Mujeres de varieté
(o Don Ángel Dacol, el “regiseur” del teatro)

Lilián Caligari

Para mi abuelo

El ruido de las ruedas del coche en las calles empedradas de Buenos Aires de primeros del siglo XX, casi hacían dormitar a la mujer que iba adentro.

Tuvo que salir de la casa rápidamente, apenas con un bolsón con dos o tres vestidos para que la casera no sospechara.

Ella era actriz y cantante.

Y era extranjera, nacida en Francia. De una familia humilde del sur, de la cual escapó apenas pudo cuando su primer enamorado le prometió amor eterno, luego de las citas de los veranos entre las altas matas y a escondidas de todos.

Dejando un hijo para que se lo cuidara su madre, probó suerte en París, donde luego de caminar por las calles, se hizo amiga de una de las madames más populares del momento y comenzó a conocer distintos caballeros que le dejaban fortunas en joyas, promesas y luego vuelta a empezar.

Nunca más iba a caer en las promesas de amor eterno.

Una noche en la que se jugaba fuerte en el casino, ella notó dos ojos negros que la miraban con descaro.

Tenía puesto un vestido de terciopelo rojo, a la moda, con gran escote y corset, que se abría luego en una falda que realzaba enormemente su figura. En el cuello un camafeo y en los brazos guantes rojos hasta el antebrazo.

El lucía muy bien en su atuendo con camisa de cuello alto y duro  , corbata y su pantalón a rayas con el chaleco igual.

Estaba jugando fuerte.

Ella se acercó y él empezó a ganar más.

-“No te vayas”- fueron sus palabras- había hablado en español, pero por la fuerza de su voz, ella entendió lo que él quería.

Ganó mucho esa noche. Al levantarse, la tomó de un brazo, mientras un criado le ofrecía su chaqueta y su galera y se la llevó a su casa sin preguntarle siquiera si era lo que ella quería.

¡Pero vaya si lo quería! Entre la emoción del juego y su hermosa apariencia masculina, se sentía otra vez como entre el trigo de su pueblo natal.

Un largo beso, los unió en el alba parisina.

En el carruaje comenzaron a besarse con furia. Él le acariciaba el escote y ella sorbía sus besos como una sedienta.

La bajó en brazos  y subió con ella  las escaleras de la gran casa .

La mujer lo dejó hacer y entraron al dormitorio.

No hubo muchas palabras, los cuerpos desnudos hablaban el idioma de la piel apasionada.

Solamente al mediodía , después de yacer juntos en la ancha cama le dijo : -¿Cómo te llamás?

-Amèlie- contestó ella

-Ah , Amelia, te voy a llevar conmigo a Argentina, me traés suerte- y dándose vuelta, se durmió.

-¿Argentina? –preguntó ella

La respuesta fue un ronquido.

Ella suspiró y se durmió con una sonrisa en los labios.

Y había venido con él.

Un dandy de las pampas, enriquecido de tierras y ganado.

Le había puesto un apartamento cerca del centro de la ciudad y allí iba a buscarla todas las noches para ir al casino, a seguir probando suerte.

Joyas de todo tipo adornaban entonces su cuello y sus manos.

Menos mal que tuvo la precaución de esconderlas.

Porque el dandy se había ido, para casarse con una señorita de bien y ella estaba otra vez sola, un poco más rica, pero no tanto como para vivir eternamente de lo que le dejó.

Se tocó el gran sombrero y arregló el tul que cubría su linda cara. Era una mujer joven y atractiva y a juzgar cómo iba vestida bien podía pasar por una gran dama.

Y éso pensaba hacer.

Llegaron al puerto.

Iba a tomar un vapor que le haría cruzar un ancho río para ir a otro país, a probar nueva suerte, a tratar de volver a brillar como en sus mejores tiempos.

Ese país era Uruguay.

La noche en él, no era distinta a la de Francia, Argentina u otro país.

Los caballeros, ansiosos de pagar favores y tenerla como preferida eran muchos.

A uno de ellos le contó que sabía cantar.

El hombre, enamorado de su cara de niña y además sabiendo que era una extranjera, enloqueció con ella.

Le puso un maestro de música y sus gorjeos llenaban el patio de la pensión sobre la ciudad vieja, que era donde había ido a  parar.

Pero , lo hermoso no podía durar, se diría después Amelia. Su caballero en cuestión no quería saber que ella cantase en público.

