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El silencio de mi voz
Miguel Ángel Campodónico
Del libro "Entre humanos y otros animales"
campo@montevideo.com.uy

 

A Beatriz, como en un principio

 

intentaré, a pesar de todo, y sabiendo que aumentará la confusión sobre mi partida, explicar mi desaparición del mundo del ruido para que no me busquen inútilmente ni se culpe a nadie de lo que pudiera ocurrirme, según los temores de la sociedad que abandono,

trato, precisamente por eso, además, de dirigirme a quien corresponda parar solicitar humildemente que se acepte mi renuncia a fin de que no inicien contra mí el Juicio por Espíritu Desadministrativo, lo que supondría que las Voces se pondrían en marcha para ubicarme con el propósito de llevarme después al Sector Cero, en el que se conversan los casos desadministrativados,

y por último recuerdo que dudo acerca de la verdad de lo sucedido tal como aquí lo escribo, aunque puedo asegurar que las cosas ocurrieron realmente mucho antes de un modo que fue fielmente registrado por mi cerebro, siendo de lamentar que me sea imposible trasladar aquella actividad mental espontánea y sin palabras –ya fenecida- a este presente provocado, escrito en hojas prudentemente silenciosas.

Desde mi niñez fue notorio que mi voz no alcanzaba la fuerza de la mayoría. Mis palabras eran audibles solo para quienes se encontraban a mi lado, muy cerca de mí, casi rozándome. Tanto que me resultaba imposible igualar la contundencia de cualquier voz ajena, incluso la de mis compañeros de escuela más débiles. El tiempo sirvió únicamente para reducir todavía más mi capacidad de hablar normalmente. Pero hubo un cambio. Aquella mera imposibilidad orgánica fue transformándose paulatinamente en una postura deliberada. En una actitud mental. Ya no tenía que repetir tres veces mi contestación a una pregunta imbécil o reiterar hasta el cansancio mi apellido al funcionario que seguía al pie de la letra las instrucciones de un formulario a llenar, solo porque me costara hablar sino, además, porque no quería hacerlo. Las palabras me salían sopladas o se quedaban en el fondo de mi garganta convencidas de que no valía la pena asomarse al exterior para terminar siendo eliminadas por otras palabras. Seguras de que no podrían decir exactamente lo que yo quería y de que estaban destinadas a desaparecer ni bien estuvieran en contacto con el aire, preferían no nacer. Por eso me costaba tanto hablar. Cuando me encontraba en situaciones parlantes típicas –las que tan bien conocen allá afuera- de las que no se me dejaba salir sin pronunciar alguna palabra, me ponía rojo, transpiraba, resoplaba por el esfuerzo que me demandaba despegar las palabras para que llegaran a los oídos de quien las esperaba impacientemente.

Así llegué a la construcción de mi teoría acerca de la imposibilidad de comunicación entre los seres humanos y de la inutilidad de toda tentativa en contrario que, de haber confiado en la palabra escrita, hubiera publicado con el simple título de Filosofía del Silencio. La única vez que estuve a punto de caer en la tentación de intentarlo –años después- me encontré con que se trataba de un libro sin palabras de cuyo título, además, no tenía la menor idea de lo que quería decir. Fue entonces cuando hice la prueba con algunos compañeros del Sector Cuatro, entregándoles algunas hojas en blanco al tiempo que, con gran desgaste físico, les susurraba explicaciones sumarias sobre la naturaleza de mi trabajo, todo lo cual fue recibido con una enorme cantidad de palabras. Y esto me hace recordar –lo que demuestra que el mío ha sido un largo proceso- que siendo adolescente copié, sin aceptar entonces que la palabra escrita y la hablada eran casi la misma cosa, ciento veinte veces el fragmento final del único poema que escribí en mi vida, el cual pude perfeccionar después de trabajar en  él durante varios meses. 

                                      a cada momento     

                                                                  miento

                                      en cada instante

                                                                  más que antes

                                      una palabra está de más

 

Los ciento veinte rectángulos de papel, prolijamente recortados, los utilicé para pegarlos en la puerta y en la ventana de mi habitación, hecho que, además, provocó la desorientación final de mis padres que decidieron súbitamente pasearme por consultorios de otorrinolaringólogos, foniatras y psicólogos. Yo les hablaba en las salas de espera de las clínicas con el tonito de secreto trágico que en aquella época caracterizaba a mi voz, sobre la necesidad de callar para no desvirtuar la esencia de las ideas.  A punto de desmayarme por el esfuerzo traté de gritarles para que entendieran que al hablar no se conseguía otra cosa que traicionar lo elaborado en el cerebro, que la palabra era la máscara asquerosa fabricada para ocultar la maravilla del pensamiento, inefable por naturaleza. Mis padres nunca me escucharon, lo que fortaleció todavía más la seguridad que yo tenía sobre la incomunicación. Y a ellos les sirvió para agregar los psiquiatras a la lista de profesionales que me obligaron a visitar.

No soy un improvisador, un estúpido que reacciona sin pensar en las consecuencias de sus actos. Si puedo estar seguro de algo –tanto como puedo estarlo de la existencia del ruido, por ejemplo- es  que el final no fue obra de la casualidad y menos todavía de mi apresuramiento. De haber sido un arranque pasajero hubiera vuelto después a la palabra, me habría dejado envolver nuevamente por los ruidos de la mayoría.

Nunca más intentaré dar un paso atrás, o adelante, según el punto de vista del que considere lo que significaría que yo volviera a hablar. Los pobres charlatanes que me rodeaban sin dejar de pronunciar palabras que se elevaban, entrecruzaban, chocaban y caían muertas alrededor de mí, no podrán entender que ya no depende mi voluntad. Mi silencio será inmodificable, tanto como el color de mis ojos o mi estatura. No volveré a contribuir al ruido exterior con mi débil voz. Apenas me animo a escribir por última vez sin olvidar que hay demasiado alboroto ahí afuera como para que puedan oírme leyéndome. Aquí me quedo, mirándola, amándola sin proclamarlo, diciéndole sin hablarle que la necesito. Y punto. Me he alejado de aquellos que se pasan el día de cháchara en cháchara en el tablado del escándalo. En el que ni siquiera logran escucharse a sí mismos. Porque siempre hay alguien que se siente obligado a hablar, a gritar, a soltar la lengua, sin importarle que el otro lo quiera escuchar o no. Como aquella tarde de otoño en el Sector Cuatro

