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A vuelo de pájaro
Miguel Ángel Campodónico
Del libro "Entre humanos y otros animales"
campo@montevideo.com.uy

 
 
 

Siempre amó a los pájaros (pajarrucos, pajarotes y hasta pajarracos). Pero encerrados. Libres, igual podría quererlos, es verdad, pero no sería lo mismo, claro que no. En bandadas independientes, naturalmente autárquicas, plenamente soberanas y emancipadas de cualquier yugo, no los tendría a mano para hacerles arrumacos, fiestas o agasajos, caricias en el plumaje o cosquillas en los cuerpecitos tan tiernos.

Enjaulados, en cambio, (en jaulas, pajareras o grilleras, tanto le daba) podía demostrarles a cada rato todo el cariño de que era capaz, soplar en su dirección un huracán de afecto, introducirlos en la vida de las buenas costumbres, lavarse frente a ellos para que aprendieran, limpiarles las celdas para que continuaran aprendiendo, ocuparse de sus comidas para que dependieran, mantenerlos brillantes, bien aseados y con las plumas amorosamente peinaditas para que siguieran dependiendo cuando llegaran las visitas y elogiaran lo que él había hecho por animalitos tan irracionales. Y el gasto que demandaban no era excesivo (comían como unos pajaritos).

No se dedicó a los animales (concretamente a los pájaros) por casualidad. Primero intentó amar a los seres humanos (más precisamente a las mujeres), pero no pudo seguir. Se perdió en la representación del único papel que en algún lugar remoto alguien le había asignado, se dedicó de lleno a cumplir con esa obligación que se le había reservado, tranquilizó a cuerpos inquietos en noches de tormenta, ahuyentó ratones, pisoteó cucarachas, cambió fusibles, arregló canillas que goteaban. Y contestó mecánicamente dónde diablos había estado hasta tan tarde (tanto como respondió por qué había vuelto tan temprano), encontró cuerpos fríos cuando él hervía (y se sintió hielo justo en el momento en que a su lado se convertían en hoguera). Por eso se dijo basta, les dijo basta. Y ellas, agradecidas, le dijeron adiós. Abur, hasta más ver. ¡Qué felicidad tener la fortuna de librarse de alguien que nos quiere tanto! Volvió a decirse él y  volvieron a decirse las mujeres.

Y ya en la época en que gastaba su amor con los pájaros hubo un día (una tarde, un día a media tarde más exactamente), en el cual él se sintió un  hombre injusto. Hasta se vio como un ser cruel y despiadado, un verdugo impío, un déspota sin entrañas. Ese día, aquella tarde, comprendió que su amor no era bueno (hay amores que matan, recordó que le habían repetido las mujeres) y tomó conciencia de que su relación con los pájaros encerrados empezaba a desflecarse (hilachas por todas partes vio), que ellos y él vivían en medio de una rutina hueca que comenzaba justo cuando el sol asomaba (aunque también en los días nublados) y que finalizaba de noche (con luna a la vista o sin ella), con los restos de sábanas cubriendo las jaulas, así los pobrecitos podrían dormir a pesar de las luces de las lámparas que continuaban encendidas en la casa.

Todo era igual a lo anterior y a lo posterior, a lo que ya había sido y a lo que sería, diariamente los mismos rutinarios trinos, cantos, gorjeos y canturreos, siempre el hamacarse por compromiso en los minúsculos trapecios de las jaulas, el saltar de acá para allá y el cantar acullá, la fría y previsible respuesta animal para pagar el alpiste, para que el carcelero, dueño del circo, amo y señor, no se contrariara. Los barrotes habían destrozado la legendaria alegría de los pájaros. Aquel proverbial gozo tradicional, ese contento histórico ornitológico, también había desaparecido.

Telón para el gozo, oscuridad para el contento. Otra vez aburrido, se despreocupó. Y entonces las pajareras fueron asquerosas vidrieras en las que proliferaban las porquerías, el hedor agresivo ofendía, se imponía un clima maloliente propio de pájaros encerrados que no sabían arreglárselas para asearse por sí mismos a pesar de los sacrificios hechos por su dueño para que aprendieran.

No lo pensó más (menos tampoco). Subió a la azotea, dispuso las dieciséis jaulas en un círculo algo elíptico, sonrió, se ubicó en el centro, miró a los pájaros uno por uno, les pidió perdón por su ceguera y abrió las puertas pausadamente siguiendo el sentido de las agujas del reloj (porque entendió que algún orden mínimo debía respetar todavía).

