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El marinerito, el hombre del sombrerete y la paloma Patrizia.
Celia Calcagno

de "Por mar y por tierras"

Allá, hace muchísimos años, en una parte de Liguria, un tatarabuelo nuestro era marinero. "Navegante", lo llamaban los más exquisitos; "hombre de mar" me gusta decirle a mí. En realidad, corno ya dije, casi todos los Calcagno de Arenzano -pueblito de la costa Ligure- fueron gente di mare. Todos tenían barcas y botes y casitas en la orilla; algunos niños, barquitos de papel. Los más ricos eran propietarios de barcos; los más pobres -casi todos eran pescadores (o propietarios de peces, como prefiero llamarlos yo) .

Un día, nuestro tatarabuelo de Arenzano se embarcó como marinero en un barco de gran tamaño, de ésos que dirigía con gran empaque un distinguido Capitán de calzón corto y medias blancas, como usaban los capitanes de entonces. El barco tenía por nombre "El Espigón".

Nuestro tatarabuelo, que se llamaba Nicolás Calcagno pero todos lo conocían por el diminutivo genovés de Nicolás, Culín, también usaba calzón corto, pero, en lugar de medias blancas, llevaba puestas unas medias con rayas horizontales de color azul, y un gorro de lana azul, y calzón azul, y camisa blanca, y chaleco colorado. Parecía talmente estar disfrazado de bandera. Como era un simple marinero de tercera clase, no tenía derecho a llevar cuello amplio ni sombrero redondo con alas y pompón. Sólo un gorro de lana.

Completaba su vestimenta una camisa de mangas abullonadas, faja azul y zapatos sin hebilla (porque las hebillas eran señal de alcurnia y él no la tenía). Así se embarcó en "El Espigón", llevando al hombro un atado grandote, hecho con el pañolón de su abuela difunta, en el que guardaba bien unidos por sus cuatro puntas apretadas, un par de medias de repuesto, dos pañuelos blancos hilados por su madre, dos servilletas a cuadros, dos calzoncillos tejidos de punto, un reloj de arena muy antiguo heredado de su abuelo, según creo; y por último... un misterioso arconcito que Culín cuidaba con celo infatigable, porque encerraba un secreto que conviene develar sin más demora.

Días antes de embarcar, un misterioso señor le había dado cita al anochecer en la taberna del pueblo, y allí le había entregado con mil precauciones el arconcito, diciéndole:

- Culín, corno sé que eres un muchacho honrado, te entrego este cofre repleto hasta el borde de monedas de oro, para que cuando llegues a Cádiz se lo entregues a mi cumpá Giobatta -mi compadre Juan Bautista-, porque es la herencia que le dejó su tío. Corno tú no eres más que un marinerito de tercera, nadie va a sospechar de ti. El dueño de la herencia se te dará a conocer a tu llegada a Cádiz y te dirá lo que tienes que hacer. A cambio, te entregará un scudo (o doblón, no recuerdo bien qué moneda era).

Partió, pues, Culín con su tesoro bien escondido en su atadito; y corno era un simple marinerito de tercera, nadie se tornó la molestia de revisarlo.

Provisto, pues, de todo lo necesario para aquella travesía marina, nuestro tatarabuelo Nicolás Calcagno se embarcó con enorme solemnidad y el corazón latiéndole. Apenas si tenía entonces dieciséis años.

A decir verdad, el comienzo no fue fácil. La mar estaba lisa como un plato, y las' velas no se inflaban por nada del mundo. Pero sobrevino, entonces un oportuno prodigio, que sólo los más escépticos se atreverán a poner en duda: los peces se decidieron a empujar el navío, los ángeles agitaron sus alas, los querubines soplaron con maravillosa fuerza, los serafines descubrieron sus rostros y abanicaron las aguas con sus varios pares de alas; las virtudes tensaron las velas, las Potestades se inclinaron hacia los mástiles, los Principados y Dominaciones prestaron sus fuerzas formidables. Y aún, como al azar, varios Arcángeles vestidos de marineros ayudaron a levar anclas, alzar jarcias, promover tensores... y al fin el barco zarpó enarbolado por los Tronos.

