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Desde la Facultad
Aldo L. Cánepa

Llueve despacito. Acodado en esta ventana del piso de arriba miro la larga hilera de edificios que sobresalen del agua. El último es la Torre del Salvo, donde está la Guardia. Por allí va a aparecer el bote de vela con papá y el tío regresando de la pesca. Pero todavía es temprano. Si el tiempo fuera bueno iría a correr por el techo de la Facultad. Me vienen ganas de ir, a pesar de la llovizna; pero mamá se daría cuenta al ver mi ropa mojada. Cuando no llueve, casi todos los chiquilines estamos en el techo jugando. Aparte de los mayores. Somos catorce los que vivimos aquí, en la Facultad de Ingeniería. Quince, contando al que nació ayer, que se llama Nacho. La madre apenas me dejó tocarlo. Siempre hay alguien que nos vigila en el techo por si caemos al agua o pisamos la parte que está sembrada con verduras. Desde el techo se ven, muy cerca, las otras Torres, una más alta que las otras donde vive mucha gente. Lo que hay más lejos es el mar, y en todas direcciones se ve el mar.

Cuando papá no tiene que pescar y está de buen ánimo, nos lleva a Quico, a Alfredo y a mí a dar la vuelta a las Torres, sin usar la vela y remando sin apuro. Entonces cantamos y les gritamos a los de las Torres, que nos contestan todavía con más barullo. Pero el gran paseo, que hice sólo una vez, es hasta la maravillosa Torre del Salvo: navegamos bordeando la línea de grandes edificios, que termina en lo que se llama El Centro, donde además del Salvo, lleno de preciosos adornos, hay enormes construcciones donde viven cientos de familias. Allí, bajo las aguas, está la estatua de Artigas, hasta la cual, una vez, descendió buceando papá. Alrededor de la estatua paseaba la gente, a pie, sobre el suelo, cuando las aguas estaban bajas. Porque, antes de que yo naciera, todos los edificios estaban secos hasta la base y la gente caminaba por la tierra. Un día el mar empezó a subir y a subir y en pocos meses todo se inundó. Luego continuó subiendo y tapándolo todo, hasta llegar lo que es hoy. De manera que sólo emergen los edificios más altos y, sobre todo, las isla del Cerro, donde está el Gobierno. Papá me prometió que un día me va a llevar, y así podré caminar sobre el suelo seco, entre cientos de casas bajas que nunca se inundan.

Ahora estoy mirando a lo lejos una mancha oscura y borrosa por la llovizna, que se agranda poco a poco. Se anuncia con un toque de sirena. Yo sé muy bien qué es y adónde va. Es el Ozono, el barco grande, que viene cada dos o tres meses. Deja detrás una estela de humo: es uno de los pocos que navegan con motor. Se acerca. Parecería que va a chocar precisamente contra esta ventana. No es por casualidad que están retirando las líneas de pesca que asoman por las ventanas del piso de abajo. Aquí todo el mundo pesca. Menos yo. Bueno, yo y los demás chiquilines de mi edad. Sobre todo después que Quico, que es uno de los más grandes, enganchó un pez tan enorme que lo arrancó de su sitio, lo tiró al agua y ya lo arrastraba cuando atinó a soltar el sedal. Ya está aquí el Ozono. Es impresionante verlo. Se detiene a pocos metros y el enorme casco me tapa la visión. Mirando hacia arriba veo la escala que tienden al techo de la Facultad. Van a bajar la bolsa del correo y las mercaderías. Entre éstas los sedales, tan necesarios, y el combustible para encender los faroles y también las estufas, pues se acerca el otoño. Pero no tiene gracia quedarse sin ver más que el agua que bate contra el casco. Así que me voy al techo, a la parte protegida por el tejado.

Ahora estoy contemplando la descarga, que se hace para nosotros y para los de las Torres. Hay mucha gente aquí. Ya no llueve. Me sorprende ver que una familia se está despidiendo: Pablo, su hermana menor, Mariela, con la cual jugué muchas veces , y los padres, junto a los cuales hay una cantidad de bultos. Mariela me saluda con la mano. Debe creer que van de paseo, pero yo temo que no vuelvan. Los que se marcharon en el viaje anterior no regresaron; fueron a los Andes, creo, y eso queda muy lejos. Esto me hace acordar que una vez escuché decir que los bloques en que vivimos no van a resistir muchos años más, porque el mar los desgasta por abajo y la lluvia y el viento por arriba. ¿Tendremos que irnos todos a la Isla del Cerro? ¿O mucho más lejos? Yo quisiera vivir siempre acá.

Todo el mundo ha venido al techo. Veo a mi madre, a los padres de Alberto y de Quico, a don Luis, el cura, a don Pablo, el maestro, a don Gaspar, el médico. Los de las Torres tienen otro maestro, pero no tienen médico, de modo que don Gaspar va también a curarlos.

La descarga terminó. La mamá de Mariela y Pablo me llama. Me acerco y me besa llorando. Yo beso a Mariela. Suben el equipaje y detrás suben ellos. Las chimeneas echan mucho humo. Levantan la escala. La sirena atruena el aire. Todos saludan, todos gritan y agitan pañuelos. El barco se mueve, se aparta de la Facultad. Ahora vira. Ya se aleja. Se hace cada vez más pequeño. Y a un lado, entre el barco y la Torre del Salvo, alcanzo a ver una vela que no puedo confundir: son papá y el tío que regresan. Demorarán un buen rato en llegar. Pero ahí viene Alfredo a jugar conmigo. ¿A la bolita, Alfredo?

Aldo L. Cánepa
De "Orden alfabético", Tradinco, 2004

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