Le rogaba que lo amase, en sus visitas cada vez más frecuentes a la pensión.

-Qué lástima,- se dijo- yo ya no tengo lugar para esos sentimientos.

Sin pensarlo dos veces, se mudó más al centro y conoció nuevas personas.

Aún no se sentía bien y las ganas de volver a París eran tantas , que sólo vivía planeando cómo poder hacerlo.

En tanto, frecuentaba distintos lugares donde se jugaba fuerte, encontrando siempre nuevas amistades y los mismos requerimientos sexuales para tratar de dominarla

Un día en una reunión de amigos, encontró a un joven del norte uruguayo, Enrique, el cual no sólo quedó prendado de su belleza sino que apreciaba que supiese cantar y estaba en busca de artistas para un nuevo teatro que se había abierto en su ciudad Salto, hacía muy poco tiempo, y que se llamaba Novedades.

-Amèlie-le dijo un día- te voy a llevar a un lugar donde podrás cantar cuánto quieras y estaremos juntos.

-Oui monsieur? ¿De veras?- se sorprendió ella

-Sí nos vamos mañana, vamos al norte, en barco. Mandaré un coche a buscarte.

Esperáme con todas tus cosas que paso a buscarte.

Se despidieron con un gran beso.

Era el 7 de enero de 1909.         

 

 

Europa toda vivía en los albores del siglo bajo consignas artísticas y bohemias de las vieja Francia.

Una ciudad como Salto, que además de fuentes, farolas estatuas, columnas de alumbrado, candelabros y rejas ornamentales, sentía el  escozor de pegarse a la moda francesa, cómo no iba a tener un teatro de Variedades, con números artísticos bien pagos, donde según cuentan, hasta se llegaba a tirar libras de oro sobre las actrices.

Se bebía Champagne francés y la noche no estaba completa sin la salida de “juerga” masculina , si no se quedaban a terminarla en el Novedades.

Muchas familias verían escaparse a sus maridos semi escondidos en la oscuridad de las calles para llegar hasta el paraíso de mujeres bonitas , donde no sólo veían alguna película al principio , sino también buenos números del varieté (como en  la lejana Francia), para pasar luego al “Pigalle “ o cabaret y alternar con las artistas.

Este espectáculo siempre comenzaba a las 21.

Cuando había eventos importantes en Salto, sobre todo  de exposiciones ganaderas, éste se llenaba de un público hartamente generoso en derrochar dinero.

Un músico de apellido Parente, hasta hizo un tango: “Mujer de Varietè”, que estaba de moda con amplio furor.

Como ejemplo de algunos números se anunciaban: cantantes de diversas nacionalidades, entre Matchs de box , acrobacias en bicicleta, de chicas rellenitas y en pantalones ajustados y obras teatrales  brindadas por compañías nacionales como la de Atilio Supparo con obras como “Las de barranco”, “ M’hijo el doctor”, “La dama de las Camelias”, etc.

 En fin , había de todo para pasarla bien.

Y Salto, como toda América latina,  pedía para sí ese bagaje cultural para seguir la moda y el tiempo.  

            

                

 

A medida que leía la carta el Intendente de Salto Dr. Marcelino Leal, quedaba más conforme.

La misiva escrita con letra elegante, hoy demodé,  decía:

“Salto, noviembre 30 de 1909

Sr. Intendente Municipal del departamento

Dr. Don Marcelino Leal

Tengo el honor de poner en conocimiento del sr. Intendente que con fecha de hoy han sido dadas por terminadas las construcciones del nuevo Teatro Novedades efectuadas bajo la inmediata dirección del que suscribe.

Con este motivo y a los fines del fiel cumplimiento de las disposiciones vigentes, solicito de V. S. quiera disponer  que se realicen las pruebas de resistencia requeridas como medida previa antes de ser librado el nuevo local al público acceso.

Esperando que el sr. Intendente se dignará tomar en consideración lo expresado me es grato saludarlo muy atentamente

Mateo Aigabella

 

Las pruebas se hicieron como acordaban a las leyes de la época y una noche de 1910, el nuevo teatro quedaba inaugurado.

Había sido tarea ardua conseguir todo el personal, pero se había logrado.

Era un galpón, con techo redondo y una puerta principal sobre la actual calle Amorím y otra más chica para los empleados.

Atrás y semi escondida por la gran estructura, había una casa que era del encargado, cuidador o regiseur, como se le decía en esos tiempos y su familia.