Culín Calcagno, después de trabajar durante horas como un buey, se sentó sobre el piso de tablas saladas a recuperar fuerzas y a secarse el sudor de su frente. Después decidió comer un poco de pan fresco hecho por su madre, que lo había rellenado de filetes de anchoa y aceitunas, que aquélla había guardado en unas barriquitas con sal desde que Culín había tomado la primera comunión a los once años, y allí quedaron esperando la magna ocasión en que "se hiciera a la mar".

A los pocos días de navegar, se alzó una fuerte tempestad, y el barco poco menos que saltó por los aires. Con semejante zangoloteo, el reloj de arena que Culín llevaba en su equipaje también dio volteretas en el aire, de modo que en lugar de pasar la arena de hora en hora, el tiempo pasó de día en día. Cuando se acabó la tempestad y todo fue "calma chicha", habían transcurrido siete días con sus noches.

Culín intentó arreglar su reloj de arena, dándole vueltas y vueltas, boca arriba, boca abajo, para ver si conseguía volver a su sitio a las horas destartaladas. Pero ellas se negaron a volver a su lugar, de modo que el tiempo quedó corrido siete días más adelante.

De tanto meter mano en su equipaje, Culín encontró el arconcito de madera que le había entregado el desconocido. Lo abrió con gran expectativa y lo encontró repleto de monedas de oro -"scudi" o doblones, o lo que fueran- que llegaban hasta los bordes. Asustado, se escondió detrás de una maraña de cables con el propósito de contar las monedas; pero como sólo tenía diez dedos, pudo llegar únicamente hasta diez "scudi".

Fuerza es confesar que estuvo a punto de guardarse unos cuantos para sí, pero supo resistir la tentación y volvió a ordenarlos cuidadosamente como si fueran botones vulgares. Luego se preocupó de poner a buen recaudo el cofrecito entre las ropas de su equipaje, confiando en que, por ser tan pobres, no despertarían la codicia de nadie.

Así se desarrollaba el viaje, entre calmas y tempestades, galleta marina y nueces, peces espada y "stucchefisciu", manera ésta de traducir a dialecto genovés el Pez Palo o "Stock Fish", un pescado duro como un tronco de árbol, que se sala y se deja al sol, y se come con galleta y cortado en láminas muy finitas. Ah!, y aceite de oliva, por supuesto...

Al pobre Culín le daban todos los domingos apenas tres laminitas de stucchefisciu con garbanzos, y cuatro galletas duras untadas con aceite y restregadas con ajo. Pero una vez lo convidaron con castañas como postre, traídas especialmente de la mesa del Capitán. Y hasta pudo zamparse un cubilete de aguardiente que, compasivo, le pasó un marinero de segunda, de ésos que ya usaban sombrero de alas anchas y pompón en la coronilla. Fue un milagro para Culín, que se atracó de lo lindo.

Pero ese mismo día, al atardecer, el grumete-vigía que se encontraba encaramado en el palo mayor, empezó a gritar mirando hacia lo lejos y agitando los brazos:

- ¡Barco a la vista! ¡Barco a la vista!

Torpemente trepó al mástil el Segundo de abordo, y lo siguieron, como monos, los demás tripulantes. Pero casi enseguida bajaron horrorizados porque el barco a la vista, que se acercaba a babor, traía izada una bandera negra con dos tibias cruzadas y una calavera. Eran, pues, piratas con toda la barba, y no podía haber dudas de que su intención era abordarlos.

Todos los marineros corrían de un lado a otro y afilaban cuchillos, salvo Culín, que sólo pensaba en su arconcito rebosante de monedas de oro. Lo único que se le ocurrió fue hacer lo mismo que en su chocita todas las noches: rezarle a San Antonio para que lo socorriera:

- iSant Antún du Padún

fammi santo, fammi bun!

Que en genovés quiere decir: "San Antonio de Padua, hazme santo, hazme bueno".

