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Trabajo de hormiga
Miguel Ángel Campodónico
Del libro "Entre humanos y otros animales"
campo@montevideo.com.uy

 
 
 

Si camina lentamente, si arrastra los pies descalzos (lo único que puede arrastrar cuando camina), si llega en pijama al rincón de la habitación en la que duerme desde que tiene memoria (es decir, desde siempre, nunca tuvo amnesia), si se agacha, si se pone de rodillas, si baja la cabeza, si se estira cuan largo es, si acerca la nariz al agujero del zócalo que le quita el sueño (por algo se dijo que está descalzo y que lleva pijama), es simplemente porque tiene que averiguar cuántas hormigas hay encerradas ahí adentro.

El agujero es, en verdad, un agujerito, un orificio apenas visible, la punta de un alfiler (sentido figurado, no hay alfileres por ninguna parte), un lunarcito (algo más de sentido figurado), dibujado en el ángulo oscuro de su habitación.

Es la quinta vez que lo intenta, tiene quinientas sesenta y nueve hormigas contabilizadas, pero está lejos de convencerse de que esa sea realmente la cantidad exacta. La noche anterior, al terminar (o al creer que había terminado) tenía dos hormigas de diferencia con el total de la suma de la tarde. Antes, la primera vez, la cuenta le había dado cinco hormigas menos que la segunda (así no se puede dormir).

Si suma, si cuenta y cuenta, si vuelve a sumar, es porque a él le interesa preparar un plan de acción que, en realidad, no sería de batalla, más bien se trataría de acordar un pacto de no agresión, establecería fórmulas precisas de convivencia, hasta se ha planteado seriamente la posibilidad de llegar a la resistencia pacífica, es decir, sentarse con las piernas cruzadas en el suelo, en medio de la habitación, hasta que las hormigas entendieran que para él es vital saber cuántas son.

Lo único que él reclama y reclamará es que lo dejen dormir. Por supuesto que él es incapaz de matar a una mosca (digamos mejor, a una hormiga). Si fuera capaz, todo terminaría muy rápidamente, debería calzarse, por supuesto, y empezar a dar pisotones ni bien ellas salieran del escondite. Y asunto terminado (y aplastado). Pero no va a animarse (la solución está en otro lado). Primero debe saber cuántas son y después sabrá cómo actuar (no es lo mismo verse invadido por once hormigas que por doscientos treinta y cuatro, por ejemplo). Lo único que sabe un fanático de la no violencia como él, es que un hombre muy despierto vale por dos (hombres dormidos).

Pero nada es fácil (sería lo mismo decir que todo es difícil). En estos últimos días (y especialmente en sus noches) ha debido seguir un camino en permanente devenir (y de ir). Vigila una caravana en perfecta formación que, partiendo del agujerito (punta de alfiler o lunarcito), llega hasta su misma almohada cada vez un poco más fofa (en realidad, la almohada no es suya, se la prestó su tía, pero esto no hace al fondo ni a la superficie de la cuestión que nos ocupa), observa cómo la marcha forzada se enlentece de pronto para que las hormigas puedan saludarse rozándose las antenitas, repara en que, inmediatamente después de los corteses saludos, recuperan el paso decidido hasta el agujero del zócalo (en adelante y para siempre llamado hormiguero), ve de qué manera entran los minúsculos granos blancuzcos que han robado del relleno de su almohada (de su tía), mira cómo vuelven a salir más ligeras de equipaje y retoman el camino hacia la almohada que continúa enflaqueciendo, se impacienta porque otra vez se saludan al cruzarse en la peregrinación de ida y vuelta, regresan al hormiguero (siempre cargadas), salen (descargadas), se saludan de nuevo, marchan hacia al hormiguero (cargadas), etcétera, etcétera, etcétera. Y nunca, en ningún momento, los heminópteros (machos, hembras fecundas y estériles, en fin, todo lo que ahí hay), han demostrado la menor (ni la mayor, ni la intermedia) intención de abandonar la habitación. Las laboriosas siguen trabajando, siempre en movimiento, pertinaces los animalitos, como para que él inevitablemente piense en las cigarras.

