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Hacia el sur
Miguel Ángel Campodónico
Del libro "Entre humanos y otros animales"
campo@montevideo.com.uy

 

A Luis, hermano, también como en un principio

 

Podría irse, si quiere que se vaya, total se puede ir. Porque la calle es para los camiones, acá no entran, y mayor deseo él no tiene, que le gusta caminar mientras escucha el ruido de los motores y los olfatea sin descanso. Entonces, que se vaya, si de noche abriendo la puerta de la pieza nadie vigila los corredores, ellos están tirados en las camas, descansando como en casa, pero con uniformes y sin mujeres. Que cualquiera que esté en el baño la alcanza a la banderola. Un niño no, pero acá adentro tampoco hay. Y él no necesita tener ganas de ir al baño, alcanza con que vaya y se trepe. Después el salto hasta el pedregullo que no falta en el cantero y ya está.

Para quejarse todo el día porque no huele un camión desde hace años, ¿qué es lo que gana si se muere de miedo cuando piensa en la banderola? El mareo le puede dar, no digo que no, pero es muy poca la altura, apenas los rasguños al caer sobre el pedregullo y nada más. Hacerse el dormido en la cama no le sirve, esconderse abajo tampoco, ni siquiera correr de un lado a otro por los corredores, siempre lo alcanzan y vuelven a amarrarlo, cuando quieren ellos saben cumplir con su trabajo, si no que lo digan sus marcas en las muñecas y en los tobillos. Aprietan fuerte, eso sí.

No sé cómo repetirlo, ya no tendría más cicatrices en el cuerpo. Y dice que conoce los horarios de los camiones ganaderos que van para el sur, puede ser, pero si cambiaron no importa, hace tanto que no los ve. Él olfatearía enseguida uno con esa nariz que no le falla y se treparía hasta el final. Porque es gracioso, yo no puedo ir al baño, no serviría para nada, a mí no me gustan los camiones. Y menos las veredas llenas de gente que va y que viene, me dan ganas de envolver la maceta para que no la vean, son capaces de robármela. Como aquella vez, no me olvido, fue de tarde, me empujaron a propósito y se cayó al suelo, pedacitos rojizos quedaron sobre las baldosas grises. Y lo peor, la pobrecita que me miraba desde ahí abajo, sola y sin maceta, pidiéndome la mano que se la iba a dar si no fuera por el pie del grosero que la vio y la aplastó. Claro que ya la agarraba, después con una maceta nueva de tierra fresca vivía muchos años más. Pero difícil, no se puede proteger a una rosa joven en la calle, vienen los otros y las matan porque no les deben gustar.

Ahora siempre acá, junto a la nueva, la hija de la pobrecita, qué suerte que aquella vez no la había sacado a pasear. Que no le falta nada para lo que se merece, sol y agua no le faltan, paraíso tampoco, mi pequeñita alegría.

Entonces, yo no voy al baño, tiene que ir él, para que se decidiera ya le hablé bastante con la regadera en la mano, que nada más miraba caer el agua y no estoy muy seguro de que me entendiera. La caída de algo no puede ver que parece hipnotizado, con los ojos para abajo, y le viene el mareo. Pero detuve la llovizna creo que a tiempo para que me escuchara bien.

Ahora, en este momento, ya en su pieza, sentado en la cama pensará sí o no, y no quiero aparecerme otra vez a decirle lo mismo, sería un cargoso y cada uno tiene derecho a resolver al fin. De la forma que resolví mi problema, dijeron que con suerte porque me recogieron y me trajeron para acá, pero nadie me ayudó, vine porque me dejé traer.

Y él todavía para peor agitándose si me ve llegar porque cree que me voy a poner a regar cuando se da cuenta que tengo la regadera en la mano. Imposible explicarle, no entiende que una vez por día nada más, siempre de noche riego y hoy hace ya media hora que le di bastante para beber. Necesitaría ayuda si no sabe decidir, pero a veces es peor, hubiera terminado mal yo si me hubiera dejado convencer de que nunca más flores, que también la gente necesitaba mi atención. Como me decían todos. Me sobra experiencia para saber qué es lo que conviene hacer. Y yo lo hice.

Apuesto a la necesidad que tiene de oler, seguro que ya se levantó de la cama, no le importa el mareo que le va a venir. Mejor lo compruebo ahora mismo, si yo también puedo andar por el corredor porque ellos siguen dormitando adentro de sus uniformes, que yo no existo con mi maceta en la mano. Ni el baño al que voy tampoco.

Así está bien, una puerta abierta si no está cerrada deja ver hacia adentro con facilidad. Llegó, sí. Y está temblando, yo sabía, pero pronto para pasar por el hueco de la banderola que lo acercará a los camiones que van para el sur. ¡Qué buena idea haberme decidido a venir! Podré darle el empujón final, qué divertido, es casi como decía mi madre que me hacía falta, se lo voy a dar.

Necesito las manos libres para empujarlo por el hueco, entonces no me permites ayudarlo y por eso un minuto apenas te dejo en el suelo, hasta para recordarlo cuando yo necesite pensar si alguna vez ayudé a alguien, algo que me decían que yo era incapaz de hacer. Ya lo ven, estoy empujándolo, ¿no?

Volando a olvidarse para siempre de las amarras en las muñecas y en los pies, allá se va, no bien empezó el corto vuelo el temblor está, pero esta vez es distinto, algo está por lograr. Después de mi empujón, ya sobre el pedregullo no tiene posibilidad de confundirse, solo caminar  tras el olor que le falta.

En puntas de pies, asomado por el hueco de la banderola abierta de par en par, lo diviso todavía corriendo por el parque, entonces qué alto me siento de pronto tan estirado, llego a ver las copas de los árboles, y como en la gimnasia de la escuela, uno dos, arriba abajo, banderola suelo, suelo banderola, siendo niño otra vez, es divertido, siempre los árboles allá, pero él que ya desapareció, un poco más, uno dos, arriba abajo, punta talón, banderola suelo, tanto tiempo que era un niño, no lo soy, pierdo el equilibrio, trastabillo, uno pero al dos mi pie grosero que la aplastó a la pobrecita, a la hija del injerto.

 

Del libro "Entre humanos y otros animales"
Miguel Ángel Campodónico

campo@montevideo.com.uy 

 

 

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