Las artistas para este teatro de hombres y bohemia de esa época y tan comunes en toda Europa , habían llegado a raudales, hasta allí.

Como Amelia.

Como era el caso de Soledad.

 

 

Soledad era española. Había sido el escándalo en su pueblo natal pues ella no quería doblarse a usar la azada como las demás mujeres. No quería mirar hacia la tierra, quería mirar los rostros de quienes la miraban a ella, cuando desplegando el mantillón, junto a su gracia innata, dejaba al público fascinado.

Una fascinación efímera que duraba lo que una canción pero que ella necesitaba sentir correr por su piel cual agua de los manantiales de España y para escándalo de las mujeres decentes.

¿Acaso ella no lo era por querer ser actriz y cantante?

-¡Pues si señó- se dijo- y voy a demostrarles a todos cuán lejos puedo llegar!

De su pueblo a Madrid , toda una peripecia.

Tratada como una vulgar campesina por los agentes de los teatros, tuvo que aprender a refinar sus modales y a frenar su boca siempre pronta a la contestación que busca pelea.

Finalmente la habían contratado en un  teatro de la gran ciudad.

Su debut fue bueno y estaba feliz.

Pero un día Francisco, su novio del pueblo, la vio y se quedó mudo y blanco.

Los amigos, que con él habían ido a divertirse al teatro de revistas, no se daban cuenta de su estupor, pero él sí y estaba a punto de llorar por su Soleá.

Como pudo se hizo camino al camerino y le rogó a ella que volviera con él al pueblo, que él la haría honrada otra vez, “ -habráse visto una mujer cantar sobre un escenario!. Y menos su Soleá!”- se decía.

Casi a patadas y con el mejor repertorio de su boquita, lo sacó Soleá  de sus aposentos.

“Que descaro el de él”- se decía-, querer que recorriera el camino a la inversa, ahora que estaba disfrutando lo que tanto quería, cantar y ser admirada.

Su vida, después, era muy solitaria.

Dormía y ensayaba de día , para brillar a la noche.

Un día recibió una carta de Amelia, su amiga de los tiempos en que ésta había estado en su casa en Madrid, sola y llorando por su suerte. Ella la había ayudado con su dinero y ahora ella se lo estaba devolviendo en forma de un pasaje para atravesar, nada menos que el Atlántico e ir a América.

Al principio le pareció una locura. Ir en medio de esos bárbaros, sentía cierto resquemor,  pero luego al leer lo que ella le decía, se fue convenciendo cada vez más que tal vez era lo que debía hacer y que quizás los bárbaros no lo eran tanto.

Si ellos tenían un teatro, allí iría ella para enseñarles su salero.

-No- reflexionó- no puedo irme sin Rafael, su novio, que tanto la cuidaba y respetaba.

Por él no había caído en manos de ningún mal hombre y sólo le pedía a cambio estar con ella y ayudarla en todo.

Ella sabía que estaba enamorado de ella.

¿Qué podría hacer?  

-Pues nada chica, -se dijo- que es mi carrera y si quiere seguir conmigo de esta forma, está bien. Con él mi honor estará siempre a salvo. Todos creen que estamos comprometidos, hala, mujer, ponte en camino que el barquillo va a zarpá sin ti!

Y así empezó su aventura por la soñada América

Cruzaron el océano en el gran buque con billetes de primera clase.

 Ella no podía aceptar menos.

Rafael la secundaba y todos los tomaban por una pareja de recién casados.

Desembarcaron en Montevideo. Mientras bajaban su equipaje, compuesto de baúles y sombrereras, miraba las casas y le hacían recordar mucho a las de su patria.

- ¡Joder, si hasta tienen todas balcones!- le dijo a Rafael- el cual le respondió, vigila tu vocabulario, hija, que eres una dama.

-¡Mira Rafael, las flores en los balcones son como en Madrid y mira aquellos hombres de aquél puesto, pero si hablan como yo!

-Vamos bien entonces, quiere decir que hablas como un cargador del puerto- ya lo decía yo que no te habías refinao todavía…

-No hombre hablan como tú y yo, ¡que son españoles, escúchalos!

-Es verdad- dijo Rafael,-pues parece que este Uruguay está lleno de españoles.

-¡Vamos sube al coche!-le apremió ella- debemos encontrar un lugar para esperar el trasbordo hacia el norte! .Qué gente tan amable!. Me saludan como a una dama. Imagínate, yo, una actriz, en el extranjero, saludando a esas mujeres de pañuelos oscuros que son mis paisanas. Me hace muy feliz Rafaelillo!