en el que el sol se va apagando lentamente, mientras el trabajo aumenta en pilas de expedientes inagotables, se reproducen cuando yo les doy la espalda para copiar la resolución a fojas seis vuelta, cada vez que vuelvo a tomar otro los espío para sorprenderlos en el momento en que se multiplican, es evidente que aprovechan el tiempo que demoro en la computadora para hacerse el amor, pero los monstruitos, hijos de papel florete y de tinta negra, son más rápidos que yo, mientras a mis costados el murmullo de mis compañeros crece hasta que creo que veo volar las palabras de los demás para perseguirme, las voces golpean contra mis sienes, estoy acorralado, son jirones mis oídos acosados porque es fácil acostarse con Hildegunda, y ahora hay un nuevo supositorio que se desintegra en quince segundos, ideal para bajar la fiebre, y aquellas flores naturales son tan hermosas que parecen artificiales, y hay que ver las caravanas que usa Clotilda, entonces me pongo de pie perseguido de cerca por consonantes y vocales desordenadas, voy al baño aunque no tengo ninguna intención de usarlo, al menos podré escaparme por un rato del ruido, qué mala suerte, cuando entro veo a Artemidoro apoyado contra la pared, como de costumbre, nunca se supo si se trata de la próstata o de un cálculo, la mano izquierda en la frente, el cuerpo que se inclina hacia delante y que no cae justamente porque el brazo derecho apoyado en las baldositas blancas lo sostiene, el miembro libre acostumbrado a demorarse no necesita que nadie lo guíe todavía, luego, cuando por fin pueda evacuar el líquido doloroso, la mano izquierda bajará de la frente a buscarlo para guiar la corriente y acompañará el tránsito con quejidos sordos y golpes de puño contra la pared, pero ahora Artemidoro me ve llegar y no modifica su posición, apenas estoy por cerrar la puerta y ya me está gritando si otra vez vine a hacer sebo, voz chillona, de cara a la pared blanca que me advierte que un día lo voy a pasar muy mal, es inútil, ni acá puedo librarme de las palabras, quizás en el reservado para las funciones orgánicas más complicadas, único inodoro para ochenta y cuatro funcionarios del Sector, no puedo quedarme sin embargo, las materias lo han obstruido y el agua amarillenta avanza por el piso, hojas tamaño carta usadas en lugar de un papel más suave flotan como bolsas en aguas barrosas, tanto que el olor me descompone, prefiero soportar los gritos de Artemidoro, antes que esta inmundicia, salgo del reservado a la deriva, Artemidoro sigue en la misma posición, no ha bajado ni una gotita todavía, gran amabilidad de mi parte, levanto las cejas en señal de despedida, algo le dice que ya es necesario guiar al miembrito oculto bajo la barriga, empieza a quejarse y a jadear, pero escucha el chirrido de la puerta que me dispongo a cerrar, cómo contener entonces la necesidad que siente de hablarme, bravos bufidos sin darse vuelta, intercalados entre jadeos y puñetazos contra la pared, aver siliqui da lasfi chas estamis matarde tienen questar sepiensa quele pagan por su lin dacara le aseguro quelo denuncio al Sec tor Disci, la última sílaba tiene que dejarla colgada en el aire del baño nauseabundo, se puso a hablar en el peor de los momentos, justo se largó a gritarme cuando el dolor del chorrito ardiente le traspasaba los genitales.

Que haya demorado tanto en entrar en el silencio no quiere decir que no estuviera convencido. Es posible que los demás se hayan confundido por los mil esfuerzos que realicé y que parecían demostrar lo contrario, así como por mi caída en las tentaciones de hablar, de las que no pude liberarme hasta hace tan pocos días. De esas tentaciones es todavía una prueba este intento de escribir lo que pienso.

Yo buscaba demostrarme que no quedaba otro camino. No es fácil decidir marcharse cuando se espera derrotar a la soledad, al parecer uno existe si el otro lo nombra, pero, claro, aquel encuentro inesperadamente feliz lo precipitó todo. Ya tengo quien me nombre. Y sin hablar. En realidad, yo no me voy, es el mundo el que se aleja de mí. Soy ahora un cuerpo sin palabras junto a la luz tan blanca, mientras me siento llamado por una voz secreta a la que solamente yo puedo escuchar. Me callo sin olvidar que allá afuera me sentí paralizado por la misma sorpresa que cuando niño me envolvió descubrir en la madrugada a mi padre al costado de mi cama acomodando los regalos que yo suponía debían traerme los Reyes Magos. Quise llamarlo para preguntarle qué estaba haciendo, pero mi voz sorda pronunció un papá tan afónico que él no me escuchó. Sin poder separarme del asombro ya no volví a intentarlo. Me hice el dormido y me quedé quieto observándolo. Años después tampoco podía hacerme oír, nadie me escuchaba, mis palabras siempre tan suaves eran aspiradas por algo parecido a una máquina que las recogía para borrarlas de la superficie del planeta. Mi asombro se convirtió luego en indignación, la que el niño que fui sintió por la mentira inútil de aquel pobre hombre que descalzo y en calzoncillos maniobraba en puntas de pie –mientras yo lo espiaba- con paquetes que se le escapaban de las manos y un caleidoscopio en la boca para el que no le había alcanzado el papel de regalo decorado con animalitos risueños. De la rabia pasé a la compasión más conmovida frente al payaso somnoliento que tropezaba con los muebles por no haber encendido la luz que podría despertarme.

Fue la exacta y profunda lástima que volví a sentir mucho más tarde por los muñecos parlanchines que tampoco comprendían la inutilidad de su teatro. Nadie escucha a nadie, conmigo era más evidente, esa era la única diferencia. Yo no odio, por el contrario, me apiado de quienes conversan sin cerrar las puertas de los ascensores, en los velatorios rodeando al cadáver callado, en las salas de espera de los dentistas o mientras toman el café del desayuno sin advertir que se han chorreado la camisa. Cada vez que después de la mitad de una frase pronunciada por mí me llegaban las clásicas preguntas, ¿qué?, ¿cómo?, o las invitaciones agresivas, ¡hablá más fuerte!, ¡alimentate antes del venir al Sector!,  sentía lástima por los demás. Yo no podía modificar lo inmodificable, mi voz iba desapareciendo, se me quedaba muy abajo y apenas expulsaba un chorro liviano de aire que no decía nada. ¿Cómo no sentir, por ejemplo, compasión por Léntulo y su manía de contestar cuando alguien le habla?, sobre todo al recordar que él me aceptaba tal como yo era sin proponerse entenderme, el pobre Léntulo del que todos se burlan 