Y lo pidió con tal fervor, que el Santo acudió ligerísimo a socorrerlo. Sant Antún du Padún, que era molto de bun (muy bueno), le aconsejó en secreto a Culín lo que tenía que hacer en esas circunstancias. Y mientras tronaban los cañonazos de ambas naves, nuestro pariente marinero se ocultó para realizar algo inspiradamente eficaz que Sant Antún le indicó... pero que no es el momento' de revelar todavía.

iAl abordaje!, vociferaban fieros los piratas, y entre espadazos y cuchilladas asaltaron la nave donde venía Culín Calcagno. Los Ángeles y los Arcángeles corrían de un lado a otro por las cubiertas, las virtudes se acatarraban por el frío que empezaba a asomar; las Potestades, los Principados y las Dominaciones se habían hecho un entrevero de soplos invisibles; los Tronos se remontaban como barriletes, al tiempo que los Serafines y los Querubines entonaban sus sempiternas canciones, que se confundían con el repicar de las campanas de cubierta y el entrechocar de afilados cuchillos y feroces espadas.

Por fin apareció el Jefe de los piratas, que se llamaba el Manco y pertenecía a la familia de los Castro de Liguria. Tenía cara de pocos amigos, y lucía pañuelos implacables en la cabeza y pescuezo, cuchillo entre los dientes y un aro en la oreja izquierda. Pero lo que más temor despertaba entre los marinos, marineros y marineritos (Culín incluido) eran sus desmesurados dientes de oro y su mano de relumbrante metal. La otra, en cambio, la única verdadera, estaba recubierta de seda cruda bordada en punto cruz por su virtuosa madre, que tenía por amante costumbre regalarle un guante fino en cada uno de sus cumpleaños.

- iA ver quién me entrega el tesoro!, bramó el Manco, furioso.

Y el Capitán le respondió altanero:

- No llevamos tesoro alguno. Solamente sal y forraje.

- ¡Entonces todos al calabozo!, volvió a vociferar el Manco. Y arengó a sus bravos para que se llevaran a la tripulación vencida hasta el barco pirata, que se llamaba "El Sin Nombre". Y así, pataleando, todos fueron levantados en vilo y arrojados en montón dentro de su lóbrega bodega. Y entre ellos fue Culín, que apretaba entre sus brazos su minúsculo hatillo. A uno de los piratas le llamó la atención.

- ¿Qué llevas ahí?, vociferó.

Culín apenas pudo balbucear, aterrado:

- Alguna ropa y... un reloj de arena que no anda.

- i A equipaje ver eso! , rugió el pirata, arrebatándole el mínimo equipaje

Al abrirlo, el feroz malhechor sólo encontró un par de medias multicolores, dos calzoncillos de punto, un par de pañuelos, dos servilletas a cuadros y, en efecto, un reloj estropeado.

- ¿Para qué sirve esto?, preguntó intrigado, porque nunca había visto nada parecido a un reloj.

- Para matar el tiempo, se le ocurrió decirle a Culín.

- Ah, ¿para matar? iEntonces me lo guardo!

Y empujó a Culín al tétrico calabozo. Ya sin reloj de arena, sólo con su ropa humilde, se escudó el muchacho en el pañolón de la abuela difunta, y con las manos en la cabeza trató de dormir. Ni siquiera se acordó del cofrecito que...

 

Mientras tanto, en Cádiz -España- Giobatta Picardo, un señor de sombrerete, esperaba ansiosamente la llegada de "El Espigón", el barco ligure que atracaría en esos días.

Esperaba. Esperaba. Y no se cansaba de esperar.

Una paloma mensajera le había avisado que en Italia, alguien la había dejado por herencia una hermosa casa de piedra y... una montaña de monedas de oro.

- ¡Ojalá no demore ese muchacho honrado que me trae los scudi, se, decía Giobatta. Porque tengo que casar a mi hija Peregrina y ese oro será su dote!

La hija Peregrina, que no sabía nada de doblones ni de scudi, no se quería casar con el gordo y rico usurero que le proponía su padre. Vivía solamente para bordar sábanas con angelitos en relieve, cocinar dulces de Santa Serafina -con yema de huevo y limón- y cantar con una voz muy tierna viejas canciones francesas e italianas aprendidas en su niñez:

Chere enfant, que tu me donnes

un bouquet de marjolaine...