Le dieron una dirección al cochero y llegaron a la misma pensión donde había estado Amelia, antes de partir.

Estuvieron tres días en la capital de Uruguay, Montevideo y de esos dos días, dos noches , Soleá cantó en un teatro que la ovacionó.

Casi, casi no quería partir. Pero Rafael la trajo a la realidad.

Finalmente tomaron un vapor chico para remontar lo que conocería como el río Uruguay y que los dejaría en ese próspero puerto donde llegaban telas de Francia, perfumes, comestibles finos y de los otros, hasta esa ciudad que llamaban Salto y estaba en todo su esplendor.

-Mira Rafael, aquí también hay tantos balcones, joder

-Modera tu bocaza mujer, me parece que hay ciertas palabras que nosotros usamos que acá tienen todo otro significado.

-Es que son bárbaros- te lo dije- y se hundió en el asiento del coche con un poco de pena.

Pero enseguida replicó airada:

.-Pues mira, hijo, que a mí nadie me va a enseñar a hablar, yo nací así y tú sabes cómo soy. Soy libre como el viento, éso soy. Vamos de una vez a ver este teatro, ardo en deseos de hablar todo con Amelia.

Cuando el carruaje llegó a las puertas del Novedades, Soledad se quedó mirando a una niña, que en otro portón más pequeño y más allá, estaba sentada como una muñequita , con cadenitas de oro, y pulseras en sus manitas infantiles.

-Parece una muñequita, sí éso, te voy a llamar muñequita, hija, por qué estás tan sola?

-Ven aquí , deja a la pobre niña ¿ no ves que la estás asustando?- le dijo Rafael

-¡Soledad!-gritó Amelia y abrazó contenta a su amiga.

-Hija qué pálida luces. A propósito… mira esa preciosura allí.

- No es nada y en cuanto a la pequeña no sé de quién sea, tal vez es hija de algún empleado. Las dos la miraron.

-¿Cómo te llamas ricura?

La niña la miró con ojos grandes

- Me llamo Iris- y salió corriendo por un ancho corredor hacia el interior.

-Vaya…¡ qué niña! ¿eh?

Entraron  juntas al teatro, rumbo a sus habitaciones. El cochero llevaba los baúles , bajo la mirada atenta de Rafael.

Las dos se sentían libres, pero pronto sabrían que habían entrado en una cárcel.

Una cárcel muy  dorada.

Madrid, París, Buenos Aires, Montevideo, habían tenido sus quieros, se decía Soledad, pero esta sociedad era terrible.

La hipocresía de los hombres, la mayoría buscando alegremente diversión fuera del ámbito familiar y gastando a raudales, tanto, que se podían ellas, permitir tener breteles de su ropa interior, de oro, la sorprendía.

Una vez había intentado salir a caminar por los alrededores, pese a los intentos de Amelia de persuadirla, pero ella tenía su carácter y quería tomar aire.

Iba acompañada de una negrita que trajo desde Montevideo, Marta, y las dos se quedaron estupefactas  al ver que las señoras cruzaban las calles al verlas.

-¡Voy vestida como una monja coño!- rezongaba

Y su fiel sirvienta le decía: -No se fíe, aquí todo se sabe...

-¡Hija ni que fuera mi pueblo, que Dios lo tenga bien guardao, junto a mi madrecita!- dijo mientras besaba la cruz que llevaba siempre en su pecho, hoy bien cerrado hasta el cuello, y con un vestido muy discreto.

Dio unas vueltas más y al final llena de una rabia incontenible, entró en el teatro para no salir vez.

Allí estaba su mundo. Sus amigas, sus enemigas por que no, también, su maestro de canto, el piano, los ensayos con coreografías difíciles, un director que nunca estaba suficientemente satisfecho y sus perfumes y las flores que recibía y los poemas y frases en tarjetas doradas, sus joyas,  sus sábanas de seda y su gato Mimí.

                       

La noche era toda otra cosa.

El show siempre era bueno y apreciado por los caballeros que dejaban su galera y sus abrigos a la entrada. Los cocheros y los primeros autos, esperaban afuera.

Se cantaban temas de grandes óperas, se hacían operetas y había barítonos y tenores que completaban el elenco.

