria, que debe prescindir esta reunión, se retrasa; puedo así enterarme de ciertas cosas interesantes. Una profesora joven cuenta lo que le ha pasado en esos días en un liceo privado. Llegó la nueva Inspectora de Literatura; concurrió a su clase; luego, aparte, le dijo que no se inquietara por lo que iba a decirle. Este preanuncio la inquietó, naturalmente. El problema era que había dado un autor prohibido. El autor era Lope de Vega, y Fuenteovejuna la obra dada en clase. La joven profesora se inquietó mucho más y preguntó cómo era posible que no estuviese permitido enseñar un autor que figura en los programas de Literatura; a menos que hubiera una notificación escrita que ella no conocía. La Inspectora le respondió que no había ninguna circular al respecto y que tenía que averiguarlo bien, pero que era un caso análogo al de otros autores; como, por ejemplo, Juan José Morosoli. La profesora seguía inquieta y le preguntó cómo haría para saber si un autor que figuraba en los programas estaba prohibido; y ¿qué pasaba con Martí?. La Inspectora, muy honestamente, la tranquilizó diciéndole que iba a hacer una llamada telefónica para asegurarse. Y la hizo, porque al día siguiente comunicó al liceo que Martí y Lope de Vega podían ser comentados en clase; pero en Fuenteovejuna había estado prohibida-ya no-por la deformación que se había hecho de ella en ciertas representaciones teatrales. Terminado ese relato, otra profesora comenta que ha oído que se va a prohibir a Sartre y a Kafka; y, en Psicología, a Freud. Un profesor refiere que a los docentes de cierto instituto les pareció correcto declarar en el acta de la reunión que el problema de la ortografía no podía resolverse al nivel de Preparatorios, y que por lo tanto no veían motivo para reunirse todos los meses; se les contestó con una nota en la que se les expresaba que, de todos modos, debían hacer las reuniones. Llega a esta altura nuestra Secretaria. La conversación que sigue carece de todo interés.

De noche.

Regresar a casa para cenar significa apurarse. Eso no paga con mi añeja costumbre de tomar mate amargo con pan y queso. Opto, pues, por trasladarme a una cervecería cercana, donde me doy un banquete no menos exquisito: un chopp y tres frankfurters. De vez en cuando puedo permitirme este lujo.

Tras lo cual subo a un ómnibus para dirigirme al Larrañaga, donde me esperan mis últimas clases. Al subir al vehículo mis ojos se topan con un pequeño letrero adornado con una margarita: "Sonríe: Dios te ama". Como el otro, que aparece en algunos coches particulares "Preparate: Cristo viene", me hace un pésimo efecto. En cambio, me ha resultado consolador el letrero puesto en una iglesia céntrica: "Al final, el espíritu siempre gana".

Aunque ¿es así?

Llego con suficiente tiempo como para fumar pipas en la sala de profesores. Suena finalmente la campana y me dirijo al primer salón, atravesando el largo patio repleto de estudiantes. No hay recreo entre la clase anterior y ésta, lo cual significa, en un local tan grande, que los primeros minutos se pierden. En esta ocasión, los minutos perdidos van a ser más: cuando, recostado en el pupitre, me dispongo a comenzar, entra al salón un hombre de piel un tanto oscura y espeso bigote negro. Es el nuevo Subdirector. Me saluda y dice que va a hablar a los alumnos. Yo me quedo de pie, a un lado. Lo esencial de su discurso – aparte del comienzo, en el que les reprocha no haberse puesto de pie cuando él entro, consiste en advertirles que no se puede concurrir al liceo con bigote. Pasmo general.

Los estudiantes del Nocturno son casados, con hijos, o al menos mayores de edad. Pero es la Autoridad la que dispone ¿Cómo oponerse? Cumplida su misión, la Autoridad con bigote me saluda correctamente y se retira. Me dispongo entonces, como si nada hubiera ocurrido, a dar mi clase de literatura. Y la doy. Y la termino con la certeza de que pocas veces he sido menos escuchado. Cuando salgo del salón se me acercan algunos alumnos, irritados por la nueva prohibición. Uno alega que es inconstitucional. Yo ya sé que el Subdirector ha contestado ante protestas similares, muy llanamente: "Ahora no hay Constitución, ahora mandan los militares". Y él lo es. De modo que el argumento está fuera de época.

Concluyen mis clases de la jornada y me dirijo por última vez a la sala de profesores. En el corredor me cruzo con un adscripto. Este fue el que contestó, cuando le preguntaron qué haría si un hijo le resultara sedicioso: "lo colgaría de árbol, en una plaza". Excelente padre, óptimo ciudadano.

Mientras hago en las libretas las anotaciones correspondientes, alguien me toca en el hombro, diciendo: ¿cómo te va? Por fin, una voz amiga: es Pablo, quien además de profesor es empleado de U.T.E. Su presencia me reconforta. Sabe decir que cuando le preguntan cómo marcha el ente distribuidor de luz eléctrica, ahora sembrado de coroneles y de espías, contesta con la mayor convicción: "!como nunca¡", reservándose decir "porque nunca estuvo peor" para cuando habla con alguien de su confianza. Y si le preguntan cómo le va a él en UTE responde: "no me puedo quejar"; pues ¿Quién se animaría a quejarse? No tiene tiempo para quedarse a charlar, y ambos lo lamentamos. Antes de salir desliza en mi oído esta pregunta burlona: ¿Te sentís realizado?

Aldo L. Cánepa
De "Cuentos a granel", Tradinco, 1989

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