Un Calcagno en la senda de Cristóforo Colombo.
Celia Calcagno

de "Por mar y por tierras"

De las cuatro familias de las que provengo, falta por aparecer la rama Calcagno, la más naviera en sus primeros tiempos.

Transcurría el año 1825. Pronto mis cuatro familias italianas empezarán a desembocar, por, distintas vías y circunstancias, en tierra oriental. Este salto de continente a continente podría comenzar con la historia de un Calcagno navegador, de nombre Giácomo (Santiago).

Por aquel tiempo, él era calafate en las costas de Arenzano. Allí arreglaba barcos y botes: los remozaba, los untaba con alquitrán, les cosía las velas con estambre, y les hacía cien arreglos más hasta dejarlos como nuevos.

Pero Giacomo no se conformaba con su oficio de arreglador o restaurador de naves ajenas: su ambición lo hacía soñar con un barco propio. Y un día le trajeron un barco cuyo dueño, un riquísimo señor de Génova, quería equiparlo por completo para que pudiera servir como barco mercante.

- Se lo dejaremos de primera-, prometió el joven Giácomo.- Velas, palos, jarcias, herrajes, pintura, timón y mascarón.

No era el dueño del barco un genovés cualquiera, sino muy distinguido entre la grey marinera, como que descendía de Cristóforo Colombo por vía materna, y de otro insigne navegante, Andrea Doria, por vía -algo confusa, es cierto- de su padre. Ante tan excelso cliente, Giacomo se juró a sí mismo que el tal señor tendría pronto una nave que condijera con su poder y alcurnia.

Giácomo trabajó duro restaurando la nave. Removió con removedores de ácido, incrustó herramientas filosas en los intersticios de babor y estribor, hizo saltar hasta la más pequeña astilla, resoldó, empastó, cubrió de alquitrán hirviendo las superficies y remachó con sabiduría tornillos y bulones.

También empalagó de aceite los goznes, removió puertas y escotillas, untó con grasa de carnero los entarimados de nogal, pulió con cera virgen los pasamanos de castaño. Y como la nave tenía a su frente un espléndido mascarón de proa con forma de sirena gigantesca, de pechos ampulosos y cola de bruñidas escamas, nuestro calafate estucó con prolijidad hasta sus más íntimos recovecos...

Pero no contento con esta mejoría de la augusta señora, le dio además una mano de pintura rosada a su rostro amable, le enarcó dos espesas cejas de color azabache, le agregó amarillas guedejas, entreverando ripolín amarillo con hojuelas de oro que le prestó el Prebosto del lugar, quien las tomó de un montoncito de láminas doradas que guardaba en su despacho de la Parroquia para reparar imágenes sagradas.

Por último, nuestro antepasado remató su obra pintándole a la sirena una boca ampulosa y brillante, que parecía talmente una ciruela-remolacha.

Cuando el Prebosto fue a admirar el trabajo, no aprobó boca tan exagerada.

- i Mi par buca di negra! exclamó disgustado.

Pero Giácomo no le hizo el menor caso. Se sentía muy orgulloso de su estupenda sirena, y le pidió al Prebostol casi con humildad, que asperjara el mascarón con agua bendita. Pero el religioso se escapó por la tangente:

- Dejémoslo para el día de la botadura.

Porque no estaba muy seguro de cumplir con su deber de sacerdote si le echaba agua bendita a una criatura tan profana y tan... opulenta.

Concluida su obra maestral Giácomo Calcagno mandó a su hermano Andrea -que se llamaba así precisamente por el navegante Andrea Dorial pariente por mano izquierda del dueño del barco- para que le fuera a entregar a éste una cartita llena de firuletes que Giácomo creyó elegantes, en la cual "rogaba a Su Señoría que lo honrara con su presencia para proceder a la botadura y, por ende, a la bendición del barco tan .hermosamente remozado", y de paso... al pago por el exquisito trabajo que acababa de llevar a cabo.

Pero el distinguido descendiente de Andrea y Cristóforo era también genovés, y a los genoveses, ya se sabe, les suelen doler los bolsillos; así que se pusieron de acuerdo en toda lo referente a la bendición y a la botadura, pero no en cuanto al dinero que debía pagar.

Para no alargarnos demasiado, digamos que el barco se dio a la mar después de una peleada transacción: el honorable dueño se haría cargo de todos los gastos de compra de materiales, tales como ácidos, aceites, bulones, cuerdas y pinturas; pero la mano de obra se pagaría en cambio alquilándole a Giácomo el barco de carga sin ningún dinero de por medio para que Giácomo hiciera sus primeros pininos en el mar.

Si al cabo de un año ganaba en sus recorridos por los océanos lo suficiente para cobrarse la deuda, Giacomo dispondría de otros cinco años para pagar a su vez un alquiler al descendiente de los Colombo y de los Doria.

Trato hecho. Y así, casi en 1829, se jugó la suerte o desgracia de nuestro artista-calafate Giácomo (Santiago) Calcagno fu Nicoló, porque Nicoló se había llamado su padre. Es que todos los primogénitos eran Nicoló y Giácomo en la familia de los Calcagno.

Y este Giácomo, en uno de sus primeras travesías con su flamante barco, terminaría recalando en un pequeño territorio de América del Sur, abierto a un ancho río parecido a un mar, que lo recibió hospitalariamente. Era un país que acababa de fundarse y que llevaba orgullosamente un nombre sonoro: Estado Oriental del Uruguay (que así se llamó en su origen).

Pronto asistiremos a la llegada de Giácomo Calcagno a esta venturosa patria recién inaugurada, que supo ser hogar para tanta gente italiana, y donde lo aguardaba, ciertamente, una aventura marina casi increíble. Dejémoslo, por ahora, levantando orondas espumas en su marcha por el Océano Atlántico, con su filosa proa y el mascarón de sirena exuberante apuntando hacia el sur lejano y prometedor...

Por mar y por tierras

Celia Calcagno

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