Cada una ponía lo mejor de sí en cada actuación. Luego venía el entrechocar copas con el público masculino, en el cabaret, haciéndoles beber y aceptando siempre, el tener a su lado a algún mecenas, alguien que la protegiera y las llenara de regalos, flores y joyas caras.

Siempre había un enamorado platónico, poeta, que les hiciera sonetos y llenara sus cabezas  de palabras elegantes, de ese español tan distinto al de España que aquí se hablaba.

 

   

 

Una noche, Mimí, su querido gatito,  se perdió.

-¡Marta! –gritó- ¿dónde está Mimí?. ¡No puedo actuar si no lo veo!.

-Mire señora capaz que se lo llevó la bruja de la italiana, aunque, reflexionó un momento- Mirella está aún ensayando…

-¡Pero si es de noche y faltan dos horas para la función, no seas necia!

- ¿Es que no ve que está enamorada del barítono que es también italiano?

-Y bueno, la sangre tira, entre Puccinis y Verdis se dirán muchas cosas, que nosotras por supuesto no entendemos.

- Sí que los entendemos, sobre todo cuando se enojan. ¡Qué gente tan gritona!

-Hala, a dejar de hablar de mis colegas, que aunque no me baja del gañote esa Mirella, mientras no se quede con mi Mimí la dejo en su paz itálica.

–Corre , anda, tú vas por allá y yo por el otro lado

-Mimí-gritaba Soledad- hijo mío dónde te has metío, dónde hijo? Me vas a dejar hecha un lío y yo que debo lucir tan bonita siempre.

Sin querer Soledad, andaba por la parte posterior de aquél teatro y de pronto , se encontró sola en medio de la oscuridad.

Tuvo miedo.

Su voz era cada vez más baja

-Mimí imploraba- mientras pensaba –¿ y si sale un bárbaro y me quiere seducir? ¡Ay

virgencita, ayúdame! Yo no seré una virgen pero a nadie le gusta ser violentada, joder!

De pronto, en medio de esa oscuridad, una luz.

Era una casa.

-La casa del cuidador – pensó- iré a pedir ayuda

Y sin pensarlo dos veces se dirigió hacia la luz del farol de la puerta.

Golpeó tímidamente y apareció la niña de la puerta, aquella que ella había bautizado “Muñequita” el día de su llegada.

-Oye pequeña, estás tú con tus papás?

La niña hizo una afirmación con la cabeza, asintiendo, mientras la miraba con curiosidad.

-Qué esperas entonces?...  pues ve y diles que me he perdido.

Enseguida se presentó una mujer pequeña, de largo vestido y gorrito en la cabeza, como para ir a dormir.

-¿Qué desea señorita.? Es usted del teatro?. ¿Acaso se ha perdido?

-Pues si y estoy muerta de frío. Estoy buscando a Mimí mi gatito.

-Pase usted - sintió que le decía una voz también femenina, de cuya falda se tomaban dos niños preciosos- Siéntese y descanse. Iris tráele un vaso de agua a la señorita…

-Soledad, soy de Madrid, España, hace un año que estoy aquí. ¿Cómo es que nunca os he visto?

-Nosotros hacemos una vida completamente aparte del teatro y mis hijos también.

-Pues tiene usted una familia maravillosa y esta niña es una muñequita.

-Pues tengo otra que acaba de nacer hace un mes. Se llama Ruth.

- ¡Qué lindo nombre para la pequeña!

Soledad, con su viveza natural echó una mirada en derredor y descubrió un tesoro:

-Señora , ¡usted es modista!

-Oh, si, fui camisera y hasta trabajé en una pequeña industria, pero mi madre me sacó de allí por considerarlo indecoroso para una joven. Desde entonces trabajo en mi casa y mi esposo , es empleado de la Intendencia y cuida este lugar. Estamos muy contentos aquí. Yo coso para mucha gente de los alrededores de la Plaza Artigas.

De pronto se sintió un maullido y Soledad salió tras él, pero allí venía Ángel, el encargado, hijo de italiano puro, rubio y de ojos celestes, alto y de tanta prestancia, ése al que ellas llamaban en casos de apuro antes de salir al escenario.

-Acá está su gato Soledad- y se lo dio-venga que la acompaño.

-Adiós -dijo soledad- todos le contestaron sonrientes mientras de atrás el llanto de la bebé se hacía sentir.

Un día Ángel apareció en casa con una de las artistas y no era la española precisamente.