cuando lo ven caminar renqueando por los corredores del Sector Cuatro, se ríen, pero Léntulo sabe mantenerse sereno, nunca podrán echarle en cara que sea un irresponsable, mejor que sigan ignorando que estar enfermo es un lujo que no puede permitirse, al menos en su propia casa, lo sabe desde aquella tardecita que su hija le pidió que sacara el perro al parque, justo inmediatamente después que él se había puesto el pijama y pensaba acostarse, llegó ella al dormitorio, la miró con la cara estúpida de quien no puede contestar por tener la boca cerrada por un termómetro, lo intentó de todos modos, claro, pero el termómetro se hizo añicos contra el suelo, por eso salió con el perro y con la duda de si había marcado treinta y ocho o treinta y ocho y medio, para Léntulo era más fácil sobrellevar las enfermedades en el Sector, bueno, no siempre, a veces se complicaba, vómitos y trastornos intestinales no permiten quedarse mucho tiempo sentado, pero peor hubiera sido en su casa, su mujer ya le había advertido que el baño se necesitaba y que no era cosa de que él estuviera corriendo a encerrarse a cada rato, al fin de cuentas en el Sector no le habían prohibido ir al baño, al menos hasta ahora,  y los dolores ya estaban pasando, algunas risitas de los compañeros por sus idas y venidas, nada más, cuando siente que la gran náusea ataca de nuevo, se levanta atropelladamente, es necesario correr con la boca hinchada para aguantar el vómito que porfía por salir, tropezar con la silla de Artemidoro, quien tiene la mirada perdida que anuncia la proximidad del ardor, oír que le grita algo sobre la necesidad de que verifique el cumplimiento de las quinces resoluciones del jueves, detenerse entonces para contestarle, cómo podría dejarlo con la palabra en la boca, Léntulo hace pucheros y dice que en seguida vuelvo, voy al baño, un minuto nada más, rogar para que Artemidoro demore varios minutos todavía en levantarse impulsado por el fueguito en los canales, seguir corriendo con la boca a punto de estallar, encontrarse finalmente en el reservado extrañamente limpio, para no creerlo, realmente, lo que importa ahora es agachar la cabeza, liberar la corriente, si no fuera por esa voz que aparece a sus espaldas, nada menos que el Segundo Censor preguntando por qué no cierra la puerta cuando está en el baño, sorprendido en esa posición se siente avergonzado, y Léntulo vuelve a creer que debe hablar primero para atenuar su culpa y vomitar después, gigantesco esfuerzo para contener el torrente, enderezarse, voz ronca y pausada que explica que nunca lo había hecho antes, que es la primera vez, no me siento bien, por eso olvidé cerrar la puerta, entré corriendo, le aseguro que no volverá a repetirse, por fortuna el Segundo Censor se da por satisfecho y se retira, ya no hay tiempo para nada, solamente el apuro para la inclinación final frente al inodoro y la maravilla de una explosión magnífica que alivia tanto, ahora lo único que faltaba es que me acusaran de inmundo, lo mejor es apretar el botón de la cisterna, tomar unas hojas tamaño carta y limpiar el piso que acaba de salpicar, arrojar la bola de papel al inodoro y apretar por segunda vez el botón de la cisterna, mojarse la cara y salir, no lo preocupan las risas de sus compañeros, no es novedad que se rían de Léntulo, pero le extraña que lo hayan recibido hablándole todos al mismo tiempo, es raro que a cada uno de ellos se les haya ocurrido preguntarle las numeraciones de las resoluciones del mes anterior, es como si estuvieran buscando que les contestara al unísono, Léntulo decide mirar el escritorio de Artemidoro, pero está vacío, de modo que no hay forma de averiguar si fue él quien lo ordenó, lo mejor será darles los datos para que se queden tranquilos, ya está por terminar, le falta contestarle al rubio que se sienta cerca de la ventana, recién en ese momento Léntulo se escucha pronunciando un trescientos veinticuatro vacilante, las palabras, por fin se da cuenta, se le escapan silbando por entre los labios, como para pensar que esa no es su voz, qué estará pasando, al menos no es la voz que Léntulo recuerda que tenía, mira seriamente a sus compañeros como si ellos fueran los culpables de la transformación, ve sus caras deformadas por las risas,  a algunos les han saltado las lágrimas, se queda con la boca entornada, tanteando con la lengua una superficie tibia y desnuda que no ofrece mayor resistencia, en ese momento intenta una sonrisa hueca que terminará por exhibir impúdicamente su paladar superior, risotada general que llega a la calle lo conmueve, es que su flamante dentadura postiza ha desaparecido, la que le costó el equivalente de cuatro sueldos y medio, la que está pagando en sacrificadas cuotas, tiene que admitirlo de una vez, ella corre por los tenebrosos caminos de la red cloacal empujada por los golpecitos en el botón de la cisterna, los que pretendían contribuir a la limpieza del baño antes de que apareciera Artemidoro, por esos golpecitos inofensivos perdió la dentadura para siempre, tan nervioso se sintió cuando escuchó la voz a su espalda, cómo iba a tomar precauciones, cómo iba a llevarse la mano a la  boca para sacarse la dentadura cuando se produjo la explosión tanto tiempo contenida.

La semana pasada me decidí a contratar el seguro de vida. Hago mal en lamentarme por haber deseado tomar un café después de cenar, en realidad lo que debo echarme en cara es haber intentado hablar nuevamente. Ya era tiempo de que aceptara la necesidad de callarme para siempre. ¿Acaso era lógico esperar que me entendieran los gritones que a esa hora solían ir al bar del Hogar de los Sectores? Tomar un café no debía ser necesariamente un deseo peligroso, podía haberlo pedido haciendo señas como un sordomudo y me hubiera librado de lo que se me vino encima. Al fin de cuentas, los sordomudos viven tranquilamente, lo único que tienen que soportar son algunas miradas insolentes o ciertos comentarios apresurados a veces despectivos que, por otra parte, no pueden escuchar.

