El río
Sonia Calcagno 

Desde que vivo en este pueblo costero, nunca había visto el río tan alejado de la costa, de los límites de su cauce habitual. La bajante anterior, cuando encontraron el cañón antiguo de tenebroso hierro negro, no había sido tan importante. Y además este viento frio y poderoso que no deja de soplar. Parecería que quiere hacer desaparecer las aguas por detrás del horizonte. Y yo tengo que irme, sabiendo que la mujer ha vuelto y pretende ocupar mi lugar. Me molesta esta intrusa en mi pueblo, esta invasión en mi vida, tan dificultosamente rearmada a lo largo de estos quince años, pero no sé como detenerla. Cuando me anunciaron que ella iba a empezar a venir periódicamente, yo decidí que lo mejor era esperarla en la estación, recibirla, atenderla, darle un lugar, el lugar que yo le designara; hacerle sentir que yo era la anfitriona, y ella la extranjera de paso. Y que si decidía quedarse, se quedara junto a mí, nunca sola; no podía ni debía tener un lugar propio. Pero después de aquellos meses, las cosas habían cambiado. Yo tenía que irme por un tiempo y la mujer se quedaría ocupando mi lugar.

El viejo se muere, se está muriendo y está solo. Fue como mi padre durante diez años. Voy a verlo mientras le están dando de comer. Casi inconsciente, come con voracidad una papilla que la enfermera le va poniendo a cucharadas en la boca. La mastica, la da vueltas, la deglute y abre la boca nuevamente. La enfermera dice cosas, no sé si a mí o a él. "Qué guapo este niño, cómo come toda la comida". Me siento muy mal. El viejo está peleando contra la muerte y la mujer diciendo trivialidades. La enfermera se va y lo puedo mirar mejor, más tranquila. Le hablo, creo que no me reconoce.

Cuando llegué al pueblo, fue justo después de una gran creciente, la más grande de todas, que no pude ver. Habían quedado los restos de los camalotes, y las historias. Contaban de víboras venenosas, arañas y hasta algún mono que venían en los islotes de ramas y flores desconocidas. Desde que vivo acá, todo lo que pasa con el río me conmueve, pero prefiero las bajantes: no traen alimañas y se puede encontrar viejos tesoros. También se puede caminar debajo de los muelles y ver la ciudad desde afuera, desde territorios que no nos pertenecen, que son del río. Siento que no debo irme del pueblo, que no debo permitir a esa mujer recorrer mis lugares y encontrar los tesoros que son para mí.

Acaricio la mejilla del moribundo; está fría, la muerte anda dando vueltas. Quiero trasmitirle al viejo mi afecto, mi agradecimiento a su amor paternal, No creo que lo pueda recibir, lo sacudo suavemente, le digo mi nombre, quiero que me reconozca... No responde. Y de pronto, la mujer que queda en mi lugar ya no importa, no me parece real, creo que es un fantasma. No puede ocupar un lugar en mi cuerpo, no puede amar lo que yo he amado, ni vivir lo que yo he vivido. De todas maneras, no voy a dejar que el fantasma me invada, que me penetre, pero no me importa que pasee por la playa: aunque encuentre tesoros no los va a poder conservar, tiene tanto miedo de morirse que ya está muerta. Recuerdo cuando la llevé al faro, cuando la hice subir para mirar la ciudad. Estaba asustada, yo sentía su temblor. Quiso bajar enseguida y yo la ayude, la sentí débil, indefensa y pensé que reflejaba mis propios temores. No era cierto. No lo es.

El viejo está solo. Ha sido abandonado para que pelee solo con la muerte. Le acaricio por tercera vez la mejilla, sonríe. Me siente. Puede sentir que lo quiero.

Cuando vienen las crecientes que traen camalotes, ramas, flores, víboras, arañas y hasta monos, el río se ve rojo y con esas manchas oscuras que se van definiendo al llegar a la costa.

A nadie se le ocurre bañarse aunque sea verano y tenga mucho calor; es peligroso. Cuando el río baja, podemos invadir su territorio, descubrir sus secretos, mirar desde allí el puerto, la ciudad, las torres de la iglesia, el faro.

Decido dejar al viejo, salgo a la calle y se detiene junto a mi una camioneta. El hombre sentado al volante me pregunta la dirección de un hotel. Lo miro, es agradable, desconocido, me sonríe. Me invita a acompañarlo. Hace mucho frío y desde la cabina del vehículo se desprende un aire cálido. Subo a la camioneta. Le voy a indicar el mejor hotel del pueblo. El hombre habla, dice cosas que no me importan, sólo me conmueve el deseo que parece sentir por mí.

Vamos mirando a la habitación del hotel. Encuentro muy raro que haya tantas camas. Una cama grande, tres camas chicas y una cuna. Hay olor a orina y las sábanas están sucias. No comprendo, es el mejor hotel de la ciudad. Hace frío, las estufas no están encendidas. Llamamos a la administración y nadie responde. Entonces me acuerdo de que hay creciente y nadie se ocupa de sus tareas habituales, todos están en la costa. Mirando las islas de camalotes, que traen cosas de otros lugares, de otros países. O quizás sea una gran bajante y todos caminen sobre la tierra aún húmeda, buscando tesoros o nada más que algún recuerdo de otra época. El viejo se muere, definitivamente solo, el fantasma de la mujer errante por la playa ya no me importa. Mañana me voy por un tiempo, pero esta noche, aunque haga mucho frío y las sábanas estén sucias, yo voy a hacer el amor con este hombre desconocido.

Sonia Calcagno 
El País Cultural N° 159
20 de noviembre de 1992

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