Con su voz fuerte le dijo a la esposa: - ¡Virginia, te traigo una clienta!

La aludida dejó la máquina de coser, a pedal, en donde estaba trabajando y fue a recibirla.

-Madame- dijo con una pequeña inclinación con la cabeza.

-Madame- contestó la otra haciendo el mismo gesto.

-¿En qué puedo servirla?

-Verá, necesito un traje…especial.

-Perdóneme pero yo no coso para el teatro.

Buscó el apoyo de su marido pero se había ido, pues lo llamaban del frente. Iris había caído y se había raspado la rodilla.

-Madame, le dijo la mujer- io sono italiana come suo marito- puedo pagarle el triple de cualquiera de esos trabajos que usted hace ahora.

-¿Qué tiene de especial este traje?- preguntó la amiga de Virginia, Clorinda, poniendo los brazos en la cintura. Pronta a defender a su amiga tan frágil de salud.

 -Es que verán ustedes signore- decía la italiana un poco desconcertada pero dispuesta a no irse sin lo que había venido a buscar- Ha llegado dalla Francia mademoiselle

Monique y trajo un vestido que es un sueño. Yo quiero que usted lo copie.

Las mujeres se miraron entre sí.

-Pero yo…-dijo Virginia

La italiana Mirella no la dejó terminar:

-Aquí tiene el triple de lo que usted cobraría por un vestido, y cuando esté terminado, le daré ancora di più. Accetti signora accetti, se lo ruego.

-Está bien, dijo Virginia, cada noche mientras actúe usted me trae el vestido y yo lo voy copiando. Ahora vamos a tomarle las medidas a usted.

-Grazie signora, lei è una santa donna, gracias, gracias, voy a buscar el vestido.

Y dándose vuelta salió corriendo hacia el teatro en un remolino de ansiosas faldas…

                    

-¿Qué vas a hacer Virginia?. Si cosés para el teatro vas a perder tu clientela que es bien selecta.- le increpó Clorinda

-No lo creo- contestó ésta

-Pero si la “señoras “ cruzan la calle para no ensuciar sus vestidos con esta vereda . ¡Si supieran que vas a coser para las artistas!...

-Vamos a probar una vez. Nadie se va a enterar.

-Como vos quieras.

Pasaron día y noche cortando e hilvanando una tela preciosa, brillante, que la  italiana había  logrado hacer traer de París.

 Mirella se probaba como una niña obediente y nadie sabía qué hacía ni a dónde estaba. Los niños jugaban en el soleado patio. Sólo la bebé estaba adentro con ellas.

- Parece que le gusta mi vestido- comentó la mujer- che bella bambina!

-Bueno, venga esta noche, el vestido estará terminado.

-Grazie signora

La mujer se fue esta vez, cantando con gorjeos de pájaros y en el taller, reinaba el sonido de las máquinas.

A la noche vino la italiana a buscar su vestido y al rato,  la familia se aprontaba para dormir, cuando apareció el padre gritando:

-¡Virginia!, ¿qué has hecho?

-¿Por qué? -contestó está

Hay dos actrices peleándose, están por el suelo, una es francesa y otra la italiana

-Sí la que vos trajiste.

-Hay un revuelo bárbaro dice que la italiana le copió igualito el vestido.

Clorinda, la amiga dio un paso al frente y dijo

-Con todo respeto, don Ángel, ¿ usted no fue el que la trajo? Ahora… ¡arregle ese lío! ¡Vaya!

- ¡Mujeres!- dijo Ángel y volvió hacia el frente donde estaba su trabajo- ¿cómo voy a arreglar este entrevero ahora?.

En la casa, todos reían, junto a la frágil madre, que, de la emoción, se había sentado en una butaca.

Pero no dejaba de reírse…

  

 

Desde ese día doña Virginia, pasó a hacer todos los trajes de las artistas.

Ganaba mucho dinero.

Los niños, veían desfilar mujeres normales, algo gritonas, pero cariñosas, que tal vez veían en ellos los hijos que no tenían o los que habían perdido.

Su vida transcurría normal.

Casa, escuela, deberes, juegos, paseos los domingos. Y la bebé estaba cada día más robusta. Ya había empezado a caminar. Era la mimada por todos.

Un día , Clorinda , que había ido a llevar un pedido a una casa, volvió con el paquete y cara de culpa.

-Virginia, no quieren que les cosas más.

- ¿Ah sí? ¿Y por qué?

