Mis yoes
Daniel Campodónico 

Lo estoy esperando agazapado tras este muro, se que va a pasar por acá, lo se porque lo estuve siguiendo y allí viene, viste como yo, camina como yo, habla como yo; pero no soy yo; aunque nadie nos distinga, ese no soy yo y apenas pasa junto al muro me pongo de pie y lo encaro; el no puede creer lo que ve, intenta decir algo pero no le doy tiempo, ya estoy enterrando la afilada hoja en su cuello y luego corro asustado, ya que por un momento, creí sentir la puñalada en mi propio cuello y mientras corro, lo espeso de la sangre baja por mi garganta, toso, y sólo para cerciorarme, toqué mi yugular: estoy sano. Tiré el cuchillo en un basural y seguí a pie hasta llegar a casa; entré en silencio, no quería molestarla, fui hasta su cuarto y la vi, sentada en su silla, mirando nada, de espaldas a mí:

-¡Papi… papi, volviste!

Si yo no hablé, ¿Cómo supo que era yo?, habrá sido por mi olor… el sonido de mis pasos… ¿tanto así me conoce?, Y corrió a abrazarme:

-¿Me trajiste los dulces que me prometiste?

-No, disculpame, en el apuro se me olvidó –Le dije mientras pensaba, (ese desgraciado le prometió dulces, ¿qué más le habrá prometido?), espero no halla sido como el otro, aquel otro, el primero que he matado de una larga lista; aquel la lastimaba, era el peor de todos, por eso, lo arrastré con rabia hasta el bote y lo arrojé allá, en medio de aquel lago profundo, con mucho peso y aún vivo, para que sufra; sí; el primero fue por venganza y el resto, solo por perfeccionamiento; recuerdo el sabor del agua salada entrando por mis narices, recuerdo la desesperación y todo a mi alrededor, se puso negro; casi muero en el bote aquel día, pero yo sobreviví, y el no. Al llegar a casa, mojado aún, la encontré como era habitual, con el televisor apagado, escuchando el informativo por la radio y al correr hacia mí, pobrecita, pechó un mueble, que aquel mal hombre había dejado en el camino, yo corrí hacia ella y la tomé en brazos, la alcé, la puse contra mi pecho y viendo lo blanco de sus ojos, le dije:

-Otra vez olvidé traer los dulces; pero ya voy a buscarlos; vuelvo en seguida –Y salgo tan rápido de casa, tan apurado voy que no me doy cuenta de que alguien me está siguiendo, pero si noto el plomo, entrando por mi espalda; al escuchar el segundo disparo caí de rodillas, logré girar para ver a mi asesino, corriendo, dando grandes ancadas casi sin mover los brazos, tal y como lo hago yo, (tal vez sea mejor así), pensé, (tal vez el recuerde llevarle dulces, a mí pobre niña ciega)  

Daniel Campodónico

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