Entré al bar del Hogar de los Sectores decidido a ocupar una mesa del fondo para aprovechar el silencio y la única ventana que no tenía anuncios pintados en rojo en el vidrio. Me senté, estiré las piernas y encendí el cigarrillo con que acostumbro terminar la noche. Cuando aspiraba por primera vez el humo vi al mozo que se acercaba renqueando. Pensé en Léntulo y le tuve lástima. Antes de que llegara a mi mesa, para evitar que continuara caminando después de trabajar duramente diez horas, le grité un café, por favor. Vi que seguía caminando y me distraje un segundo verificando que era el derecho el pie que arrastraba. Levanté todavía más la voz tratando de superar el tono de mi primer grito, mientras pensaba que era una barbaridad que se viera obligado a caminar tanto, pobre hombre, por el sueldo que debían pagarle. Y reiteré mi pedido. Sin embargo, nada lo detuvo. Viéndolo avanzar hacia mí pensé en motores descompuestos, en máquinas rebeldes que no respondían a las órdenes de sus inventores. Como ya estaba por llegar a mi mesa, presumí que el pobrecito además era sordo, de modo que, mientras me repetía que era un disparate hacerlo trabajar de mozo, me puse de pie. Empecinado en ayudarlo me adelanté a su encuentro gritando con toda las fuerzas de mis pulmones un café, por favor, un café en vaso, si puede ser, solo quiero un café. Fue entonces cuando nos detuvimos al mismo tiempo, el uno frente al otro, en actitud de interrogarnos mutuamente. Lo tuve tan cerca que hasta pude descubrir una por una todas las arrugas de su cara. Oía su voz -¿qué le sirvo?- y me irrité con él injustamente. Sin embargo, bajé el tono para repetirle, ahora al oído, que me gustaría tomar un café en vaso, allá en la mesa del fondo. Se quedó mirándome con aire ausente. Perdí la paciencia, si es sordo por qué no lo internan en una clínica especializada, pensé. Es que yo también a veces perdía los estribos.

Me parece necesario hacer una puntualización. Reitero que cuando digo ahora, o cuando dije antes, que pensé, me refiero a lo que yo creo recordar que pasó por mi cabeza puesto que me es imposible reproducir el resultado del complejo mecanismo que se puso en marcha en mi cerebro. 

Me disponía a gritarle –con lo relativo que significaba esto en mí- en sus propias narices para terminar con aquella representación estúpida que tanto mal me hacía, cuando al decir por última vez un café en vaso, gracias, sentí que la sangre me subía a la cabeza tal como me sucedía cada vez que trataba de hacerme oír, solo que en ese momento la sangre llegaba en cantidades imprevistas, mucha más que la habitual, probablemente por la reiteración de tantos esfuerzos en tan poco tiempo. Me zumbaban los oídos y como el piso me pareció menos firme apreté los puños y me recosté en la pared para seguir gritando un café en vaso, después un café y finalmente solo café, café, café. Una larguísima eeeeeeee se transformaba en chorros de aire salidos de mi boca, en un balido que rebotaba en la cara del mozo y que regresaba a mí. De pronto, tuve por fin un momento de lucidez y me dispuse a salir del Hogar de los Sectores sin tomar café ni ninguna otra cosa. Pero ya era demasiado tarde. El mozo, rengo y sordo, trabajador explotado, además, se había dado vuelta y corría hacia el frente dejándome contra la pared con los brazos caídos y la cabeza gacha. Su renquera había desaparecido por arte de magia. Lo escuché gritar le dio un ataque, le dio un ataque, y me puse a temblar, realmente tuve miedo de que me diera un verdadero ataque. Salieron dos hombres de atrás del mostrador secándose las manos en los delantales, hablaron con el mozo y se dirigieron hacia mí. La caravana ululante fue engrosada paulatinamente por los aburridos clientes que le agradecían a la casualidad el privilegio de participar, en una noche aburrida e interminable como todas, en un hecho extraordinario al que luego podrían dedicarle muchas palabras. Me aparté de la pared y tambaleándome intenté explicarles que no me pasaba nada, volví a gritar, extremo que aumentó el chorro de aire de mi garganta y el color rojo de mi cara, contraje los músculos, levanté la cabeza, abrí bien la boca para que los sonidos cayeran afuera y lograran oírme, no me pasa nada, estoy bien, no se molesten, permítanme salir, sin ningún resultado. Mis palabras continuaban negándose a nacer. Actor de cine mudo permanecí mirando para arriba buscando algo más de aire para la palabra salir, hasta que de pronto me estremecí con las manos que me tomaron del cuello.

Me abrazan, no puedo saber quiénes son, pues uno de los brazos húmedos rodea mi cabeza y me impide bajarla. Intentan llevarme a una mesa donde oigo que se les ha ocurrido acostarme, según puedo comprobarlo, además, por las otras manos que me toman por las piernas. No se me puede negar el derecho a defenderme, yo me acuesto cuando se me da la gana. Y mucha más libertad necesitaría para decidir acostarme sobre una mesa, lugar en el que muy rara vez lo hago. Así se los hago notar con palabras que nadie escucha, por supuesto. Entonces me retuerzo, le doy a alguien un puntapié en el estómago, mierda, escucho, caemos todos al piso forcejeando, continúo revolcándome y largando golpes contra los cuerpos invasores de los que, en parte, he podido liberarme, epilepsia, diagnostican a los gritos, no ven cómo se retuerce, cuidado con  la lengua, que no se la muerda. Y, de inmediato, los mismos cuerpos del principio, o quizás otros, han vuelto a la carga. Yo he terminado boca abajo lamiendo el piso repugnante, mientras muerdo una mano que entra en mi boca para cazar mi lengua, al tiempo que soporto sobre la espalda el peso de dos o tres individuos que están dispuestos a salvarme. Me asfixian. Siempre me costó respirar por la nariz y ahora, para peor, tengo que intentarlo con una mano ajena en mi boca. Quedo inmovilizado por las cuatro o seis rodillas que me aprietan los riñones. Ahora se ha quedado quieto, afirman, y después se contestan que entonces debe ser un ataque al corazón, no, no, es un vahido nervioso, nada más, traigan agua. Abandono toda resistencia convencido de que la diferencia de fuerzas es demasiado grande y me dejo poner boca arriba, cuidado con esa mesa, gritan, alguien se la lleva por delante y, después de tropezar, cae sobre mi cara. No encuentro ni una sola vocal para gritar el dolor que me corre por la nariz y apenas atino a pasarme la mano para secarme la sangre. Es por eso que no entiendo la razón -ahora que no muevo ni un párpado- de ese baldazo de agua fría que me hiela los huesos, yo solo quería tomar un café antes de irme a la cama, qué van a oírme charlatanes salvajes. El mozo, mientras tanto, explica con gran autoridad a los curiosos que me rodean qué es lo que ha sucedido, yo vi que este pobre hombre trataba de hablar, pero que no podía hacerlo, movía la boca y nada, se había puesto rojo y tenía los ojos como huevos duros, es una barbaridad que a un enfermo como él no lo acompañe alguno de la familia cuando sale a la calle.