Cada segundo que pasa se siente un poco más cansado, él sigue esperando que a esta hora de la madrugada se decidan a salir para reiniciar la cuenta (con las dificultades del sueño que está a punto de vencerlo y con las que conlleva contar hormigas, siempre tan parecidas las unas a las otras). "¿Por qué en mi cuarto? Acá no hay tierra, ni siquiera polvo, ni plantas, ni flores, ni mugre, ni sobras de comida, ni soy un fabulista dispuesto a inmortalizar a las hormigas, entonces, ¿por qué en mi habitación?" (se pregunta y bosteza, y vuelve a bostezar varias veces). Dormir sin sobresaltos es su único sueño a punto de evaporarse y, sin embargo, se le debería conceder, nunca estuvo vinculado a  Partido Político alguno, es un ciudadano lúcido con la conciencia en paz. ¿Por qué, entonces, no puede dormir? En su obsesión, él va mimetizándose con esas hormigas tan trabajadoras, se convierte en un monomaníaco que únicamente piensa en su trabajo, la idea fija lo atormenta, es un tractor mental que no se detendrá hasta contar a todas las hormigas con exactitud, hasta que llegue a saber cuántas son (¿cuántas son? ¿cuántas?, ¿eh?, ¿cuántas, por favor?).

La duda crece como una flor, como una rama, como una planta, como un árbol (también como un budín a punto, para salir del reino vegetal). Es que podría ser que dos veces consecutivas llegara a una misma cantidad, pero ¿dónde se animarían a asegurar que él habría llegado a la verdad, que esa cantidad repetida fuera realmente el número de hormigas que lo invadieron. Una hormiga (esto es lo desquiciante) una sola alcanzaría para llevarlo a la equivocación, una que podría haberse quedado en el hormiguero (custodiando, limpiando, descansando, enfermando, deprimiendo, soñando) y él sentirse muy feliz porque por fin había llegado a la cantidad esquiva. Sin embargo, se habría equivocado una vez más (la escondida en el hormiguero también valdría). O podría ser que otra cualquiera se hubiera muerto después que él terminara la cuenta y si la había incluido en el censo insectil cuando todavía estaba viva todo se vendría de nuevo abajo (muerta en el hormiguero ya no vale). Se ve como un general paseándose nervioso mientras pregunta cuál es el número de las tropas enemigas que avanzan por el flanco noreste sin que nadie se atreva a contestarle con exactitud (¿cómo replegarse, entonces, cómo reagruparse, cómo tocar atención, cómo proponer la paz al enemigo y, sobre todo, a cuántos enemigos?).  No hay salida a la vista (ni al oído, ni al tacto, ni al olfato). Quizás haya salida al gusto. Quizás.

Y finalmente se ha quedado dormido en el suelo con la cabeza casi clausurando la entrada del hormiguero (extenuado, agotado, ni los pacifistas más recalcitrantes resisten sin dormir). Pero las hormigas no dejarán de cumplir su misión porque haya aparecido ese muro (ineficaz) en su camino. Él duerme, cuenta hormigas (no ovejas, por supuesto), se imagina un oso hormiguero, un magnífico ejemplar, un mamífero desdentado de lengua larguísima (y delgadísima) con la que va recogiendo a las alarmadas que atropelladamente tratan de escapar de los lengüetazos pegajosos. Y el oso hormiguero del sueño sigue con la suma, está contando las que traga (ciento doce, ciento trece, ciento catorce). La realidad sigue su curso al lado de su sueño. Continúa profundamente dormido con la boca bien abierta y respirando con notoria dificultad (antiguos problemas de amígdalas), pero ellas (se habla siempre de las hormigas, no hay otro tema, las amígdalas se acaban de mencionar por primera y por última vez), de improviso, mientras buscan el camino del hormiguero, se tientan, hasta se distraen unos instantes. Y caminan sobre su cuerpo, profanan su nariz, exploran tímidamente el portón de los orificios (dos) sin llegar todavía a la pituitaria, y se aventuran finalmente a inspeccionarle la boca, a pasear por la entreabierta cavidad, a oscurecerle los dientes y los labios (es posible, como se dijo, que entonces haya solución al gusto si no la hubiera a la vista). Mientras tanto, él continúa (ciento quince, ciento dieciséis, ciento diecisiete), y por primera vez las está contando sin error, con precisión de milimétrico instrumento de laboratorio, de tecnología de avanzada (no de retirada), tecnología verdaderamente de punta. Y punto. Y punto y coma: hormigas.

 

Del libro "Entre humanos y otros animales"
Miguel Ángel Campodónico

campo@montevideo.com.uy 

 

 

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