O bien:

Caro, carino, tu mi piaci tanto

come le piace il mare alle sirene...

Pero pasaban las semanas y los meses, y "El Espigón" no daba señales de vida, ante la angustia comprensible de Giobatta Picardo, que no dejaba un día de ir a esperar lo. Lo que él no podía saber es que el pobre marinerito Culín Calcagno seguía encerrado en el calabozo del barco pirata que lo tenía apresado.

Mi infeliz antepasado, en su cárcel flotante, presenció con sus oídos y a veces con el rabillo del ojo , asaltos y batallas, discusiones acaloradas y terremotos de risas, riñas e insultos de marineros borrachos, y también gemidos de sus compañeros encerrados corno él en las bodegas de "El Sin Nombre".

Hasta que un día se avistó un barco corsario, y allí ardió Troya. Acosado por el enemigo, el barco en el que viajaba Culín, para librarse de aquél, no encontró recurso mejor que respirar hondo y naufragar.

A duras penas, por un verdadero milagro, Culín pudo escapar de su encierro con varios compañeros, flotó en el mar, y cuando ya le pasaban hipocampos por frente a su nariz, se entreveraban los peces en su pelo y llegaban las medusas a estrellarse contra su frente, un bote pudo rescatarlo en el mismo momento en que el marinerito se hundía resignado hacia lo hondo. Culín se acordó de darle gracias a Sant Antún por su buena fortuna. Y de ningún modo se olvidó de su famoso tesoro que...

Entre aplausos y algarabías, los náufragos arribaron confusos a tierra firme. Se dejaron caer exhaustos sobre la arena y los salvadores les dieron de beber sorbitos de ron. A Culín la bebida se le subió a la cabeza y empezó a canturrear una canción marinera muy antigua, que empezaba "Ohé, ohé!" Y por ahí seguía. Pero era tal su cansancio que se quedó dormido antes de terminarla, y durmió siete días y siete noches sin parar sobre la arena mojada, de modo que despertó acatarrado.

 

Mientras tanto, en el puerto de Cádiz, el hombre del sombrerete, el incansable Giobatta, por más incansable que fuera se cansó sin embargo, después de tantos meses de esperar su tesoro en vano, y decidió morirse allí mismo. Cosa que hizo sin mucha ceremonia.

Peregrina Picardo, su hija -de los picardo de Cádiz-, no se había casado con el usurero y en cambio se había hecho muy amiga de la misteriosa paloma, que iba y venía llevando mensajes. El ave llevaba en la pata un arito con un sello que decía "Patrizia", nombre con el que había sido bautizada.

Conviene relatar el encuentro de Peregrina y Patrizia. La casita del padre de Peregrina -el que decidió morirse- tenía en lo alto una torreta, una especie de palomar, en el cual se posaba la paloma-correo entre viaje y viaje a Arenzano.

Cada vez que llegaba la paloma Patrizia, traía en las pata un mismo mensaje que decía: "Non é arrivato?" ¿No llegó? Peregrina recibía siempre con alborozo a la paloma, le daba de comer granos suculentos para reponer sus energías viajeras, y luego escribía otro billete de respuesta que decía simplemente "No". Y al cabo de un tiempo, volvía a zarpar Patricia con rumbo desconocido.

Pero entre tantos "¿No llegó?" y tantos "No", Peregrina y patricia se hicieron muy amigas, verdaderas compinches. Y cuando murió su padre Giobatta, lo primero que hizo su hija, en el próximo arribo de la paloma, fue atreverse a cambiar el mensaje: "Chi sei?", ¿Quién eres?; y a vuelta de correo reapareció Patricia con un billetito que decía "Cerca Culín", Busca a Culín. Pero no aclaraba nada más y Peregrina se quedó con una enorme intriga de quién sería el tal Culín.

 

Una noche corrió por toda Cádiz la noticia: "¡Llegaron los náufragos! iLlegaron los náufragos!" Los Ángeles y las Potestades, las virtudes y los Principados, los Serafines y los Querubines, las Dominaciones y los Tronos, corrían por el cielo en un ir y venir desatinado. Aunque es difícil que un ángel se vuelva loco, esta vez parece que fue así.