Al principio con torpeza (la esperada en pájaros que han permanecido un año y diez meses encogidos en celdas estrechas), revolotearon en libertad cardenales, gorriones, canarios, benteveos, horneros, ruiseñores, jilgueros, tordos, mirlos y trepajuncos, hasta que algunos pájaros vagabundos que se acercaron para erigirse en cabecillas (los infiltrados subversivos de siempre), les enseñaron el misterio del espacio sin límites y desafiaron a los torpes asombrados para que también ellos, los liberados, se atrevieran a descubrir el más allá (en un principio, al menos, el de la azotea).

Él estuvo a punto de ponerse triste, pero reaccionó de inmediato. Al fin de cuentas, si los extrañara demasiado siempre podría volver a juntar ochenta y cuatro pájaros cuando se lo propusiera. O ardillas, o perros, o gatos, o moscas, o sapos (no, culebras no). Algo que no había podido hacer con las mujeres, apenas recordaba cuatro en su vida. Y nunca juntas. Fue entonces cuando otra vez volvió a sentirse plenamente feliz. Tanto como se sentirían ellas por haberlo perdido para siempre.

Era un pecador arrepentido milagrosamente a tiempo. Era, en definitiva, un hombre bueno. Rió, saltó, levantó los brazos al cielo. No cabía en sí de alegría (cabía, sí, cabía perfectamente, pero se rindió ante la fuerza de la metáfora). La desbandada le hizo pensar en un globo escapado de la mano de un niño, tanto que debió endurecer los músculos para no dejarse arrastrar y volar también él. Era el hombre más satisfecho del mundo, aunque de inmediato se dio cuenta de que ese sentimiento era una exageración, no debía descartar con tanta ligereza la posibilidad de que hubiera algún otro que lo aventajara en satisfacción, ya que ese día no había tenido tiempo de escuchar los informativos.

Se acercó al pretil de la azotea para observar a un jilguero indeciso que no se animaba a levantar vuelo. Lo tomó entre las manos y lo impulsó hacia el infinito (justo es recordar que el animalito no tenía la más mínima idea acerca de un espacio que no termina). Entonces, él retrocedió, no en la derrota sino inmediatamente después de la victoria, y miró complacido a los pájaros que todavía aleteaban sobre su cabeza. Continuó caminando hacia atrás alejándose del pretil y finalmente se detuvo. Estaba tan arrepentido por su maldad que quiso castigarse comprobando cómo se sufría ahí adentro. Giró hasta quedar enfrentado a la jaula en la cual habían vivido los mirlos y se tiró al piso para entrar en ella. La jaula solo admitió su cabeza y parte del cuello. Se le atascaron los hombros y ya no pudo seguir adelante. Se quedó así (mucho más afuera, pero algo, al menos, adentro), y a través de los barrotes buscó con la mirada otra vez a sus queridos liberados. Habían oscurecido el cielo, mientras continuaban ejercitando las alas antes de tomar el camino definitivo de la libertad que les señalaban los vagabundos infiltrados y descarados.

Fue entonces cuando sintió los primeros pegotes de la llovizna (color dulce de leche), que le cayó en el pelo. Un chubasco pertinaz que le salpicaba tanto la parte del cuerpo que tenía adentro de la jaula como la que tenía afuera. Podría ser que los pájaros estuvieran nerviosos por la súbita liberación, era sabido que encontrarse de pronto libre, después de haber sufrido un largo tiempo de reclusión, afectaba a los seres más sensibles. Probablemente estarían soportando el síndrome de la libertad repentina expresado de modo inequívoco con cursos cuasi líquidos y deposiciones abundantes tan comunes en estos bichitos. Claro que también cabía la posibilidad de que tanta desprolijidad aérea se debiera a que los pájaros, instigados por los cabecillas vagabundos, no hubieran encontrado mejor manera de celebrar la libertad que vengarse exonerando a discreción las entrañas sobre su malvado carcelero.

A él ya no le interesó explicarse la causa de tanta porquería liberada. Continuó semienjaulado y quieto, gozando con cada nuevo chorrete. Cuerpo enchastrado, pero cuerpo agradecido por la libertad que le caía sobre la cabeza.

Del libro "Entre humanos y otros animales"
Miguel Ángel Campodónico

campo@montevideo.com.uy 

 

 

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