Los aseguradores tratan de evitar que se los engañe, de modo que no es fácil estafarlos. Pero como yo nunca tuve enfermedades graves y mi decisión de asegurarme contra accidentes no escondía la intención de explotar mi muerte próxima a causa de un mal oculto, no tenía motivos para preocuparme. Además, en caso de que yo muriera, ¿quién iba a cobrar el dinero del seguro? Ningún familiar me sobreviviría, nadie a quien yo pudiera desear nombrarlo mi beneficiario. Yo buscaba simplemente protegerme de los peligros que me acechaban, la experiencia reciente del bar del Hogar de los Sectores acababa de demostrarme la facilidad con que podría repetirse algo similar, sobre todo si continuaba cayendo en la tentación de hablar o, mejor dicho, de resoplar. Me aterraba la perspectiva de quedar inválido. Y me alarmaba especialmente la idea de resultar incapacitado para el trabajo, ya que todavía creía que tenía la obligación de cuidar la única fuente de mis ingresos.

Los exámenes clínicos para el seguro los pasé sin dificultades. Apenas debí, previendo futuras complicaciones, convencer al médico que me revisó por última vez que yo tenía una disfonía severísima debido seguramente al imperdonable descuido de haberme expuesto a una corriente de aire después de bañarme.  Esta explicación la escribí en una hoja de su recetario, se la di a leer y ahí terminó todo. Como la ciencia todavía sigue creyendo que nadie corre peligro de muerte por su incapacidad para articular palabras audibles para los demás, el médico se limitó a palmearme la espalda después de cruzar mi ficha con el sello verde que de decía apto y que me abría el camino para la segunda etapa del trámite.

A las ocho de la mañana del día siguiente debía presentarme en el laboratorio a fin de que se me hicieran los análisis previstos. Llegué en ayunas, con mi orina madrugadora agitándose en un frasco bien envuelto para ocultar a los curiosos –cada uno con un frasco igual al mío envuelto de la misma manera- el líquido amarillento que había reunido inmediatamente después de levantarme. Hice la cola dispuesto a esperar mi turno y con la firme decisión –tomada la noche anterior- de hacerme pasar por mudo. Después de que yo firmara el seguro, si se les ocurría podrían lincharme, pero ahora tenía que cuidarme al extremo para no llamar la atención. Lo ocurrido en el bar del Hogar de los Sectores me había dejado huellas psicológicas profundas.

Así estaba, repitiéndome el juramento de no hablar y lamentándome, al mismo tiempo, por encontrarme una vez más tan solo entre tanta gente parlante, cuando me distraje atraído por el color ceniciento de su pelo y, en especial, por la blancura amarillenta de su piel. Ella estaba ubicada en la cola, apenas tres personas más adelante que yo. Hoy puedo asegurar que fue entonces cuando sucedió lo que en definitiva me arrancó del mundo tronante. Hace solo cinco días que ocurrió lo que hoy parecería ser una maravillosa historia muy lejana, tan grande es el placer que me envuelve cuando la observo tendida aprobando sin abrir la boca todo lo que estoy escribiendo.

Atrapado por aquella presencia inexplicable sé que pensé muchas cosas sobre su posible origen. Si bien no puedo reproducir con fidelidad lo imaginado entonces, puedo sí recordar que algo estuvo claro para mí desde el principio mismo: no pertenecía a nuestro mundo. Me refiero a que yo podía apostar a que no convivía con seres humanos normales, si es que en algún momento estaba cerca de humanos. No era solamente su color, había, además, en toda su figura algo necesariamente asimilable con formas nocturnas, tal como si en lugar de estar mirando un árbol, por ejemplo, yo estuviera extasiado observando la sombra de sus ramas proyectadas por la luz de la luna en mi ventana. En la forma casi ingrávida de pararse, en los pausados balanceos de sus brazos, en la sucesión de movimientos lentísimos para completar un giro único de su cabeza, estaba presente el recuerdo de las sombras. Y, precisamente, al girarla aquellos ojos se juntaron con los míos. Contuve entonces la respiración para soportar su mirada, ya que me pareció muy arriesgado enfrentarme a aquel desafío desigual. Y enseguida tuve la seguridad de que me buscaba. No puedo explicarlo, esto, como todo lo que verdaderamente importa, escapa a la posibilidad de la palabra, yo no estoy en condiciones de hacerle entender a nadie cómo sentí que su cabeza detenida a medio camino, movimiento suspendido en el espacio, quería comprobar que efectivamente yo estaba allí. Sentí –creo- lo que podría llamarse temor, aunque también es cierto que de inmediato me noté muy orgulloso –esta sería la palabra aproximada- al entender que entre tanta gente era yo el único que le interesaba. A pesar de que no estoy completamente seguro, me parece que fue entonces cuando me di cuenta de que ella no llevaba ningún paquete consigo. ¿Qué hacía a aquella hora de la mañana en la cola del laboratorio? Y cuando yo me disponía a sumergirme en agitadas cavilaciones para buscar una respuesta convincente, ella se apartó de su lugar, abandonó la cola y se alejó hacia la calle caminando casi en puntillas. Yo pensé que seguramente de inmediato empezaría a sonar la música cuyo ritmo seguía al caminar o que, quizás, aparecería su custodia felino al que tan graciosamente imitaba. No, no es que yo creyera que imitaba a alguien –en realidad, por estas aproximaciones verbales que confunden permanentemente, sería mejor que dejara de escribir de una buena vez-, lo que quiero decir es que se movía como podría hacerlo un animal al acecho de su presa.

Yo me olvidé del juramento de quedarme callado y de hacerme pasar por mudo. Corrí –no hacia la puerta- sino hasta la ventanilla entre los insultos de los que me precedían en la cola, de un empujón aparté a una viejita a quien atendían en ese momento, retiré del mostrador su frasco y le grité a la enfermera rubia de labios rojos que, debido a un caso inesperado de urgencia extrema, debían atenderme inmediatamente puesto que necesitaba volver a mi casa lo antes posible. Queda claro que todavía, a pesar de todo, completar los trámites del seguro era lo más importante para mí.

