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Américo
Aldo L. Cánepa

"Tengo dieciocho años y estoy enamorada": me lo vengo repitiendo desde que llegué a la plaza. Ahora que estoy sentada en el banco de siempre, donde nos hemos encontrado tantas veces, donde aún nos encontraremos, continúo preguntándome por qué no experimento ninguna emoción. O tal vez siento algo así como una tristeza apagada que no me hace llorar. O más bien un cansancio, un sentirme distinta y lejana. Me viene a la memoria la canción que me llenaba los ojos de lágrimas: "La misma plaza . . . el mismo banco . .

Efectivamente, todo está igual. Es temprano para que haya alguna mimación en una modesta ciudad de campaña. Hace calor y las hojas de los árboles están inmóviles. La plaza permanece desierta, como las calles y las casas que la rodean; como el cine – que abrirá sus puertas de noche - , como la iglesia – cuyo antiguo reloj me dice que falta media hora para la cita.

Sólo desde la esquina del café asoman sus caras los mirones de todos los días. En el otro extremo de la plaza se han encontrado dos viejas de luto y pañuelo negro en la cabeza. Conversan sin que se les ocurra sentarse. Ahora pasa un muchacha que quizá tenga mi edad, a la que conozco vagamente: lleva un paso ni lento y rápido, me mira con ligera curiosidad al pasar. Se va perdiendo poco a poco a lo lejos; al seguirla con los ojos me parece que fuera diciendo: "Nací aquí, vivo aquí, me casaré aquí; no me interesa nada más".

Todo está igual: monótono, desvaído, insufrible. Y todo está igual que cuando me parecía maravilloso. Como si un mes en Montevideo hubiera dado vuelta mi mundo, detesto lo que antes quise. Aunque sé bien que el viaje sólo remachó lo que estaba clavado en mí; y que haber tenido unas cuantas conversaciones o haber visto cierta película o una salvaje actuación de la policía no me han transformado en otra. Ya había visto, aquí, ya había oído ciertas cosas y empezado a sentir aversión por gentes que miraba con buenos ojos no hace siquiera un año. Y ya me había hecho ver y oír por la calle principal con compañeros de estudio, con obreros, con desconocidos, llevando carteles y dando voces contra este gobierno – es decir, contra la injusticia, contra los abusos -. Por eso mi padre me amenazó con mandarme al campo. Por eso, también, reñí con Américo.

Mil novecientos sesenta y ocho ha sido el año de mi despertar, el de mi descubrimiento del planeta; y he llegado a comprender cuál es mi verdadero lugar en el mundo, mucho menos simple y bondadoso de lo que sospechaba. Ahora sé que tengo obligaciones que antes desconocía. Lo malo es que tanto mi padre como Américo también "saben" y están seguros"; y no sólo de sus deberes sino, además, de los míos, determinados antes de que naciera.

Tengo dieciocho años. ¿Estoy enamorada?

Mi padre, y mi familia entera, son el pasado, la familia patriarcal, el establecimiento de campo, las mujeres subordinadas sin discusión posible, la iglesia consolidando la posición social de la familia poderosa y respetada. Los hijos afianzan la riqueza elaborada por padres y abuelos: los varones agrandan la estancia, las mujeres hacen algo parecido mediante un casamiento acertado. Cuando los hijos son muchos, la familia tiene a honra que uno de ellos sea sacerdote; y una de las mujeres, como concesión máxima al espíritu moderno, puede estudiar magisterio, no tanto para ejercerlo como para contar con el título. Todas esas ideas han muerto, pero no todos lo saben y muchos gastan aún sus vidas en defenderlas.

En este punto de mi historia familiar encajo yo, la hija menor. De la estancia a la capital del departamento, para que llegue a ser maestra, puesto que he insistido en ello. Si me descarrilara, regresaría por fuerza al hogar patriarcal, para vivir como una monja hasta que me case. ¿Y con quién me casaré? El campo y la ciudad lo saben, y en consecuencia: los pastos y el asfalto lo repiten sin duda ninguna: me casaré con Américo.

El es lo que nadie vacilaría en llamar "un buen partido". Hijo único de un comerciante de plaza, buen mozo, seguro de su valer, de lo que representa. Sus dos ambiciones mayores son: acrecentar la solidez de la firma paterna y llevarme definitivamente a su casa y a su cama. No sé cuál de los dos objetivos es el más importante. Su contrariedad máxima es saber que he formado parte de una manifestación de protesta –y no por última vez-.

De manera que, mientras la tarde avanza y una suave brisa veraniega se levanta y hace estremecer el follaje, yo delibero. Pienso en mi padre, que es bueno a su manera, y pienso en Américo, cuyo nombre es tan poco adecuado para quién tiene sólo preocupaciones locales. Lo conocí en esta misma plaza, en una tarde feliz de carnaval. Yo tenía catorce años, él dieciocho. Esa noche bailamos en el Club; en la primera pieza se declaró y lo acepté. Pasaron muchos meses antes de que la relación fuera normal, pero él llenó mis pensamientos desde entonces; y desde entonces me consideré suya, como cosa natural y para toda la vida.

Ahora está afluyendo gente a la plaza. Entre ellos veo algunos conocidos, que me saludan; no se acercarán, porque saben que a esta hora Américo suele encontrarse aquí conmigo. Allá viene. Con su paso firme de costumbre. Mirándome desde lejos, sonriente, con las ganas de verme y reconciliarse y abrazarme acrecidas por un mes de ausencia. Américo. Mi primero y único amor. Ya está a mi lado. Murmura un saludo cordial, me besa en la mejilla, se sienta junto a mí. Y entre las preguntas acerca de mi estadía en Montevideo deja escapar una, muy casual: "¿Y? ¿Se te pasó aquello?".

Tengo dieciocho años. Punto y aparte.

Aldo L. Cánepa
De "Cuentos a granel", Tradinco, 1989

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