Estaba Peregrina cepillándose el pelo antes de ir a la cama: como le había enseñado su mamá, acostumbraba darse cien cepilladas de mañana y cien cepilladas de noche. Al oír los gritos y el alborozo, Peregrina, dejó el cepillo en el aire y se asomó a la ventana para no perderse el espectáculo.

Hombres con antorchas venían desde el puerto, y en un carro tirado por bueyes se veía cerca de una docena de náufragos rescatados, que saludaban llenos de contento. De modo milagroso, un arcángel disfrazado de pescador empezó a gritar a voz en cuello: "¡Viva Culín! ¡Viva Culín!"

La muchacha, al oír ese nombre y recordar el mensaje, se asomó con tanta curiosidad a la ventana que estuvo a punto de caer de cabeza. Su cabello era tan largo que, suelto, llegaba hasta la calle misma. Sin poder reprimirse, exclamó también "iCulín!", haciendo eco al arcángel. '

Y Culín Calcagno, desde el carro tirado por bueyes, levantó los ojos y se encontró con aquella cascada de oro, dos brazos que ondulaban y unas manos blanquísimas agitándose a modo de saludo. Al ver lo que él consideró un amoroso reclamo, estuvo a punto de tirarse del carro, pero las piernas le pesaban corno si fueran de plomo y no pudo dar un paso.

En ese instante, sonaron las campanas de la iglesia porque el Sacristán, al ver el fulgor de las antorchas reflejado en el cabello de Peregrina, creyó que era el amanecer y llamó a misa de cinco. Las comadres de Cádiz se apresuraron a vestirse, tornaron sus rosarios, se calaron sus mantillas, y salieron todas en procesión hacia el templo. Los serenos abandonaron los portales, los faroleros apagaron los faroles y Cádiz -llamada, como Montevideo, tacita de plata- quedó en tinieblas en plena noche porque se equivocó el sacristán.

Mientras tanto, Patrizia, la paloma, bajó de su palomar de la torre y suavemente se posó en la cabeza de Culín. Seguramente auxiliado por misteriosos arcángeles, Culín logró con mucho trabajo bajarse del carro tirado por bueyes y, guiado por la paloma, fue al encuentro de la joven desconocida, quien, entretanto, se había puesto las horquillas y la cofia de seda en la cabeza, y lo esperaba sonriente a la puerta de su casa.

Los dos jóvenes quedaron contemplándose extasiados, y fue ésta la primera vez en la historia de mis cuatro familias que un Calcagno y una Picardo se enamoraron perdidamente. (Pero no fue la única: transcurridos muchísimos años, otra Picardo y otro Culín Calcagno volvieron a enamorarse así, también en una maravillosa "tacita de plata", sólo que ésta se encuentra muy al sur de América del Sur, en un país pequeñito que la tiene por venturosa capital. . . ) .

Aquella noche, Culín debió marchar a alojarse en la posada, porque en la Cádiz de aquellos lejanos días no estaba bien visto que un caballero desconocido se hospedara en casa de dos señoras solas, sobre todo teniendo en cuenta que una de ellas -la paloma Patrizia- .no podía servir como chaperona por más que hubiese tenido siempre una conducta intachable. .

La posada era tranquila y aseada..

- ¿Tienes con qué pagar?, le preguntó el posadero a Culín no bien traspuso la puerta.

Tal vez la apariencia de Culín no fuera muy recomendable. Vestía una camisa limpia que le había prestado uno de sus salvadores antes de llevarlo a Cádiz. En vez de calzón corto, llevaba un ancho pantalón azul de pescador, confeccionado con esa tela fuerte y gruesa que, por entonces estaban imponiendo los genoveses. Sobre la camisa blanca, que era más bien un blusón amplio, Culín tenía puesto, un chaleco de bayeta colorada, que también le habían prestado; en la cabeza un gorro muy usado con rayas amarillas y rojas, y un pañuelo al cuello, colorado también.