Había caído otra vez en la trampa. Como de costumbre, nadie me oyó. Intenté repetir lo dicho entre los gritos de protesta más violentos de quienes se sentían desplazados. Siguió siendo inútil. Enrojecí, resoplé, apreté fuertemente el frasco de la orina para reunir más fuerzas y, a pesar de que la sangre me nubló la vista, llegué a divisar a la enfermera dirigiéndose al  reservado trasero, oculto por una mampara. Regresó con dos médicos, al menos fue lo que proclamaron también a los gritos, somos médicos, somos médicos. Como yo pensé que a la aparición la había perdido para siempre, me sentí vencido, no tuve ganas de seguir luchando, de modo que me rendí a las fuerzas parlantes. La desesperación me volteó, caí al piso entre zapatos deslustrados y olores acres, llorando como un niño que no sabe dónde está su mamá. Explicaba y rogaba, pero todos se limitaban a observarme y a hacer comentarios fuera de lugar, palabras, voces, tonos distintos para expresar las mismas tonterías de siempre, pobre hombre, vaya a saber qué es lo que tiene, parece mentira, siendo tan joven, uno lo mira y vende salud, ya ve, a todos nos puede pasar, tendrían que haberlo acompañado, algún familiar debe tener. Habían vuelto de la indignación por mi atrevimiento cuando los había desplazado de la cola a la lástima más primitiva por el animal caído. Los médicos –ahora dudo que lo fueran, probablemente eran simplemente enfermeros- estaban junto a mí. Los vi desde el suelo, metidos en sus túnicas blancas con los apellidos bordados en hilo azul sobre los bolsillitos superiores. Volví a gritar con toda mi voz –es decir, con nada- que me dejaran ir, que el contrato de seguro ya no me importaba, y lo que logré fue retorcerme en el piso, agitarme, echar espuma por la boca y desesperarme todavía más. Al final volví al llanto, maldiciéndome por haber caído en una trampa tan grosera. Solo tenía que haber corrido tras ella. Solamente eso. Me levantaron los médicos o enfermeros. Yo me había recuperado en parte, de modo que estaba dispuesto a derribarlos con unas buenas trompadas y escapar a la calle para buscarla. Quizás todavía pudiera encontrarla, caminaba lentamente y yo era rápido para correr. Cuando me pusieron de pie recordé mi paquete al verlo en manos de la viejita. La pobre mujer había decidido cuidarlo hasta que yo estuviera mejor. Sentí lástima por ella al notar que me hacía señas para indicarme que el frasco se había conservado intacto a pesar de todo lo sucedido. Sostenido por los hombres de las túnicas y por un voluntarioso joven que apretaba bajo el brazo un paquete hecho con papel estraza, mis ojos desorbitados buscaban a la aparición cuando sorpresivamente recibí su imagen quieta por encima del joven. Su rostro de mármol, blanco amarillento, me miraba desde la escalera que conducía a la sala de los Rayos X.

Me llamaba desde el rellano, claramente escuchaba su voz. A pesar de que no movía los labios, yo podía entender perfectamente sus palabras sigilosas pronunciadas sin necesidad de abrir la boca. Su tono era tan susurrado que no se podía dudar acerca del despoblado mundo del que provenía. Voz debilísima lanzada al espacio agresivo para acercarse dulcemente a mis oídos, yo no podía sorprenderme de que nadie la escuchara, como tampoco que nadie hubiera reparado en su presencia, ahora ni antes. Los demás están interesados en lo que dicen y apenas si tienen tiempo suficiente para echarle una mirada de reojo al otro con quien piensan que conversan. Por lo general, ni siquiera se molestan en ubicar a quien le dirigen la palabra, lo más cómodo para todos es conversar de espaldas, a metros de distancia, o solos, pues uno de los interlocutores generalmente suele marcharse rápidamente a la búsqueda de nuevos oyentes, extasiado con la elocuencia de sus propios argumentos.

Yo no tenía que buscar más explicaciones para una realidad que no admitía discusión. Ella, más blanca y serena que antes, estatua taciturna, había vuelto por mí. El tiempo que demoré en dar mi próximo paso ya no me es posible vincularlo al que se usa afuera. Hay un tiempo para los que no están acá que no tiene ninguna relación con el que ha pasado a gobernar nuestras vidas. A veces todavía me rindo a la costumbre de referirme a minutos o segundos, pero esto ahora no significa nada para mí. Junto a ella dispongo del interminable tiempo del silencio. De todo el tiempo. Y, por consiguiente, no nos interesa dividirlo.

Me bastó correr hasta la escalera y subir los primeros escalones para llegar al lugar en el cual me esperaba. Me desprendí de mis captores con facilidad. Los demás ya no se interesaron en mí, no hicieron ningún ademán para evitar mi huída, acomodaron sus paquetes, rehicieron la cola y en definitiva se sintieron dichosos por haber presenciado un nuevo hecho que podrían comentar con infinidad de palabras, quizás hasta con sus nietos. La viejita también volvió a ocupar su lugar y se lamentó de viva voz por no haber podido devolverme el paquete al que tantos cuidados le prodigara. Al fin de cuentas, fue la única persona que se preocupó por mi partida. Los enfermeros o médicos, a su vez, se dirigieron hacia un lugar distinto del que habían venido. Curiosamente caminaron sonrientes en dirección a la escalera, sin apurar el paso, aparentemente despreocupados por mi suerte.

Ya nada me impide vivir comunicándome con ella en silencio, juntando nuestros pensamientos a través de la clara realidad del tiempo. Las paredes –tres y media, en total, así creo que se entenderá mejor la presencia de la madera llamada puerta y la ausencia de la abertura conocida como ventana- son tan blancas como nuestro futuro. Sé muy bien que nadie entenderá, pero aún así continúo jugando con el fuego de la escritura. La seguí hasta acá, me vine a sus espaldas sin necesidad de gritarlo a los cuatro vientos ni de comentarlo con quienes me crucé en el camino. Y yo no estaba equivocado, no es del mundo del grito, sus dos acompañantes son tan silenciosos como ella misma. Si el mutismo de ella no alcanzara para explicar su procedencia desconocida, bastaría con recordar la vestimenta extraña con que se cubren esos dos hombres: de un mismo color blanco semejante al de estas tres paredes y media, abotonada hasta el cuello y sin mangas. Por supuesto que me sorprendí al darme cuenta que no estaba sola, pero bastó una mirada suya para que mi extrañeza se esfumara. Incluso, mientras caminábamos los cuatro hasta este sordo lugar, entendí que era natural que ella no fuera la única ya que, seguramente, deben existir muchos seres humanos expulsados del ruido que se han unido para formar una nueva organización gobernada por el silencio. En cuanto a los sentimientos, a los que tantas palabras se les dedica allá de donde vengo, acá no han desaparecido, pero no se los grita, únicamente se los siente. Y punto. Para expresarlos son suficientes el delicadísimo baile de una mano en el aire, una mirada profunda o un ligero movimiento de los labios.