- Dicen que tienen miedo al contagio…de esas mujeres…

-Está bien, no me importa. Mi marido está de acuerdo y yo gano el triple de cuando les cosía a ellas. Ahora sí que nos dedicaremos sólo a hacer vestidos de calidad!

- ¡Yo te apoyo! – dijo Clorinda

-Ya losé – contestó Virginia.

Fueron años divertidos para los chicos, sobre todo, viviendo en una  familia que ganaba bien, con dos padres amorosos y los cotorreos de las mujeres que tanto las hacían reír.

Un día Ángel decidió poner un local propio, un bar,  cerca de estación del tren y se mudaron del teatro.

Entre el bar y su trabajo en la Intendencia iban bien, pero, Ángel era muy amante de las carreras de caballos.

Virginia cosía , pero no tenía una salud muy fuerte.

Pronto tuvieron que volver al teatro.

Este ya iba decayendo, siendo el Larrañaga por lejos, el mejor de todo el Uruguay y además “respetable”.

Con el tiempo se cerró el Novedades y Ángel fue portero del Larrañaga.

La familia se había mudado al cerro, frente a la plaza, donde allí nacería el último hijo, Ruben.

La salud de Virginia en ese entonces, ya no estaba nada bien. Sufría de contínuos desmayos y luego del último parto, había quedado más débil aún.

Ahora don Ángel era Secretario del Intendente Rocca, pero aunque si tenían una hermosa casa grande, sobre la calle Julio Delgado, los niños, menores fueron repartidos entre sus madrinas, como dictaba la costumbre.

La madre, pasaba mucho tiempo en el hospital.

Apenas veía a los hijos, que estaban en manos de estas “madrinas” y a ella la cuidaba su fiel Clorinda. Una amiga de fierro que había venido a su casa para iluminarla y ayudarla a ella , como si fuera de la familia.

Ruth y Ruben estaban juntos con la madrina de ellos, en una casa sobre calle Uruguay.

Era mala, recordarían después.

Un día se escaparon y fueron hasta la casa de la madre y salieron con ella y para su angustia, ella se les desmayó en  la calle.

Los niños, lloraban sin poder levantarla.

Un vecino los ayudó y llamaron al padre, que subía y bajaba el empedrado de Julio Delgado, cada vez que lo necesitaban ( y eran muchas) y a Ruth ya todos la conocían en la Intendencia,  cuando con vergüenza decía:

-Vengo a buscar a papá, mamá está mal.

Por todo esto y por las palizas que solía darles la “madrina”, Ruth planeó todo para volver a su casa.

Se escaparon de mañana, pero se trajo a su hermanito de 8 años con ella. Sigilosos y asustados, volvieron  junto a su madre y Clorinda,.

Ruben había tenido sarampión y ella lo cuidó junto a ésta última.

Cuando se recuperó el niño, él y Ruth salían a pasear e iban a la Plaza, corriendo entre los bancos.

¡Y cuántas travesuras hicieron juntos, otra vez en el patio del fondo!

Iris, la “Muñequita” era una preciosa muchacha que trabajaba en la tienda París Londres. Lidio se iba al campo de una familia amiga cada vez que podía y volvía deshecho. Y el mayor Néstor, estudiaba aviación en Montevideo.

Pero la salud de la madre continuaba empeorando.

Debió ser llevada al hospital y los niños otra vez a las casas de sus madrinas.

Clorinda cuidaba a Virginia en la sala del hospital y a don Ángel lo cuidaba , “el negro Jacinto”, un empleado suyo que pasó luego a ser parte de la familia.

Un día Virginia no pudo más.

La familia quería estar toda reunida al lado de su cama, pero en el momento que el avión que traía al hijo mayor de Montevideo , daba la vuelta para aterrizar, Virginia dio su último suspiro, en el hospital.

 Tenía sólo 48 años.

El velorio fue largo.

Ruth y Ruben estaban encerrados en el dormitorio del fondo con la orden de no molestar. Se encerraban en su miedo, en su pérdida, para ellos casi incomprensible.

Habían perdido a su mamá.

Desde entonces, su padre , aunque si cuidaba de ellos, se iba de juerga cada vez que podía, tal vez para olvidar y la fiel Clorinda lo esperaba cada noche para sentirlo gritar y maldecir y alcanzarle paños húmedos para calmar la resaca.

Ruth en especial, se encerró en sí misma. No hablaba, era un trabajo hacerla comer, vestía de negro no sólo en el período  obligatorio del luto, sino por mucho tiempo más.