Al posadero le cayó simpático el muchacho. Cuando le preguntó, todavía desconfiado, si tenía con qué pagarle, Culín lo miró muy sonriente y le contestó, con gesto algo enigmático:

Déjeme llegar a mañana y le pagaré con el sol. Ahora tráigame, por favor, agua para lavarme.

El posadero le llevó una palangana con agua caliente, un trozo de jabón de palo y un tazón de sopa de ajo con migas de pan, una jarra de agua fresca y un vaso de madera pulida. Agradeció Culín y salió el posadero, pero antes, por las dudas, cerró la puerta disimuladamente con dos vueltas de llave.

A solas, el marinerito de tercera clase se dejó caer al borde del camastro y emprendió la dura y engorrosa tarea de sacarse las medias todavía húmedas. Tironeó y tironeó largo rato, hasta que al f in pudo quitárselas. Entonces quedaron libres sus dos piernas, pero estaban vendadas desde las ingles hasta los tobillos. Las vendas, con tantos meses de uso, ya no eran blancas sino grises y con manchas azules por el desteñido de los pantalones.

Entonces comenzó Culín la tarea de desvendarse, tarea que no fue menos engorrosa y que le insumió largos ratos de tironeos. Pero a medida que se iba arrancando las vendas, en vez de la piel de las piernas aparecían. . . ¡monedas de oro! Es que el contenido del cofrecito había sido escondido allí, siguiendo el consejo de Sant Antún cuando vino a auxiliarlo en los comienzos de la peligrosa travesía. Y así logró Culín salvar el tesoro que le habían confiado en custodia, aunque su destinatario no pudo recibirlo jamás.

Pero ahora se encontraba con otra dificultad que no había previsto, y que resultó aún mayor que sacarse las medias y las vendas: resulta que no podía retirar el tesoro de sus piernas porque, al cabo de tanto tiempo, la piel había seguido creciendo por encima de las monedas muy bien pegaditas y sostenidas por el vendaje. Culín se encontró entonces con que se había convertido en un marinero con piernas de oro; y así lo llamaron después, medio en serio, medio en broma: Culín Pata de Oro, apodo con el que figuró en los anales de la familia.

Bien pudo nuestro pariente quedarse con aquel tesoro que llevaba en sus dos piernas y que nadie conocía. Pero como era un muchacho honrado a carta cabal, decidió visitar al barbero de Cádiz, que además de afeitar y sacar muelas y hacer sangrías y aplicar sanguijuelas, como todo barbero que se preciara, también era capaz de raspar la piel crecida y entonces liberar monedas...

El barbero curó con agua de rosas y aceite de almendras dulces las superficiales heridas del pobre -o mejor dicho- del rico Culín Calcagno, dejándolo como nuevo. Culín se vistió de punta en blanco, porque la solemne ocasión lo pedía: se puso el atuendo completo de marinero de primera, con pantalón y blusa blancos, faja azul, cuello amplio también azul, trencillas blancas, zapatos negros y sombrero de alas redondas con ancha cinta azul caída a la espalda.

Con semejante estampa y un hermoso ramo de flores en la mano, fue a presentarse ante Peregrina Picardo, que lo aguardaba más hermosa que nunca. Culín le entregó, antes que nada, otro cofrecito que acababa de comprar, repleto hasta los bordes con el tesoro que hubiera pertenecido a Giobatta Picardo, padre de la muchacha. Y luego le pidió a subienamada, muy solemnemente, que se casara con él. La mano le fue concedida por ella misma, a falta de otra autoridad, con la solemnidad más jubilosa que se haya visto nunca.

El día del casamiento de Culín con Peregrina, presidido por la paloma Patrizia, tocaron a felicidad todas las campanas de las iglesias, y repicaron, haciéndoles coro, las de los barcos anclados en el Puerto de Cádiz. Y ellos vivieron prósperos y contentos muchos años, después de tantos sofocones como les provocaron a los ángeles y arcángeles, que desde entonces no dejaron ni un día de mirar por la felicidad de mis dos antepasados.

 

Celia Calcagno

 

Por mar y por tierras

 

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