Yo noté de inmediato la diferencia en el modo de caminar de ella y de los dos hombres. Estos no podían siquiera acercarse torpemente al andar ingrávido, despojado de todo movimiento grandioso, que la caracteriza.  Diferencia que pude explicarme al saber que los hombres, según me lo han dicho las manos de ella, se incorporaron al grupo hace muy poco tiempo. Al fin de cuentas, es verdad que tampoco yo puedo caminar como su cuerpo cada vez más blanco. Con la práctica, tanto ellos como yo lo lograremos.

Ahora me río al recordar que en un principio a los dos hombres les encontré cierto parecido con los enfermeros o médicos del laboratorio y que después, tan desconfiado como todos los participantes del mundo ruidoso, llegué hasta pensar que eran enviados de Las Voces. He despejado todas las dudas, ellos se comportan como uno más de nosotros puesto que, en realidad, lo son. Encargados de darnos la comida, es para lo único que –al menos hasta ahora- se les permite entrar en nuestra habitación. Este ha sido un gran gesto que yo aprecio en su debido valor. El resto del día, o de la noche, pues, gozamos de un tiempo uniformemente blanco, estamos solos ella y yo.

Hay algo, sin embargo, que todavía no he podido controlar. Si lo menciono es porque me inquieta pensar que no podré adaptarme a las reglas de este mundo nuevo. Se trata de la necesidad que ella tiene de salir cada tanto para rescatar a otros como yo. Eso al menos es lo que me dice y yo le creo, por supuesto. Pero no puedo despojarme de las ganas de acompañarla. No me lo permite. En realidad, no es ella quien me lo impide, son los otros dos quienes lo hacen.  Reconozco que ella no hace nada para evitarlo y que esto me sorprende. Cada vez que se despide de mí arqueando los labios me dispongo a seguirla y es entonces cuando aparecen los hombres para obligarme a permanecer en la habitación blanca. No es que yo me queje de sus modales, lo hacen con suavidad, casi diría que son muy dulces conmigo, pero no hay manera que me permitan salir. Ella debería comprender que la necesito, me parece que se olvida de que para mí es desgarrante quedarme esperándola, sabiendo, además, que allá afuera habrá otros que al verla empezarán a sentirse tan embrujados como yo.

En este momento tengo la sensación de que ya me falta poco para terminar con las letras dibujadas en estas hojas que conseguí gracias a la generosidad de los dos hombres. No pienso releerlo porque si lo hiciera descubriría que se trata de una pobrísima imitación de todo lo que ha sucedido sin palabras. Ya cerca del final me permito pensar intensamente en la esperanza de que mi actividad mental les llegue a quienes todavía luchan por escapar del ruido. Ella los irá a buscar. Recorre periódicamente –sin mí, desgraciadamente- los lugares en los cuales sus sentidos, afinados por el ahorro de energía que supone no dilapidarlos con palabras, le indican que hay alguien que necesita urgentemente el silencio.

No he podido terminar de escribir. Lo había decidido, pero no soy capaz de abandonar las hojas, me siento impulsado a continuar. Es curioso, justamente hoy descansábamos gozando del silencio total  cuando sentí que sus dedos corrían sobre la palma de mi mano para comunicarme que nuevamente tendría que salir. Fue entonces cuando me puse a buscar las hojas, me arrastré nerviosamente por la habitación hasta que las encontré abajo de la cama. Ella me mira y me echa en cara lo que llama mis resabios celosos adquiridos –según afirma- en el mundo anterior. Debe de ser cierto, no lo discuto, pero es que yo necesito que continúe nombrándome sin palabras, no acepto que vuelva a irse sin llevarme a su lado. No hay cuerpo, ni siquiera entre los mudos, que pueda seguir viviendo después de haberse dividido.

Quédate ahí pensando conmigo, mirándome sin abrir los ojos, te lo ruego acercándome a tu cuerpo tan suavemente callado. Y ahora son ellos los que han entrado –por primera vez sin la comida- para anunciarme con movimientos de ojos y de manos que ella deberá partir hoy mismo por un largo tiempo. Yo no puedo perdonarte que no te animaras a decírmelo, que me obligaras a enterarme por otros. Empiezo a sentirme diferente, decidido a todo para mantenerte en esta habitación, no permitiré la amputación, basta, dije que se terminó, no quiero escuchar más explicaciones sobre la necesidad de tu partida. Cuando esos dos abotonados reaparezcan sabré deshacerme de ellos –si fueran diez también podría hacerlo- para defender mi vida futura. Creo que hasta hay algo en tus mis ojos y, sobre todo, en tus mis labios que dicen cosas que prefiero ignorar, algo así como que tú yo no estamos de acuerdo en quedarnos en esta habitación. ¿Realmente te has creído que me cruzaré de brazos para ver verme cómo te vas?

Cuando tú te vas yo de varias maneras también me voy contigo. Alcanza con que alargues el brazo para agarrar el picaporte de la única puerta, sin que haya necesidad de que empieces a abrirla, para que me sienta empujado a saltar sobre tus hombros o a prenderme de tus tobillos, tan afilados. Aquel día, tarde o noche, después de golpear a los dos hombres de siempre, debí salir barriendo el piso remolcado por tus piernas lentas, me dolieron los golpes de los escalones en la cabeza y a pesar de todo continué rebotando sin dejar de apoyar en el escalón siguiente la nariz lastimada. No pensé en abrir las manos para desprenderme de tu cuerpo, apreté los dientes que todavía conservo y coloqué mi frente en el escalón que acababa de dejar libre la suela de tu zapato, tan silencioso siempre. Si finalmente me solté fue porque aquellos dos llegaron para recogerme y llevarme arriba nuevamente.

No se me ocurre gritar, ni lagrimear al menos, si doy el salto para acomodarme en tu espalda y casi me desnucas al sacudirte con toda la fuerza de tus hombros. El egoísmo -me dices- es el viento que me impulsa a querer estar contigo, que te debes a todos, pero no hay en ninguno de mis saltos inesperados la menor intención de retenerte, solamente trato de acompañarte. De andar a tu lado, ya te lo dije.