Con el tiempo el dolor mermó. Y su refugio fue Clorinda.

Ni aún de grande supo explicar qué era lo que tenía su madre.

No se lo dijeron nunca y sus palabras de ahora son suposiciones o restos de charlas escuchadas en voz baja.

Si se le pregunta , dice “-Los doctores dijeron que tenía el hígado como un puño”.

Creció siendo “la flaca”, sin gracia y tristona, rodeada de afectos que no pudieron llenar el vacío de la falta de su mamá.

La bebé , que conocieron las artistas , estaba muy triste. Y esa misma tristeza la hizo fuerte a la vez.

El tiempo siguió pasando.

Los hijos habían sobrellevado el comportamiento de su padre, pero les hacía daño.

Ángel era una persona muy estricta con su familia.

No se podía hablar en la mesa, mientras él estuviera y mucho menos levantarse de ella.

Su palabra era ley y era orden.

A pesar de ello, pensaron en enfrentarlo porque sabían que sería bueno que él formara familia otra vez.

Reunidos los hijos más chicos, con mucho temor, pero con firmeza, le dijeron al padre, que no se casara con otra que no fuera Clorinda pues de hacerlo, todos le iban a hacer la vida imposible.

Clorinda estaba escandalizada.

Se consideraba una señorita en todos los aspectos, a pesar de haber pasado los cuarenta años, cosa nada habitual en esa época, pero sentía que ésa era su familia.

Con el paso del tiempo contaría con orgullo que había repudiado a más de “un buen partido” en pos de su dignidad, pero ante lo que le decían los muchachos, se sentía muy emocionada.

¡Cuidar los hijos de su amiga tan querida!

No, se decía, es totalmente imposible.

Pero don Ángel, el italiano era muy guapo, cosa que ella no había reparado antes por respeto a su amiga Virginia,  y  algo le decía , que aunque sea por ella, debía aceptar.

Él le hizo la proposición de casamiento un día, al llegar cansado del trabajo e ir ella a servirle una copa de jerez.

-Clorinda- le dijo- Ha estado con nosotros tanto tiempo, que  yo he  pensado que sería mejor para todos si la hago mi señora.

Clorinda se ruborizó y estrujaba sus manos , víctima de la ansiedad. Lo escuchó hasta el final, lo miró de frente y le contestó: “Sí don Ángel!”.

Él quiso intentar abrazarla pero ella retrocedió.

-No, don Ángel, así no. Al menos hasta que seamos marido y mujer.

Puso además, como condición, no estar nunca a solas con él.

Entonces empezó el noviazgo de la vieja amiga y casi madre de los niños y muchachos, con todo el pudor que era imaginable en esos años de finales de los años 1940, en Salto..

Al final, Clorinda y don Ángel, se unieron en matrimonio .

Los hijos estaban exultantes

Ella no sólo cuidó a los hijos , si no que lo acompañó a él  en medio de una enfermedad de tipo senil, en la cual solía gritar su nombre a cada momento y llamarla todo el tiempo a su lado.

Clorinda lo cuidó con amor y respeto.

Los hijos se habían ido, una a Montevideo, otros con su familia en otros lugares de la ciudad.

Ángel decaía más y más. También se quebró la cadera y estuvo muchísimo tiempo en cama.

Llegó al menos a ver a su bisnieta, Stefania,  hija de un nuevo italiano, llegado en el 1974, pero siempre la llamaba con  un nombre distinto, cosa que a la pequeña tenía sin cuidado por supuesto.

Al final murió a lo 82 años.

Clorinda murió diez años después.

La familia de Ángel el rubio italiano, alto y elegante siempre de traje y corbata, sombrero y bastón, del “regiseur” del Novedades, tuvo desencuentros y reencuentros pero siempre están con ellos los recuerdos más gratos, la vida atrás del teatro que más de una generación nunca llegó a conocer.

Hoy en su lugar , en la misma calle Amorím, se yergue una imprenta , una casa y un edificio.

Pero allí vinieron cantantes y artistas de todo el mundo, como Amelia, como Soledad y tal vez, por éso y porque es parte del Salto, valga la pena siempre recordarlo y por qué no, al pasar por su vereda, en vez de cruzar a la otra, tratar de escuchar los cantos.

Lilián Caligari
Mujeres de varieté
Impresora Central Coop. - Salto - Dic. 2006

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