Insistes con que afuera te esperan tantos, pero ya no me interesa el ondular de tus labios, apoyaré las manos, aguzaré las sienes, perfeccionaré los resortes de mis piernas que se adhieren, que se te adhieren, si me miraras con los ojos que usaste la mañana del laboratorio te darías cuenta que todavía es tiempo de hacerlo, yo no sería más que la sombra sumisa de tu sombra, pensaríamos la forma para que reapareciera nuestro coro sin voces.

Vuelves a demostrarme con tus movimientos tan espaciados que esperas la oportunidad para escapar. Y no entiendes que cuando lo intentes, antes de terminar de cerrar la puerta, estaré duramente aferrado a tu pescuezo, decidido a salir contigo, vayas donde vayas. Como el corredor que aguarda la señal para dirigirse a la meta, así prontas las palmas de mis manos apoyadas en el suelo, tengo desde acá abajo una única preocupación, subirme a tu cabeza aunque tenga que prenderme de tus pelos. Y aun en el caso de que no acertara el lugar justo, no podrías sacudirme, pues mis manos seguirían siendo tenazas corridas hasta las rodillas pero siempre apretando, aprovechando todavía el resbalar por tu cuerpo para entusiasmarme con la suavidad de tu piel. Por eso, ahora que los abotonados me buscan sin encontrarme –a los estúpidos no se les ocurrió hasta este momento mirar abajo de la cama- salgo de pronto como una bandera atada al mástil de tu pierna, caigo por la escalera arrastrado por ti hasta sentir el aire frío de la calle, no tengo miedo de lastimarme otra vez mientras ruedo pegado a tus pantorrillas, tanto fui deslizándome por tu cuerpo hacia abajo. No te hagas ilusiones, no podrás dejarme tirado en medio de la calle, sería mejor que te acordaras de la mañanita en la cual me viste en el laboratorio, por favor, no puedes haberte olvidado. Yo puedo seguir acoplado a tu cuerpo, rodando a mi manera, aunque no me engaño, sé que todo cambiaría allá en el cuarto claro, tan acogedoramente blanco. Si sigues cruzando calles, esquivando autos y enloqueciéndote por el ruido, yo no me asusto, prefiero morir contigo trepado en ti, acepto lo que sea mientras sigamos el uno con el otro. Ya es imposible continuar, otra vez están esos dos que al parecer solo tienen por misión en la vida ocuparse de mí siguiéndome a todas partes, cargándome como ahora sin hablar por las calles ruidosas.

Hicimos bien en volver, afuera como adentro me tendrás a tu lado, o encima, o abajo, pero en ti. Deberías mirarme, el pañuelo podría esperar, ¿no te parece, calladita mía? Tomar el mío, el de la guarda azul, podría ser una buena idea para limpiarte la nariz apenas humedecida por un resfrío incipiente. Sin embargo, no hay, creo yo, tanto apuro, ese resfrío que trajimos de la calle no te molesta tanto, aunque tú, tan interesada ahora por todo lo que no tenga que ver conmigo, te suenas la nariz porque quieres volver a salir y te apuras nuevamente para lograr tu propósito sin hacer ruido. ¿Por qué no miras cómo salto de la cama y comienzas a preocuparte? Te aseguro que no me importaría que cuando te llevaras el pañuelo a la cara, la hojita de afeitar cosida con paciencia entre los pliegues de la tela te hiciera estallar de dolor, los tajos lineales, el hielo de las heridas que aparecería inmediatamente antes del ardor insoportable. Y la sangre tan roja corriendo por tu boca en esta habitación tan blanca, cayendo por tu cuello, el dolor que te quema, no te atreverías a salir en este estado, vamos, decídete, te sentirías a punto de desfallecer, comprobarías que la corriente roja ha tapado tu mi cara, que la superficie de tu mi rostro ya no es perfectamente clara, el dolor te me deja sin aire, no imaginas todo lo que se ha abierto tu mi pobre piel callada de la nariz, de los labios, de las mejillas, el fuego, ayúdame, no podrás marcharte, unamos nuestros silencios mientras soportamos el dolor sin gritar, desliza tus mis dedos sobre tu  mi piel llena de zanjas, ya no me importará saber por qué estoy de pie en medio de la habitación blanca, con la cara destrozada por los cortes que corren en varias direcciones, apretando un pañuelo con guarda azul, rodeado por estos dos hombres que pretenden llevarme entre gestos y ademanes de asco, quizás porque se han manchado sus ropas tan blancas con tu mi sangre tan roja.  

y, en consecuencia, teniendo en cuenta que habiéndose obtenido información de que el funcionario se encontraba mentalmente dispuesto a desadministrativarse, acto que pudo ser evitado gracias a los eficaces procedimientos puestos en práctica para recluirlo antes de que cumpliera su repudiable propósito y someterlo de inmediato a un estudio integral de su personalidad,

 

y, sin olvidar, que ha sido comprobada, además, la repugnante intención de suicidarse, acto penado por todas las normas morales y legales conocidas, aun cuando el medio de que se valiera no fuera el más apropiado,

 

y, todavía, considerando que el manuscrito de su puño y letra encontrado entre sus pertenencias, miente groseramente intentando falsear la realidad que se vive en los distintos Sectores, con el fin evidente de que el espíritu desadministrativo se extienda,

 

y, asimismo, resultando clara la animosidad que se desprende del manuscrito citado precedentemente, buscando desprestigiar a fichas de recta, honesta y limpia trayectoria, según puede confirmarse consultando los archivos respectivos de la computadora central,

 

y, finalmente, advertido este Sector Cero por los exhaustivos informes médicos que el funcionario desadministrativado frustrado nada odia más que trabajar en el Sector Cuatro, de lo cual su negativa a hablar es una mera consecuencia, como lo demuestra el simple hecho de que encontrándose fuera del Sector pudo escribir ocho mil novecientas noventa y cuatro palabras, las cuales fueron antes pronunciadas en alta voz, prueba que se pudo extraer del minigrabador de última generación que se colocara en el picaporte de su puerta,

y,

                                               se resuelve

y, sin apelación, condénese a la ficha ZEJR 293/4380, a continuar trabajando en el Sector Cuatro hasta la edad de 81 años, con la obligación de dirigirle la palabra cada 15 minutos a sus superiores inmediatos y cada 30 minutos a sus iguales, siendo de competencia del Sector Cero proponer semanalmente los temas que el condenado deberá conversar obligatoriamente,

 

y,

                                               se firma

 

Del libro "Entre humanos y otros animales"
Miguel Ángel Campodónico

campo@montevideo.com.uy 

 

 

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